Sentado bajo el sol de diciembre, sintiéndome por una vez disculpado por haber dejado que otro año se me escurra entre los dedos, recuerdo otro sol y otra paz similares, en ese caso al final de un viaje y al comienzo de un año. Era mi primera excursión de mochilero en solitario, y mi mes de vagabundeo por el sur argentino al final del verano estaba llegando a su fin en un hogar al pie del Piltriquitrón, en El Bolsón. Había llegado ahí como fui y vine durante todo el viaje, siguiendo libremente las pistas que me dejaban los encuentros propiciados por estar viajando solo, y por lo tanto abierto a cada interlocutor.

Aunque ha pasado mucho tiempo desde entonces, no necesito cerrar los ojos para recordar los detalles de esa ventana, esa cocina, ese hogar que me recibió al final de ese recorrido estival, escuchando las historias del dueño de casa, que me contaba cómo lo había construido todo con sus propias manos, madera tras madera, baño con agua fría tras baño con agua fría, fuera invierno o verano. En el medio de esas evocaciones de desayuno, mi anfitrión me contó que había sido periodista, fotógrafo más específicamente. Y que había sacado fotos, entre otros eventos, durante el Cordobazo. Terminamos esa mañana en un cuartito donde guardaba sus cachivaches –porque supongo que así eran consideradas tanto su colección de revistas como sus negativos, que compartían espacio con aparatos rotos y ruedas oxidadas–, repasando hojas amarillas e imágenes impactantes, que recordaban que la historia se hace, no viene hecha.

La culpa de este recuerdo la tiene, cuándo no, un obituario que acabo de encontrar repasando los diarios, que me trae un nombre que yo no conocía, el de Bruno Barbey, un fotógrafo que durante más de medio siglo inmortalizó toda clase de eventos históricos para la agencia Magnum, de la que supo ser, en la segunda mitad de los 70, su vicepresidente europeo, y durante la primera mitad de los 90, presidente de asuntos internacionales. Veo impresionantes imágenes de la Guerra del Golfo de 1991, por ejemplo, fotos también de la Italia de los años 60, aún tan neorrealista. Pero quienes lo recuerdan coinciden en que sus mejores fotos, las que lo hicieron quien supo ser, fueron las que sacó en París durante mayo del 68. Fueron las fotos de un francés nacido en Marruecos y crecido en Tánger las que recorrieron el mundo mostrando aquella revuelta que, de tan realista, pidió lo imposible.

Barbey tenía 25 años por entonces, y alguna vez recordó que, si bien había marchas en todo el mundo por aquellos años, mientras que las que había en Estados Unidos eran contra Vietnam, lo que sucedió en las calles de la que era por entonces su ciudad fue un intento de cambiar realmente la sociedad. “Me acuerdo de los estudiantes intentando explicarles sus ideas a los obreros en las puertas de las fábricas”, evocó. “Antes de salir juntos a tirar piedras”. También contó que con Henri Cartier-Bresson terminaron comprando cascos para protegerse de esas piedras que iban y venían. Y que al comienzo pudieron sacar fotos tranquilamente, pero cuando las fotos que terminaron en la revista Paris Match denunciaron la represión, los policías empezaron a cazarlos para sacarles las cámaras y los rollos. Y cuando los manifestantes descubrieron que las autoridades buscaban los rostros en las fotos publicadas para ir a arrestarlos, comenzaron a escaparse también de ellos. A pesar de todo, aquellas fotos no sólo recorrieron el mundo, sino que también lo inspiraron, y aún hoy resuenan en cada levantamiento urbano. Por eso es que recorriendo las imágenes de Barbey –que murió la semana pasada con 80 años, en su hogar al norte de Francia– en los obituarios es que recuerdo las que me mostró mi anfitrión durante aquellos días en El Bolsón, confirmando sus filiaciones.

Esa mañana de desayuno tardío de fin de recorrido, lo que me llamó la atención fue justamente una foto del Cordobazo, enmarcada en la pared. Pregunté por ella y ahí comenzaron las historias de quien –descubro hoy, revolviendo unos viejos cuadernos– se llamaba Nilo Silverstone. Ahora, tres décadas más tarde, lo busco a él en las redes, y me entero de que era cordobés y también andinista, y que cubrió la revuelta para la revista Siete Días Ilustrados. “Era el mejor fotógrafo de Córdoba”, leo por ahí entre quienes lo evocan, siempre con cariño. “Fue el que hizo la foto del tipo tirando la piedra, que recorrió el mundo”, precisan. Pero hay otro dato que me impresiona: murió ese mismo año en que lo hice hablar de su trabajo, de sus fotos, del Cordobazo, en que incluso nos abrimos un vino cuando el desayuno se hizo almuerzo, y brindamos cuando descubrimos que habíamos nacido en la misma fecha.

Hay que brindar entonces, brindar por Barbey y sus fotos de París en el 68, por Nilo y su tipo tirando la piedra en Córdoba, al año siguiente. Brindar por los comienzos del camino, y también por los finales, y por las antorchas que pasan de mano, por los encuentros, las despedidas y las casualidades. Y brindar también por los días que no se escapan sino que se viven y siguen vivos, esperando su brindis y el piedrazo para hacer esa historia que siempre se hace y no viene hecha.