Ciudadano Kane es el vórtice devorador de una sucesión de maldiciones. Es, en primera instancia, una historia maldita sobre un hombre hambriento de poder que, incapaz de volver a tener lo que una vez perdió (porque en el trayecto se perdió a sí mismo), destruye y consume todo a su alrededor. Ciudadano Kane también es la maldición de Orson Welles, un director de cine demasiado fascinante y fascinado con su legado de genialidad, que hizo la película con la vocación de un héroe griego que les roba el fuego a los dioses. Y Ciudadano Kane también es la maldición de William Randolph Hearst, un hombre que logró vengarse en vida por la forma en que fue retratado (se dice que su mano huesuda tuvo mucho que ver en la pérdida de apoyos y expulsiones del cuarto de edición que asolaron la vida artística y personal de Welles), pero que nunca lograría exorcizarse del mito que la película construyó a su alrededor.

Ciudadano Kane también es la maldición de otros crímenes de hybris, ocurridos casi 30 años después de su estreno: el de una crítica afamada, brillante y despiadada (Pauline Kael) que se lanzó a investigar y escribir una historia paralela (Raising Kane, 1971), según la cual el autor del guion no habría sido Orson Welles sino otro, Herman Mankiewicz. Las razones de Kael para emprender la antihagiografía wellesiana iban más allá de lo personal: atacar a Welles no era atacarlo a él, sino meterse con uno de los mitos fundantes, el becerro de oro de un montón de críticos (enemigos de ella) que promulgaban una teoría del autor sostenida alrededor de la imagen del director. Sin embargo, Peter Bogdanovic primero y Robert . Carringer después mostrarían no sólo los errores historiográficos de Kael, sino la falta de criterio y auténtica mala leche que hubo en una investigación que dejaba afuera todo lo que refutaba su teoría, incluso negando colaboraciones que fueron fundamentales en su estudio. Kael fue tan responsable de sembrar en el imaginario popular la teoría conspirativa de que Welles no tuvo mucho que ver en la escritura de Ciudadano Kane (mito que nos lleva a esta película) como de cimentar su propia caída en desgracia, de la que nunca llegó a recuperarse del todo.

En Mank, David Fincher se mete a navegar por la espiral descendiente de este gigantesco Maelström para buscar el tesoro que subyace en el lecho oceánico.

Es David Fincher y sabe lo que hace: podemos ver en cada plano las grimmianas migajas de su perfeccionismo, como ese minucioso y apenas perceptible movimiento en espejo que establece alrededor de todos sus personajes, o el insigne esquema de diálogos en que cada miembro del elenco parece subir la apuesta de quién es más perspicaz y profundo, o la cualidad de ahondar en el CGI para lograr texturas curiosamente suntuosas. Gary Oldman también sabe lo que hace: su actuación, que alterna entre lo fascinante y lo exasperante, con un personaje ocurrente, mordaz, autolesivo, sorete, bondadoso, torpe, justiciero y egoísta, conforma el McCombo Super de todo lo que los Oscars suelen pedir; el tipo podría actuar toda la película con el mismo vestuario que usó para retratar a Churchill en La noche más oscura (2012) y posiblemente nadie ‒excepto Fincher‒ se daría cuenta.

Mank intenta ser el rescate de Herman Mankiewicz y la manera en que (él solo) escribió Ciudadano Kane durante una cansadora estadía en un rancho. La película, tal como Ciudadano Kane, va de adelante hacia atrás, con flashbacks y flashforwards que intentan conformar un gran friso sobre la realidad de un ambiente cinematográfico dominado por los grandes estudios, un retrato entre romántico y cínico sobre la magia y las mentiras que sirvieron de andamios para los años dorados de Hollywood. Y, a su vez, Mank es un ejercicio histórico en el que se trazan las razones “verdaderamente” políticas que impulsaron a Mankiewicz a escribir un guion que desataría la furia de quien en un tiempo supo ser su protector.

El problema principal es cómo me puede interesar esto cuando sé que es bastante falso. Hay algo no tan perverso como fútil en plantear una biopic en que gran parte de lo contado no ocurrió así (en esta categoría, Bohemian Rhapsody es el caso más extremo e irritante). Si bien la verdadera y fluida dinámica creativa entre Welles y Mank está documentada, lo más ridículo de Mank no es cómo Fincher le compra carne podrida a Kael, sino el barniz político con que se intenta pintar la persona del escritor y varios sucesos que lo rodearon. Si bien era un antinazi, hay pruebas de sobra para saber que Mankiewicz no era un hombre volcado hacia las ideas de Upton Sinclair (era ferviente en su antisindicalismo) y mucho menos hacia el socialismo.

En esta dinámica, el principal pecado de Mank es querer ser una historia tan anclada en la nostalgia de los good old times del cine hollywoodense como en la tensa posverdad de los tiempos actuales. En este sentido, gran parte del subtexto político de la vida del protagonista (sin ningún sustento histórico, a veces inventándose personajes que no existieron) está orquestado como una suerte de crimen originario que funciona a modo de embrión de las fake news que nos asolan hoy en día. Mankiewicz ‒en una charla que nunca ocurrió‒ le escupe a Thalberg que el Partido Republicano no necesita su apoyo, que si su estudio puede volver verosímil a un mono del tamaño de King Kong, no tendría complicaciones para hacerle creer a la gente que el candidato demócrata es vil y peligroso. Si la película hubiese sido dirigida por Spike Lee, en el epílogo tendríamos imágenes de Fox News y Donald Trump.

Sin embargo, el problema principal de Mank es la medida en que todas las backstories y subtramas terminan muriendo antes de nacer, conjugándose como una maraña que no se encastra del todo en lo narrativo. Hay en Mank un exceso de información que por momentos se siente como quien entra por equivocación a un casamiento al que no fue invitado y de golpe se encuentra asediado por un montón de chismes e infidencias de gente que no conoce: no sólo no sabe de quién se habla, sino que tampoco le importa. Este es quizás el error más sorprendente de la película, sobre todo si tomamos en cuenta que Fincher siempre fue excelso en la forma de manejar torrentes importantísimos de información sin hacernos perder jamás el interés. Se dice tanta cosa ‒y tan poca tiene efecto final en la trama‒ que la opción más legítima hubiese sido subrayar lo bizarro de este exceso de información (como lo hacen Inherent Vice, de Paul Thomas Anderson, o ‒mejor‒ Under the Silver Lake, de David Robert Mitchell) y tirarse por un retrato estrafalario. Sin embargo, nada de eso funciona y Mank termina convirtiéndose en otra víctima del mito Kane, un fuego capaz de devorar mil trineos.

Mank. Dirigida por David Fincher. Estados Unidos, 2020. Netflix.