En 1904, don Ernesto Asturias Girón, juez de paz, recibe el expediente de un bochinche en la Facultad de Medicina en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Después de escuchar a las partes, desestima el caso y deja a los estudiantes en libertad. Esto disgusta al señor presidente Manuel Estrada Cabrera, quien lo cita a su despacho y le reprocha no haberle consultado para brindar un castigo ejemplar, ya que no podían existir juicios ajenos a él (“sólo yo soy el poder” decía). El desencuentro le cuesta el cargo a don Ernesto, al tiempo que le cierra las puertas para buscar otro empleo. María Rosales, su esposa, tampoco puede encontrar trabajo. Ambos deciden mudarse con su hijo Miguel Ángel a Baja Verapaz, a 150 kilómetros de la capital, para vivir en casa del padre de ella y buscarse la vida allí. La distancia que hoy podría hacerse en un par de horas les tomó tres días a caballo, mientras una recua de mulas cargaba las cosas de la mudanza. La estancia en Salamá, cabecera departamental, duró un par de años. El pequeño Miguel Ángel pasó muchas tardes recorriendo las tierras de su abuelo, donde conoció en persona a los hombres de maíz y a las mujeres que trabajaban los telares, al tiempo que aprendió a hacer figuras de barro y a moverse entre varios idiomas precolombinos, aunque nunca pudo hablar ninguno. Todo esto resultó definitorio en la imaginación del niño que escuchó los relatos ancestrales sobre la cosmovisión maya que dieron lugar al universo donde gravita su obra.

Además de la inspiración para el ganador del Nobel de Literatura, Guatemala le debe a las Verapaces, la Alta y la Baja, muchas de sus riquezas naturales. El clima está dominado todo el año por el chipi chipi, una llovizna perenne que le da una atmósfera propia al recorrido entre montañas para llegar a las grutas de Lanquín, a los parques nacionales Lachuá y Semuc Champey, además del biotopo Mario Dary, reserva protegida para la supervivencia del quetzal, ave nacional. Esta zona aloja también a varias etnias nativas, que hablan en su mayoría el idioma qeqchí.

“El trópico es el sexo de la tierra”, dice Asturias en el inicio de Leyendas de Guatemala: una región de agua y fuego, rica en montañas y volcanes, con acceso al océano Pacífico y al Atlántico; su flora huele a fruta madura los 12 meses del año y su fauna incluye tigres, coyotes, guacamayas y pizotes. La diversidad del país es al mismo tiempo la condena. Apenas en dos siglos de historia abundan las guerras, gobiernos militares, dictaduras y golpes de Estado, con la complicidad del pueblo campesino que no logra desembarazarse de la sumisión ante los gritos del capataz. Además, el cinturón central del continente es zona frecuente de terremotos, erupciones volcánicas y huracanes, como Eta, que afectó a la región hace unas semanas.

Miles de personas quedaron incomunicadas en Alta Verapaz, pero también en Quiché, Izabal, Zacapa y Chiquimula, por el desborde de ríos que han inundado muchos pueblos. Hay puentes y carreteras destruidas. Comunidades enteras han quedado soterradas bajo los cerros. No hay electricidad en varios departamentos. Tampoco hay carreteras viables por los hundimientos de tierra. La ayuda debe llegar en helicópteros que planean por terrenos inundados y lanzan sacos de víveres como botellas al mar. Los árboles han sido arrancados por el viento y los troncos flotan junto con las láminas que alguna vez fueron techos.

Las zonas de cultivo de maíz, tomate, arroz y café, único medio de ingreso de los habitantes, están anegadas, echando a perder lo poco que se había podido rescatar en un año nefasto. El gobierno reconoce su impotencia para llegar a las zonas más apartadas mientras los muertos empiezan a contarse por cientos, los desaparecidos por miles, y las familias que han sido obligadas a evacuar su casa y sus posesiones son decenas de miles, que huyen con el agua hasta la cintura o en botes comandados por militares. Lo mismo sucede en Nicaragua, Honduras y El Salvador. La gente se alberga en iglesias o escuelas, todos abarrotados. Resulta ridículo insistir en el distanciamiento social cuando la segunda ola del coronavirus es inminente.

En el país ya nadie se inmuta. Pasó lo mismo en 1998 con el huracán Mitch, en 2005 con el Stan, y es algo “natural” que volverá a suceder, hasta que quienes lo hemos vivido desaparezcamos, y a las próximas generaciones les genere sorpresa cuando lo vivan por primera vez. Luego, el virus de la indolencia los infectará y todo seguirá igual.

El sol ha vuelto a salir en la región. Eta se dirige hacia Cuba y la Florida en Estados Unidos. Las inundaciones irán cediendo de a poco mientras dan paso a los brotes de infecciones gastrointestinales que siempre les suceden. El gobierno seguirá lanzando sacos de víveres a los campos de fútbol convertidos en piscinas de agua chocolatada mientras los habitantes de la capital afinan los preparativos para inaugurar, “en forma virtual”, la temporada navideña.