Cuando un lector de novelas ingresa como invitado a la intimidad de una familia de ficción, interiorizándose de las particularidades de los vínculos sanguíneos, las gradaciones de autoridad que se reflejan en la estructura, las bondades repetidas de una generación a la otra, las anomalías barridas para abajo de la alfombra y la colección de historias propias que se mantienen a través de un relato atemporal e impersonal, dándole forma al carácter único de esa familia en sí, acomete la tarea desde su mera condición de observador, de fisgón privilegiado, para, como escribiera Abel Soria, hacer lo que hace el fraile, que mira pero no toca.

Una vez enfrentado a la originalidad de la familia contada, el lector seguirá los derroteros de la trama con variado interés, tomando partido por uno u otro integrante, asimilando los giros y las peripecias que el autor le imponga a cada carácter y comprobando, al final, que al margen de cierres y resoluciones, todos los núcleos familiares disponen de un sedimento común que, en su propia dinámica, los aglutina y asemeja. De no ser así, sería imposible referirse a la familia como una institución. El secreto se encuentra, entonces, en percibir de qué forma el novelista, con la maza de su genio y el cincel de su estilo, trabaja sobre las particularidades de la familia que se propone contar. Los nombres epicenos, la más reciente novela de la escritora belga Amélie Nothomb (1967), coloca el foco sobre una anodina familia francesa para contar una historia de degradación moral, triunfos efímeros y una meditada venganza, que redondea con envidiable pulso una fábula poderosa sobre los vínculos afectivos. Y todo eso en poco más de 100 páginas.

Padres e hijos

Claude y Dominique, protagonistas de Los nombres epicenos, portan, ambos, nombres epicenos (aquellos que pueden utilizarse tanto en femenino como en masculino), por lo que celebran tamaña coincidencia llamando a su hija Épicène (otro nombre epiceno), en homenaje a la obra Epicene, or The Silent Woman (1609), de Ben Jonson (1572-1637). Hasta ahí lo que tiene que ver con el título, que poca relación tiene con la trama en sí, pero que conviene anotar, especialmente en una época enferma de literalidad como la nuestra, tan poco adepta a los dobles sentidos y a la ironía que laten en la sustancia misma del lenguaje.

El primer gran logro de Nothomb es la composición de los tres personajes centrales de la historia –padre, madre e hija–, presentados como una suerte de unidad, en cuya progresión se concreta el cuarto protagonista, a saber, la familia. El enamoramiento de la pareja, el dragoneo, el noviazgo, el casamiento, los inicios de la vida en común, el embarazo buscado, el parto, la indiferencia del padre para con la hija, el crecimiento de la niña, el estrecho vínculo con su madre, el colegio, el aprendizaje, etcétera, se presentan a través de finísimas capas, delgadas placas anecdóticas, casi minucias en ocasiones, que terminan dándole forma al núcleo que se vuelve personaje y acción. A través de esa suerte de álbum de fotos familiares, Nothomb, narradora sutil, conocedora de que un trazo efímero, hábilmente colocado en la historia, cuenta mucho más que páginas y páginas de devaneos argumentales, introduce en la trama el asunto de la venganza. Y cuando el lector descubre que la fragmentada puesta en escena de las vidas que ha venido leyendo se sustenta en un cuidado juego de ocultamientos, ya está entregado de lleno a la historia, hechizado de tal forma por la magia de la novelista que se deja conducir, dócil y desarmado, hacia el final de la novela.

Diálogos

El exceso de diálogos en una novela habilita a diversas lecturas por parte del eventual comentador. Algunos dirán que es un facilismo del que se vale el autor para que la acción avance sin la intromisión precisa del narrador; otros, al contrario, verán en la recurrencia al diálogo una forma de demorar o eventualmente elidir datos claves del argumento; a un tercer grupo, mayoritario quizás, no le va ni le viene el asunto y, de hecho, no piensa en estas cuestiones cuando lee una novela.

Los nombres epicenos es una novela prácticamente conversada, una suma de diálogos de variado tenor a través de los cuales la autora se las ingenia no sólo para presentar características específicas de los personajes sino para dotar de una especial velocidad al relato de todo lo que ocurre. En ese sentido, la novela incorpora elementos del género policial, pues al promediar el libro, cuando la venganza antes mencionada comienza a desbordarse por los breves capítulos, será a través del plano conversacional en que el misterio primero y la resolución después cristalicen.

Autora variada y prolífica –Higiene del asesino (1992), Los combustibles (1994), Estupor y temblores (1999), Metafísica de los tubos (2000), Ácido sulfúrico (2005), Ni de Eva ni de Adán (2007) y El viaje de invierno (2009), por nombrar sólo algunos títulos (para el resto están Google y los fondos de las editoriales Circe y Anagrama)–, Nothomb introduce chispazos de humor en los asuntos más terribles y ha sabido canibalizar diversos elementos de su propia biografía en las ficciones que llevan su firma (a modo de muestra, se puede consignar que su primera novela fue escrita a partir de la brutal muerte de su hermano a manos de un borracho). La brevedad de Los nombres epicenos es una muestra acabada de aquella máxima popular sobre los frascos de perfume y una buena patada al anaquel de todos esos libros inflados (de 600 páginas o más), que se empeñan en salir al mercado semana tras semana, como si la pulpa de celulosa no fuera un material caro y finito.

Los nombres epicenos. De Amélie Nothomb. Barcelona, Anagrama, 2020. 125 páginas. Traducción de Sergi Pàmies.