El diablo a todas horas puede ser una película de tesis: la mayoría de los espantosos hechos que ocurren derivan de la religión; la acción transcurre en Meade y en Knockemstiff, dos puebluchos minúsculos de Ohio, primero en la década del 50 y luego en 1965. La mayoría de los personajes son religiosos en serio, es decir, creen realmente en los fundamentos místicos de la religión, en vez de tomarlos, a la manera de los “religiosos ilustrados”, como un mero trasfondo mitológico de una identidad, de una ritualística social y de una vaga guía moral. Es decir: rezan con fervor fanático, asumen que las cosas que se les cruzan por la mente son la voz de Dios hablándoles y proceden en consecuencia, incluso cuando puede llevar a crucificar un perro como sacrificio para que la esposa no muera de cáncer, o a asesinar a una mujer para probar la fe en la resurrección que –¡oh, sorpresa!– no se concreta. En ese marco, al predicador chanta le resulta fácil seducir a las adolescentes, empezando por convencerlas de que se tienen que mostrar al Señor tal como vinieron al mundo (es decir, desnudas), antes de proceder a una forma peculiar de oración conjunta.

La tesis me cae simpática, aunque la acumulación de atrocidades es tan grande que, más que una argumentación, la cosa termina pareciendo un panfleto rabioso. Algunas de las demencias incluso trascienden la doctrina religiosa, como la pareja de asesinos seriales que se encuentran con Dios matando viajeros y sacando fotos eróticas junto a sus cuerpos mutilados. En un par de días, un personaje emprende un viaje y termina causando, en tres circunstancias independientes, la muerte violenta de cuatro personas distintas. La crítica a la religión se combina con otros elementos que tienen que ver sencillamente con las muchas oportunidades de corrupción y justicia por mano propia en un medio en que las instituciones son débiles y prima la ignorancia, es decir, el viejo asunto del “pueblo chico, infierno grande”. La guerra de Vietnam es un telón de fondo puesto de relieve, insinuando, quizá, que la guerra sangrienta anticomunista puede ser una extrapolación del conservadurismo, el misticismo, la ignorancia y la violencia que priman en los “Estados Unidos profundos” del cinturón bíblico.

Aparte de la suma inverosímil de perversiones, algunas de las críticas a esta película señalaron una visión prejuiciosa del sur del país, del interior y de las comunidades religiosas. Pero la película es una adaptación bastante fiel de un libro de Donald Ray Pollock, oriundo de Knockemstiff y que, cuando zafó de allí, fue para instalarse en Chillicothe, una localidad de 20.000 habitantes. Es decir, se trata de una visión de adentro. Quizá Pollock sintetizó de manera hiperbólica su visión personal del lugar, y el clima que genera en sus relatos fue descrito como hillbilly gothic (gótico del interior). Quizá dentro de un tiempo podamos contemplarlo en forma desapegada de la pretensión de verosimilitud, tal como apreciamos, con la distancia de los años, a los spaghetti westerns o al terror giallo de los años 60 y 70, que en su momento fueron tenidos por berretas.

En todo caso, a favor de esa valorización, El diablo a todas horas tiene una realización exquisita y, sobre todo, un reparto sensacional. Al frente está Tom Holland: ya haciendo de Spider-Man el gurí había mostrado carisma y gracia, pero nada hacía suponer la densidad que muestra aquí como un personaje que vio y sufrió una cantidad tal de absurdos que tomó distancia de la fe religiosa, preservando tan sólo un sentir casi naïf de rectitud y la habilidad de lidiar en forma pragmática con su medio. Junto a Holland están Robert Pattinson, Eliza Scanlen, Bill Skarsgård, Mia Wasikowska, Sebastian Stan, Harry Melling y Riley Keough.

Hay, además, un aspecto muy interesante en la película, que no necesita aguardar ninguna revisión futura para ser plenamente apreciado. Este film, que rechaza lo religioso de manera tan frontal, se encuentra con lo divino en otra dimensión. La voz subnarradora (a cargo del mismísimo Donald Ray Pollock) tiene un carácter omnisciente, aún más que lo que suele ser común en las narraciones omniscientes (que en inglés a veces son llamadas voice of God, es decir, voz de Dios). Sabe qué cosas sintió un personaje en los segundos previos a morir, observa determinada coincidencia que sólo tendrá sentido en función de hechos que van a ocurrir más de diez años después. Desde esa perspectiva, podemos apreciar conexiones y toques poéticos entre los hechos que no son accesibles bajo la perspectiva humana. Hay vínculos entre personajes que ellos mismos ni se imaginan y que no conocerán jamás, ya que la única evidencia posible de ello se acaba de desvanecer con la muerte de la única persona que sabía, o con la quema del único registro.

Paradójicamente, frente a esa omnisciencia absoluta, el final es bastante abierto. Por lo normal, al terminar una película hollywoodense nos quedamos con la sensación de que las cosas se resuelven, ya que, aun si la actitud de la narrativa busca disfrazar su omnipotencia, los universos que se nos presentan son más esquemáticos, asibles. En este caso, cuando arribamos al final del metraje, privados del superpoder provisorio de la narrativa omnisciente, nos confrontamos con nuestra total, humana ignorancia sobre todo aquello que la película no nos va a seguir contando.

El diablo a todas horas. Dirigida por Antonio Campos. Basada en la novela de Donald Ray Pollock. Con Tom Holland, Eliza Scanlen y Robert Pattinson. Estados Unidos, 2020. En Netflix.