Sí, yo te multiplico los panes, pero dame de comer...
Jesucristo entrevistado en La radio ataca (El Espectador), circa 1997.

Con los años, los libros se acumulan en montañas sobre el escritorio, en los estantes de la biblioteca, de canto en cuanto hueco aparece entre los volúmenes parados, sobre reposabrazos de sillones, encima de cajas y mesas ratonas, en los bordes de la alfombra polvorienta e incluso dentro de cajones y gavetas, desde donde regresan como muertos vivos cada vez que los muebles son abiertos. Parece que cada día que pasa hay más libros para leer y que las horas de lectura –y de relectura– son más breves y volátiles; que el lápiz mecánico cada vez demora más en subrayar un pasaje o anotar algo en los márgenes; que nunca se logra aprehender la obra de un autor cuando aparece un nuevo título o se encuentra una vieja edición, con otra traducción, que debe ser leída para compararla con la más nueva, etcétera. Sucede que el tiempo de lectura nunca me alcanza, se me escurre entre los dedos entintados más rápido que la vuelta de cada página y cuando a la noche, al borde del sueño, contemplo con ojos cansados el puñado de hojas leído en la jornada, siempre descubro que son pocas, que pudieron ser más, que la escritura le ha quitado demasiado tiempo a la lectura y que al otro día voy a leer un poco más.

De vez en cuando, la calma provinciana de mis ratos de lectura se interrumpe por un llamado telefónico, un mensaje de Whatsapp o un correo electrónico proveniente de alguna institución vinculada a la literatura (biblioteca, editorial, revista, asociación, repartición estatal, etcétera) que incluye una invitación a participar en una mesa redonda (presencial o virtual), una charla (o su abominable sinónimo reciente: conversatorio), un homenaje a determinado autor, una clase, un artículo, un prólogo, una columna radial, un video, un audio o unas meras palabras bajo la forma de mensaje de texto sobre equis tema. Las invitaciones siempre son cordiales, enunciadas con la retórica propia de quien se ha preparado para emitirlas, e incluyen, inevitablemente, el interés por lo que estoy escribiendo en este momento, algún comentario elogioso sobre mi último libro y la fecha y la hora de la actividad convocante o el formato y la extensión del material a presentar. Sin embargo, en la mayoría de los casos, un silencio incómodo se produce cuando, de este lado de la línea o de la pantalla, introduzco en la conversación el asunto de la remuneración por mi trabajo. De pronto el diálogo se llena de estática, la respuesta del correo se demora o el rápido visto clavado ya no se acompaña por el “Escribiendo...”; cierta incomodidad baja de golpe sobre el intercambio, atravesada de carraspeos, monosílabos y sonrisas (o emoticones), antes de pasar a explicarme que –y cito algunos pasajes de convocatorias, extraídos de mis archivos del año 2018– “la organización no dispone de fondos para pagarles a los conferenciantes”, “la participación de quienes nos acompañan no tiene retribución económica, sólo la alegría de contribuir con su aporte en este proyecto”, “ni las conferencias ni las exposiciones son remuneradas; habrá dos brindis de camaradería con los participantes extranjeros y nacionales”, o “a los invitados de las mesas no se les paga, la contrapartida que podemos ofrecerles es la visibilidad de su participación en el festival y el programa”. En ocasiones, no dejo de percibir cierta ofuscación del otro lado, una reacción de defensa ante una respuesta que no se esperaba, como si fuera imposible de creer no sólo que un tipo que vive de las palabras pudiera solicitar un pago en metálico por la labor de su mente sino que, además, debiera permanecer todo el día aguardando junto al teléfono esa invitación.

Cierta noche, cuando aún era un escritor honorario y respondía con bonhomía a este tipo de convocatorias, me encontraba frente a un auditorio, invitado por una institución pública, bajo un rayo de luz cenital que caía sobre mi entonces calva incipiente, a la espera de hablar sobre no sé qué tema. Cuando vagué con la mirada por la sala comencé a cavilar acerca de que el presentador, el sonidista, el iluminador, el fotógrafo, la encargada de la ropería y el portero estaban cobrando aquella noche por hacer su trabajo (supongo que algunos de ellos hasta horas extras), pero que, sin embargo, el tipo sobre el escenario, que en los días previos se había dedicado a preparar la ponencia que se aprontaba a leer, y que aquella tarde había corrido un ómnibus interdepartamental para llegar en hora al evento, no recibiría nada a cambio, más allá del aplauso y el agradecimiento del organizador. Luego pensé en la montaña de libros que me aguardaba en mi biblioteca, en las horas de placer lector sacrificadas para estar allí aquella noche, y en el sistema hipócrita, perverso y ruin en el que son encastrados los creadores. Y al salir del edificio, antes de ser engullido por la noche montevideana, me dije, como aquel cuervo posado en el busto de Palas: “Nunca más”.