Hace medio siglo Paul McCartney andaba medio podrido y revirado ante la inminente ruptura de The Beatles y dijo “ya fue”. Acto seguido, se dejó de pavadas y casi en secreto grabó un disco en su casa de Londres, en el que tocó absolutamente todo lo que se le ocurrió, haciendo gala de sus sobradas aptitudes multiinstrumentales ‒contó con alguna colaboración vocal de su esposa de ese entonces, Linda Eastman‒.

El álbum resultó ser el primero que editó como solista, se llamó simplemente McCartney y es uno de los máximos ejemplos de lo que se suele considerar lo-fi: una producción mínima ‒por no decir rudimentaria‒ y casera, sin vueltas, décadas antes de que cualquier hípster de camisa a cuadros y barba prolijamente desprolija creyera que inventó la pólvora con todo el autobombo do it yourself que rodea al indie.

En aquel debut era imposible no encontrar obvios ecos de los aires crudos del “Álbum blanco” (1968) de The Beatles, en el que las individualidades del cuarteto estaban bastante delimitadas y la producción era más austera y seca. De hecho, algunas de las canciones de McCartney pueden escucharse perfectamente pegadas a algunas de las del doble álbum beatlero sin que se noten diferencias estéticas ni sonoras. Es así que en el debut de Paul encontramos diversas intensidades de folk en de “That Would Be Something”, “Every Night” y “Junk”, y rocanroles como “Oo You” y “Momma Miss America”.

Una década después, en 1980, luego de grabar varios de sus mejores discos con Wings ‒en particular, el brillante Band on the Run‒, el ex beatle volvió a lamerse solo y lanzó McCartney II, en el que también grabó en forma casera todos los instrumentos ‒y, cuándo no, Linda le aportó algún coro‒. En su segundo disco como solista solo McCartney coqueteó con géneros que estaban de moda o a punto de estarlo. Para muestra está el electropop de “Temporary Secretary” y el synth-pop de “Front Parlour” y “Frozen Japanese”.

50 años después del primero y a 40 del segundo, con un evidente ojo puesto en los números redondos, el viejo y querido Paul dio a conocer McCartney III, el sucesor de aquellos dos, también grabado a solas en su casa ‒le sacó jugo a la cuarentena británica‒ y tocando todos los instrumentos ‒pero sin los coros de Linda, por obvias razones‒. En el terreno del estilo y los géneros, el disco recorre más que nada los caminos de aquel álbum debut, con bastantes canciones de corte folk y un par de buenísimos rocanroles.

El principio y el final

Lo primero que llama la atención al comparar McCartney I y McCartney III es el sonido, por la clara diferencia inherente a los 50 años que pasaron entre uno y otro. La tecnología disponible en la actualidad para grabar en forma casera ‒y más si uno es Paul McCartney, que tiene todo a disposición‒ es muy superior a la que había hace medio siglo, ya no en la casa de un músico de clase A sino en cualquier estudio hecho y derecho. Esa diferencia queda bien marcada, más que nada, en algunos efectos ‒reverberaciones a gusto‒ y procesos de sonido que hay en este nuevo disco ‒compresiones varias‒, que denotan un encare más digital que analógico.

Esta estética de producción calza justo con la música, porque McCartney III no es una revisión nostálgica de McCartney ni mucho menos un ejercicio vintage; no es Paul viviendo del ayer sino haciendo lo que sabe, para hoy y pasado mañana. Acá no hay folk y rock de 1970 sino de 2020. No es un músico de 78 años haciéndose el rocker, sino un señor rockero dejándose llevar, sin poses ni gestos para la tribuna, porque a esta altura del campeonato no se va a andar disfrazando ‒no lo necesita, vamos‒.

Entonces, nos topamos con cosas como “Slidin’”, que arranca con un riff denso y podrido y una sucesión de dos golpes de batería que avisan “acá estoy yo”. Es una canción atronadora que suena como The Black Keys, si ese dúo yanqui fuera mejor de lo que es. “Sé que debe haber otras formas de sentirse libre, / pero esto es lo que quiero hacer, quien quiero ser. / Cada vez que lo intento siento que puedo volar / pero sé que podría morir intentándolo”, canta Paul, con esa voz inmortal, un color fundamental del paisaje de la segunda mitad del siglo XX ‒y lo que va del XXI‒.

A McCartney le sobra oficio en esto de la cultura pop, y por eso en 45 minutos dosifica con maestría los diferentes estilos que toca. Dos minutos y medio le bastan para mandarse un boogie-woogie ganchero como “Lavatory Lil”, y no precisa más de cuatro para el pop luminoso en clave “paz y amor” de “Find My Way”: “No solías tener miedo de días como este / y ahora estás abrumada por tu ansiedad. / Dejame ayudarte, / dejame ser tu tipo. / Te puedo ayudar a alcanzar el amor que sentís adentro”.

Como si fuera poco, en el medio del disco está “Deep Deep Feeling”, una pieza de ocho minutos y medio bastante experimental y colgada; un caleidoscopio de sonidos y sensaciones que sin dudas es el tour de force del álbum, porque McCartney desplegó todas sus personalidades musicales ‒se destacan los coros‒ como si no hubiera otra oportunidad para hacerlo. Es un viaje que empieza a bordo del piano y luego se va recargando, volviéndose más atmosférico, para envolvernos en una nube onírica, donde está ese profundo, profundo sentimiento.

En McCartney III sobrevuela la sensación de cierre de un ciclo, de vuelta al inicio, y aterriza en la pista del propio disco, ya que empieza con “Long Tailed Winter Bird”, un folk sobrecargado, con un leitmotiv obsesivo que aparece al principio de “Winter Bird / When Winter Comes”, la que cierra el álbum. Esta última canción es un folk pelado e íntimo, sólo a guitarra y voz, que está más cerca del McCartney de McCartney. Nadie sabe ‒capaz que ni el propio Paul‒ cuáles son los planes del ex beatle. Si nunca más saca un disco, este sería el cierre perfecto de la carrera de un tipo que hizo algún que otro aporte a la música. ¿Nocierto?