Mañana, sábado, arranca el 38° Festival Internacional de Cine del Uruguay. Las circunstancias pandémicas vuelven aún más meritorio el esfuerzo titánico de reunir y poner a disposición del público de Montevideo y de Punta del Este un total de 156 títulos de 54 países. Hay largos y cortometrajes, óperas primas y realizaciones de gente ya establecida, películas de cinematografías dominantes y de las que sólo suelen circular en festivales y muestras (un festival de cine, aparte de la apreciación del arte cinematográfico, incluye entre sus diversiones y utilidades los aspectos turístico, geográfico y etnográfico de echar una mirada a pueblos y lugares a los que difícilmente llegaremos en carne y hueso).
La programación se estructura en siete competencias: Internacional, Iberoamericana, Nuevos Realizadores, Derechos Humanos, Cine Infantil, Cortos Uruguayos y Cortos Internacionales. Predominan las películas latinoamericanas y europeas, con algún eventual ejemplar norteamericano, asiático y africano. También hay panoramas internacionales fuera de concurso: de largometrajes, de cortometrajes, una sección llamada (Con)sagrados, que consta de obras nuevas de directores súper famosos, algunas exhibiciones especiales, una sección de películas sobre música (Ensayo de Orquesta) y un subfestival (Festival Internacional de Cine Cannábico del Río de la Plata).
El próximo viernes saldrá en la diaria un artículo muy extenso comentando varias de las películas que habrá oportunidad de ver en la segunda mitad del festival. De las programadas en esta primera semana, más allá de la expectativa que suscitan varios títulos, puedo comentar un par que ya conozco, ambas imperfectas pero muy curiosas y recomendables.
Pacificado (Brasil/Estados Unidos). Esta película de asunto, entorno y apariencia cien por ciento brasuca fue auspiciada por Sundance, está coproducida por Darren Aronofsky y dirigida por el estadounidense Paxton Winters. Lo poco que sé de este es que vivió durante ocho años en la favela del Morro dos Prazeres, en Río de Janeiro, donde transcurre la historia, así que no es en absoluto ajeno a la temática que retrata. Antes había hecho un largometraje, en 2003, ambientado en Turquía. Pacificado no se parece a nada: hay elementos de acción, pero el énfasis está en los aspectos dramáticos. La estructura narrativa es rara, y cuesta definir si se trata de creatividad formal o de un planteo medio errático. Empieza como una historia de coming of age de una chica de 13 años que nunca conoció a su padre, que cayó en cana antes de que ella naciera. De pronto el padre regresa, y constatamos que sigue siendo un referente comunitario. La película parece centrarse en la composición del vínculo padre-hija, aunque pronto la piba se vuelve secundaria y todo se centra en Jaca, el padre. Es para bien, ya que la gurisa no es propiamente una actriz, mientras que el protagonista, Bukassa Kabengele, se actúa todo. Por un momento, el centro pasa a lo estructural social: la tenue pacificación propiciada por la ocupación policial durante los Juegos Olímpicos de 2016 da lugar a una reocupación de la favela por bandas violentas, mientras el municipio está en quiebra. Pero esto también queda medio de lado para enfatizar una oposición más maniquea entre líderes potenciales. El subtexto medio Robin Hood fue tildado por algunos de ingenuo, pero quizá tenga conexión con la perspectiva desde adentro de la favela, donde no suele estar en cuestión redefinir radicalmente el paradigma social, sino tan sólo buscar la mejor opción dentro de la situación de hecho, es decir, una organización en que las instituciones oficiales quedan afuera y todo se define entre los líderes comunitarios, que son también los de la organización criminal dominante. Se pone en juego la opción entre un déspota usurpador (como Little John) y la reinstauración del líder justo depuesto (amalgama de Ricardo y Robin Hood). Hay un par de planos memorables (los fuegos del cierre de los Juegos Olímpicos y la visión vertiginosa de la escalera que sube el cerro). El reparto incluye a una reliquia viviente, Léa Garcia, que había estrenado en la actuación en Orfeo negro (¡en 1959!). (Domingo 22 a las 20.00 en el Life Punta Carretas; martes 1º de diciembre a las 18.00 en Cinemateca).
La gomera (Rumania/Francia/Alemania), dirigida por Corneliu Porumboiu, transcurre entre Bucarest y la isla canaria del título. Es un policial noir rarísimo, que aparte de una historia llena de vueltas de tuerca, traiciones y otros juegos entre policías y mafiosos, y entre unos mafiosos y otros, está contado con los tiempos todos barajados, de modo que tenemos que descifrar los misterios y volteretas de la anécdota, pero también los huecos que expresamente nos va dejando la trama. Como siempre en Porumboiu, hay elementos de humor quirky, pero son tan sutiles que quizá algunos espectadores, sobre todo los que no tengan familiaridad con esa modalidad del cine rumano, no lleguen a percatarse de que se trata de humor. El personaje principal es un señor pelado apagadísimo, y termina metido con una mujer que, si no es la más espectacular del planeta, anda cerca (Catrinel Marlon). Más que la historia en sí misma, la película vale por el interés formal, por el ingenioso juego de motivos (el silbo gomero, la ópera, el hotel, los colchones forrados de plata, la madre ortodoxa, la jefa policial muy viva, las cámaras de espionaje), por los rumbos torcidos de la narración y la cinematografía precisa de Porumboiu.
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