La casa marca un límite: afuera está el mundo, con sus peligros, y de este lado de la frágil pared, el orden en el que el ser se afirma en sí mismo, incluso si luego entiende que todos somos extranjeros también en nuestro propio hogar, como parece comprender Teresa Amy (1950-2017) en varios de sus libros, en los que la casa es tematizada de diversos modos.

No en vano uno de sus mejores textos ‒que dedica a reflexionar sobre la traducción que hizo junto a Alfredo Infanzón de parte de la obra del poeta checo Jan Skácel‒ se llama Un huésped en casa (2013). Dividido en dos secciones, en la primera Amy da cuenta a manera de bitácora de cómo conoció a Skácel, qué la llevó a su poesía y, luego, a su país natal. En ese viaje atravesado por la vida literaria, la poeta arma un relato del acercamiento a la lengua y a la cultura de su invitado ‒por seguir con la metáfora que propone el título‒ que se da en este caso con un intermediario, ya que lo conoce primero en traducciones francesas.

Si los propios versos de la poeta están marcados por la muerte y el amor, en el poema “Palabra”, de Skácel, ella encuentra una iluminación. En su bitácora explica esto en términos contundentes, y dice que el poema “habla del trabajo de todo un día, de un sembrador, el trabajo para la noche última”, y se detiene en la imagen final, “de ‘alguien’ que marcha detrás, como presencia ambigua entre lo redentor y lo siniestro”, a lo que, en un giro muy suyo, agrega “en algunos momentos creí sentirme ese alguien”, tras lo que se pregunta “¿no es eso acaso un traductor? Un no invitado, entre redentor y siniestro, que va recogiendo las palabras del poeta y las lleva hacia otro idioma”. En ese llevar, que remite al origen etimológico de la palabra “traducir”, el viaje parece multiplicarse: el poeta trasiega con la palabra, la traductora la traslada a otros mundos.

Para Skácel y para Amy, esa travesía se proyecta necesariamente hacia la noche, como un espacio delimitado, concreto: “Durante todo el día has tirado palabras / para que te sobraran de noche en un poema” son versos que la traductora lee en clave de noche final. Poco después, en el libro, Amy pasa a analizar otra pieza central, cuyo título (“El que bebe vino en la oscuridad”), dice, resume muy bien el mundo de soledad del checo. Luego de traducir ese texto, cuenta: “Al volver a casa ya tarde, esa noche, siento todavía como un rescoldo, la tibieza que me envuelve cada vez que estoy muchas horas viviendo en el campo skaceliano, cerca de sus ríos, o en su aldea, con sus ángeles protectores, y pienso en otro joven atormentado, que mi poeta leía siempre y cuyos textos subrayaba. No me desvisto todavía, voy a la biblioteca y tomo el libro de [Georg] Trakl. Ahora sí, ya en la cama con los crujidos del viento marino embistiendo mi casa como a un barco en la tormenta, leo”.

En esa confluencia entre el poeta checo, el austríaco y la uruguaya, que comparten tantos temas ‒y, los dos últimos, el final trágico‒, ya se revelan algunos versos de Amy que se publicarían póstumamente, en un libro que primero se llamó Cuaderno del sudeste y luego El corazón disuelto de la selva (2018), en los que la escena parece repetirse de manera obsesiva.

Si Skácel había escrito una serie de poemas tras su visita a Vietnam, este libro de Amy se escribe, a su vez, a partir de una visita a ese país asiático y a Camboya. Como en una traslación de la geografía a la página, ya en los primeros versos de “La casa en el delta del Mekong”, Amy produce una fractura, como si el fluir del poema fuera cortado por las islas del delta:

“hay una casa que/ siempre
quise ser/ una cabaña de libros/ de mesa fuerte/
[...] una cabaña con sábanas
blancas donde la sangre
corriera callada
suave como un terciopelo
río tristísimo
[...] una casa
donde el llanto vibrara
suave
tintineante en las ventanas postigos para contenerlo”.

Con este estilo fragmentado la poeta comienza y desde ese instante transmite un vértigo, una velocidad extraña que va pautando los guiones que alternan ese principio que asegura algo (el “hay”) y luego una serie que se abre al sueño y al deseo, y en la que las imágenes del río y las de la casa amenazada ‒que entran y salen como metáforas que funcionan en distintos grados‒ alternan para crear un centro al que volver. Entonces continúa:

“una casa con un faro/ para subir de noche mirar
[...]
un faro para ahuyentar
a los que quisieran acercarse con
señales de luto
y muerte un faro
que cuidara de la casa en medio de la noche
un pozo/ donde mirar el reflejo/ al asomarse/ un pozo
[...]
donde mirarse mucho/ quedarse
mirado desde el fondo
esa casa del pozo/ del faro quise ser desde
donde proyectar sombras chinas
escribir en el aliento húmedo sobre las ventanas
poesías
mensajes
y tu nombre
para que vinieras
una casa para que vinieras”.

En ese ir y venir del agua y de la casa, faro y pozo-espejo como formas opuestas y acaso complementarias, se abre la otra posibilidad, y el poema se vuelve irremediablemente un poema de amor desesperado, dicho desde ese lugar extremo del verso que desgarra la sintaxis. En esa imposibilidad de querer y no poder ser “una casa para que vinieras”, del amor trunco, Amy crea un ambiente en el que resuenan las imágenes nocturnas y levemente exóticas, que sin embargo no son turísticas, puestas al servicio del lector que busca la postal de Oriente, sino algo más. El poema, que podría terminar entonces, sigue:

“una cabaña en la floresta
olor acre de pescado
velas en candelabros negros
hibiscos y magnolias níveas con
hogueras en el jardín
para espantar los tigres: olor a hogueras
para espantar los tigres terribles”.

En los versos, los lugares de lo que amenaza desde adentro y desde afuera, como los postigos que contienen el llanto, se mezclan en la noche de tigres terribles que personifican el peligro y son la confirmación de la seguridad de esa cabaña, que más adelante llamará “corazón de roble” (título, además, de su primer libro). En la segunda sección del poema, la descripción de otra casa venida a menos funciona, por su parte, como el sitio de la espera, en el que de distintas maneras grandes felinos recorren los versos, porque si bien hay ahí una construcción completa del locus del amor, ese amor está cruzado por el peligro, ya que es el refugio el que crea la posibilidad de la amenaza. Tras la enumeración, el poema sigue:

“nunca más
volvimos/ a la vieja casa/ sobre el Delta
no sabemos quién va a cazar las panteras
en la orilla del río/ no sabemos
quién vive
allí desde esa noche”.

Así, la casa compartida con el amante se transforma en una suerte de lugar casi mítico de ese amor al que no podrán volver, y en su abandono se torna de pronto inquietante, extraña, tenebrosa en su familiaridad. El uso del demostrativo en el verso final, por su parte, produce una de las paradojas propias de la poesía confesional, que cuanto más específica es, más se presta a la universalización: “esa noche”, que la poeta podría haber marcado tal vez con una fecha precisa, aparece ante nosotros con la fuerza de un momento fundacional único y a la vez compartido.

En otro poema, “Sueños de una noche en Siem Reap”, la poeta imagina, para sumar a su bestiario nocturno que transita entre lo visto en sueños y en la vigilia, una “sierpe mortal”. La tercera parte de ese poema comienza con los versos:

“Dormí
soñé con una ciudad donde dormir
de noche en una habitación
junto al bulevar de un río
(presentía su caudal)
una habitación que yo no conocía
la soñé con una cama ancha
con cabezal de palosanto
sábanas egipcias blancas
una jarra con agua en la mesa cercana
una alfombra de seda que hacía
rebrillar
el azul oscuro de los salvanabads
el verde desfalleciente de los jordas
el gris agónico de los fenués
el rojo sangre cinabrio”.

A pesar de su apariencia de mera descripción, la escena, con su carácter preciosista, presenta un aire marcadamente libresco, intensificado por la aparición de un fragmento de La Châtelaine du Liban (1924), de Pierre Benoît, novela protagonizada por el patriota y recto capitán Lucien Domèvre, que se perderá en los placeres de la vida cosmopolita del Levante, donde se encuentra con la condesa inglesa Athelstane Orloff, viuda de un diplomático ruso que vive en el castillo Kalaat-el-Tahara, y por la que Domèvre va a sacrificar su vida en pareja y su honor.

En uno de los fragmentos de la obra, el narrador dice: “Me iba de Kalaat-el-Tahara todas las mañanas alrededor de las ocho. Tan pronto como el amanecer comenzaba a arrancar de las sombras los mil detalles preciosos de la habitación de Athelstane, me despertaba. Recostado, observaba durante horas y horas el hermoso cuerpo dormido. [...] El sol, filtrándose a través de las cortinas, comenzaba a jugar en las maravillosas alfombras acumuladas en esta habitación. Brillaba con el negro azulado [bleu-noir] de los Salvanabads, el verde moribundo [vert mourant] de los Jordas, el gris de los Sennes, el rojo ardiente [rouge feu] de los Khorassans. Como un césped suave y elástico, amortiguaban el sonido de mis pasos”.

Esa aparición, como una interferencia romántica en el medio de la escena amatoria, tiene la doble cualidad de ser anticlimática con el tono íntimo, y a la vez, mientras se repliega sobre sí misma en una intertextualidad que parece atentar contra lo pretendidamente espontáneo que pueda llegar a tener un verso (que no es sino una ilusión), de fundar una posibilidad en el poema en tanto literatura experimentada, que se ofrece al lector como una aventura a descubrir. Si, como explica Roberto Appratto, la excepcionalidad de la poesía de Amy está “en lo que el oficio le permitió hacer, en la forma de personalizar su relación con lo que menta a cada paso, como si al hablar de lo otro hablara de sí misma y confiara al lector ese diálogo”, este fragmento en el que lo otro (la obra del otro) sirve para dar cuenta de lo propio mediante un juego delicado con la forma literaria, el viaje, la expresión sentimental y el tono sostenido en la cita es a todas luces paradigmático en la obra de Amy, en la que los límites ya difusos entre propio y ajeno, interior y exterior o vida y muerte aparecen sólo como fantasmas, prontos a desvanecerse.