El 2003 fue un año insospechadamente crucial para el cine coreano; uno en el que se estrenarían tres películas-anzuelo que la cinefilia mundial engulliría como el más voraz pez carpa: Memories of Murder (Bong Joon-ho), Oldboy (Park Chan-wook) y Primavera, verano, otoño, invierno... y otra vez primavera (Kim Ki-duk). A primera vista, los tres films no podrían ser más diferentes: mientras que la temprana obra maestra de Bong Joon-ho funcionaba como la minuciosa construcción de un universo regional y policial tan sórdido como deprimente –y que serviría de base a Zodiac (David Fincher, 2007)–, Oldboy no sería la primera, pero sí la más condensada, pulida y efectiva de una serie de obras marcadas por una violencia ligeramente filosófica y altamente estilizada que cincelaría a martillazos el perfil del nuevo cine coreano.

Comparada con estos juggernauts cinematográficos, la película de Kim Ki-duk parecería una pieza silenciosa y modesta, muy lejana del multitonal, hiperquinético, explosivo (y caro) cine de sus dos compatriotas. Una historia estructurada como una morosa sucesión de aprendizajes budistas sobre la vida de una persona que atraviesa niñez, adolescencia y adultez, trazada por el arco existencial de autodescubrimiento, pecado, autorrenuncia, sacrificio y renacer que marcan las estaciones del año. Sin embargo, detrás de la algodonosa capa zen de Primavera, verano... habitaba ya el universo intrincado y muy lejano de lo plácido que compone el cine de Kim Ki-duk.

Fiel a la temática que domina gran parte de su obra, la historia permanece íntimamente ligada al drama de los impulsos sádicos y destructivos que dominan al hombre. En la película, el niño protagonista aprende en carne propia el peso (literal) de la culpa por infligir daños a otros seres vivos, pero lejos de asumir el aprendizaje como un dique moral inequívoco e inescrutable, atraviesa su vida cometiendo otras infracciones cada vez mayores, hasta terminar en el femicidio de su pareja. Kim Ki-duk no le suelta la rienda al personaje, no lo deja morir en su culpa o en un eventual castigo: con la misma serenidad del maestro que lo vuelve a recibir en ese monasterio flotante, acompañamos al protagonista en un proceso de redención que señala una condición casi circular de dolor, sacrificio y sanación inusual para las sensibilidades occidentales.

Primavera, verano..., aun con un crimen y varias otras muertes dentro y fuera de escena, configura, junto a Hierro 3 (estrenada sólo un año después), el costado más sereno y, hasta podría decirse, optimista, del cine de Kim Ki-duk.

A pocos días de su muerte (a causa de complicaciones vinculadas al coronavirus), es difícil, pero necesario, volver al sentimiento de descubrimiento que por aquellos años iluminaban la carrera de un director que, más allá del León de Oro recibido por Pietà (2012) en el Festival de Venecia, en su última década estuvo azotado por escándalos mediáticos, denuncias de acoso sexual y retiro de apoyo financiero a sus proyectos.

Y es que para cualquier persona que durante la primera década del 2000 haya tenido cierta cultura cinéfila, Hierro 3 (2004) era una de las cinco películas que servían para iniciar conversaciones en videoclubs, era ideal para parecer sofisticado y romántico en una cita con empanadas y vino, y era el dvd de cabecera para poner en clases de la Facultad de Psicología o de Humanidades (porque era una obra tan amplia que servía para hablar de lo que al profesor le diera la gana). Y, más que nada, Hierro 3 también era la película de los que querían hacer de cuenta que sabían de cine, lo mismo que fue Kynodontas (Yorgos Lanthimos) en 2009, lo mismo que es Parasite (y la rueda coreana pega un nuevo giro) en tiempos actuales.

Pero más allá del hype, hasta el día de hoy se puede encontrar en Hierro 3 la destilación más pura –y sutil– de todo lo que define el estilo de Kim Ki-duk. Tenemos al héroe desclasado (clásico del cine del director, obsesionado por personajes expulsados o autoexcluidos del entramado socioeconómico) que vive de forma errabunda, dejando flyers de un restaurante en los pestillos de casas e ingeniándoselas para entrar en aquellas que, con la permanencia de esos papeles intocados, evidencian estar temporalmente deshabitadas. Dentro de las casas, el silencioso muchacho sólo se asea, se alimenta y, de paso, se da maña para arreglar lo que aparezca averiado (algo que parece una salpicadura biográfica de Kim Ki-duk, que trabajó parte de su vida en diversos oficios mecánicos y arreglaba y construía maquinaria propia –incluso armas, aspecto que le generó más de un lío con la Policía–). El único botín de guerra es sacarse fotografías en los livings: una pequeña celebración vindicativa de su ingenio por fuera del sistema económico. Es así que, por equivocación, irrumpe en una casa todavía habitada y se topa con una mujer abusada, en cuyo silencio se gesta una especie de conexión inmediata. Ambos abandonan la casa e intentan establecer una vida juntos, alternando entre estos sitios abandonados pero suntuosos a los que no pueden pertenecer.

Entre los elementos insignes del director está el peso del silencio, no sólo como premisa narrativa, sino como marca de una especie de rebelión muda de los protagonistas: en varias de sus películas, como Bad Guy (2001), The Isle (2000) y Breath (2007), el silencio es casi un gesto político, a veces con un mutismo autoprovocado por medio de mutilaciones.

Esta idea de autoexclusión entronca a la perfección con la de las personas que se asumen como sombras y que siguen a personajes sin ser observados. Este elemento ya pasa de ser un tópico para convertirse en un dispositivo: en casi todos los films de Kim Ki-duk hay personajes que siguen a otros y que no son vistos, aun cuando la cercanía es alevosa (el maestro budista que observa al niño cometer sus faltas en Primavera, verano..., la señora que sigue a su supuesto hijo extorsionador en Pietà, el esposo que persigue a su mujer –y el jefe de la prisión que la monitorea por las cámaras de prisión– en Breath, de 2007, el tipo que sueña lo que otra chica actuará como sonámbla en Dream, del mismo año, o el mismo Kim Ki-duk que persigue por Europa a la protagonista de Amen, de 2011). El punto paroxístico de esto se da en Hierro 3, en donde el protagonista llega a una dimensión casi metafísica de invisibilidad en la que resuelve vivir el resto de su vida en la misma casa del esposo abusivo de su amada, ingeniándoselas para permanecer siempre fuera de su vista.

Esta cercanía casi invasiva parece hablar tanto de una posición sádica y voyeurística del director como de la idea de ese punto frágil y a la vez poderoso que rodea a las personas que logran escapar a la vista de un sistema que las rechaza y desprecia. Todo el cine de Kim Ki-duk está marcado por esta especie de resentimiento, algo que funciona como una pieza clave del sentir de una Corea hiperindustrializada a costa de generar profundas grietas en las placas tectónicas de lo social.

Revisitando Hierro 3 uno percibe que es como la Piedra Rosetta para entender el resto de sus films. Es la película que concentra de mejor manera todo su universo simbólico, el film más contenido de violencia y a la vez el más metafóricamente calibrado. El cine de autores como Park Chan-wook, Bong Joon-ho e Im Sang-soo nunca se caracterizó por la sutileza de los mensajes. La idea base se percibe de inmediato y, a partir de esa columna, se construye el resto de un esqueleto en el que predominan lo pirotécnico, lo irreverente o descacharrante. Kim Ki-duk, aun siendo un cineasta de más bajo perfil en su despliegue de producción, tampoco es ajeno a esto. Sus películas siempre parecen encontrar esa metáfora base e ir hinchándola como el hígado de un ganso con el que se pretende hacer foie gras. En su esquema, casi siempre dos personajes se encuentran por una pulsión que los acerca y los destruye, y se juegan el todo por el todo a esa carta. Así, en El tiempo (2006) la protagonista se somete a operaciones estéticas cada vez más intrusivas, en La isla (2000) los dos amantes dolorosísimamente se tragan o se meten anzuelos que metaforizan su “enganche”, y en Dream ambos personajes intentan mantenerse despiertos por medio de autolesiones. Por momentos estas metáforas se sienten como una idea subrayada tantas veces que atraviesa el papel, como una poesía metida a las patadas en la que los personajes parecen pobres mártires de los devaneos filosóficos de su autor. Quizás el principal problema de Kim Ki-duk es que mientras las metáforas hipertrofiadas de sus compatriotas siempre parecieron tener algo liviano, algo accesorio a lo que importa de verdad (los múltiples giros tonales, las bizarreadas y lo visualmente emocionante), en su cine siempre hay un ambiente más grave y autoindulgente.

Siempre hubo en Kim Ki-duk un aire un poco terraja en el uso de las imágenes poéticas –que mucha gente, en su momento de mayor reconocimiento, compraba como chorizos–, que de alguna manera envejeció un poco mal. Después aparecieron las denuncias post #MeToo, que agregaban oscuridad a su muchas veces gratuita y controvertida forma de maltratar a sus protagonistas mujeres en cámara.

Sin embargo, uno vuelve a Hierro 3 y todo lo poético fluye y flota en el aire con la misma ingravidez de sus protagonistas. No estoy seguro de si sería el film por el que Kim Ki-duk querría ser recordado, pero es sumergirse de nuevo en la película y, de golpe, mucho del dolor desaparece. Kim Ki-duk, el niño de una familia que lo mandó a trabajar desde chico en los mismos trabajos fabriles que destruyen emocional y físicamente a los protagonistas de sus películas. Kim Ki-duk, el adolescente que, para escapar del yugo de sus padres, se inscribió en la Marina, donde sería continuamente abusado e incluso, en una ocasión, falsamente juzgado y torturado. Kim Ki-duk, el adulto que antes de dedicarse al cine pasó varios años de su vida en Europa como artista callejero, aprendiendo a volverse la sombra en que se convierten varios de sus personajes. Uno ve Hierro 3 y querría decirle que ya todo aquel enojo se fue, que ya está, que ahora sólo resta descansar.