Los nombres, a veces, pueden ser una carretera llena de pozos. Los baches de la incuria del Estado o de las bombas de la guerra. O una combinación de ambas cosas, como bien lo saben quienes tienen que sufrir los vaivenes de los caminos secundarios en lugares que han perdido, a su vez, su nombre específico en favor de un genérico que los aplana y engloba. Como los Balcanes. O el Cáucaso.

Algo de eso pasa con El faro (2008), de María Saakyan, la primera mujer armenia en filmar un largometraje, que puede verse en la videoteca por streaming de Mubi. El lugar puede ser cualquier lugar. Los que quieren salir de esa aldea acorralada por la posibilidad de la llegada de un ejército enemigo podrían ser cualquier habitante de cualquier aldea como esa. Lo mismo quienes no quieren o no pueden irse.

Si los nombres son tan intercambiables, ¿para qué decirlos, entonces? Algo de eso enseñó Ingmar Bergman en La vergüenza (1968), aunque la trama de El faro se parece más a Mandarinas (2013), del georgiano Zaza Urushadze, con aquella obsesión por sacar a flote la cosecha, al menos la cosecha, cuando todo se desmorona.

Podría pensarse, también, en Andrei Tarkovsky. Y en ese sentido El faro se emparenta con el argumento de El sacrificio (1986), pero tañe una cuerda más terrenal, menos metafórica, como corresponde a una guerra étnica respecto de un posible holocausto nuclear.

Sin embargo, si se busca la genealogía de las influencias de Maria Sergeevna Saakyan, hay que situarla como la nieta artística de Artavazd Peleshyan. No sólo porque es la voz mayor del documental poético (si es que existe un género de ese tipo, y por favor que nadie piense en la bastardeada forma seudosinfónica de Koyaanisqatsi, de 1982, o en cualquiera de las secuelas del farsante Godfrey Reggio), como lo ha demostrado en Las estaciones (1975) y en Nosotros (1969), ambas disponibles en la plataforma Qubit. Sino, sobre todo, porque Peleshyan “está” en El faro mucho más que cualquier otro de los cineastas mencionados.

Más allá de esa familiaridad estética, en la vida real Maria Saakyan fue la nieta de Seda Vermisheva, una poeta, economista y pensadora armenia. Una abuela cuyo pensamiento estuvo, en los últimos años, atravesado por la nostalgia por la Unión Soviética. Una abuela que podría ser la que aparece en la película de su nieta, quizá no completa, de una sola pieza, pero quizá distribuida, de fragmento en fragmento, en los diferentes personajes femeninos.

Es inevitable ver El faro a través del cristal de lo que está ocurriendo en Nagorno Karabaj. Un nombre que es más que un nombre. Porción del mapa habitada mayormente por armenios que es codiciada por Azerbaiyán con el sostén de la prepotencia de Turquía. Sin embargo, hay que dejar de lado esa tentación y postular que El faro es una película que universaliza el encierro que implica la guerra para esos complejos universos que son las personas que habitan los lugares en disputa. La individualidad que hay detrás de cada uno de los “daños colaterales” del tablero internacional. Lo particular más allá de lo genérico. Eso que es, en definitiva, un nombre.