A pesar de que habían pasado décadas, el asombro que Bernal Díaz del Castillo sintió ante el primer contacto con el valle de México no se había empañado ni una pizca, y desde su retiro senil en la ciudad de Santiago de Guatemala (hoy La Antigua Guatemala) fue recreándolo de forma minuciosa en la Historia verdadera de la conquista de La Nueva España (terminada en 1568 y publicada en 1632), volumen imprescindible para entender la historia de México y América Central. Bernal, el soldado español que sustituyó las armas por la pluma, se sorprende ante la fisonomía y el don de gentes de Moctezuma; lo describe como un tipo que, a diferencia de los europeos, se bañaba todos los días y vivía rodeado de mujeres. Luego se muestra impresionado por la cantidad y la variedad de comida y herramientas en su palacio: “abundaban las tortillas amasadas con huevo, yerbas llamadas tabaco, además de muchísimas armas: hay macanas, navajas, arcos, flechas, y piedras rollizas hechas a mano, todos muy labrados y con plumas de colores y chalchihuites”.

El asombro aumenta en cada página y alcanza el máximo cuando la expedición española sale a conocer la plaza mayor de camino al adoratorio de Huichilobos. La lista de objetos que llaman su atención es tan larga como excelsa: “No habíamos visto tal cosa y quedamos admirados de la multitud de gente y mercaderías. [...] Oro, plata, piedras ricas, plumas y mantas y cosas labradas; mantas de henequén y sogas, cotaras, cueros de tigres, de leones y de nutrias, de venados y de otras alimañas; frisoles, chía y otras legumbres y hierbas. Hay gallinas, gallos de papada, conejos, liebres, venados y anadones, perrillos y otras cosas. Tinajas y jarrillos. Vendían también miel, melcochas, nuégados y canoas”.

La marea de lenguas que, aun sin reconocerlas, sonaban diferentes termina intimidando a los soldados que “ni estando en Roma y en Constantinopla, y que plaza tan bien compasada y con tanto concierto, no la habían visto allí”. Tampoco pudo olvidar, a pesar de los años, el tufo a sangre y corazones quemados a los pies del templo después de los sacrificios.

Vuelvo a pensar en Bernal al leer que la iglesia mexicana canceló la festividad de la Virgen de Guadalupe, la mayor peregrinación católica en el mundo, y decidió mantener cerrado el templo durante toda la temporada. El culto a la Virgen Morena (Tonatzin en idioma mexica), cuyo santuario ha sido construido tres veces en el monte Tepeyac, al norte de la capital mexicana, va más allá de lo religioso. Es una peregrinación que involucra a todo el país y se extiende a América Central y Estados Unidos.

Mi primera visita a la ciudad coincidió con un 12 de diciembre, día dedicado a la Virgen. Después de varias semanas bebiendo tequila en Guadalajara, agüita amarilla en Sayulita y mezcales de todos colores en Guanajuato, tuve que abandonar un taller improvisado sobre la narrativa de Jorge Ibargüengoitia en la barra de El Incendio, su favorito en esta ciudad. A la medianoche del 12 tomé el bus hacia la capital y llegué a México amaneciendo para ver la salida del sol en las ruinas de Teotihuacán. Ese día supe que el desierto, quemante al mediodía, puede ser helado cuando el sol sale o se pone. Volví al centro de la capital a la hora del almuerzo, siguiendo el consejo que recibí varias veces: no ir a la basílica a primera hora sino entrada la tarde, cuando muchos peregrinos se han marchado, porque su objetivo principal es cantar “las mañanitas” a la medianoche del 12.

La caminata desde la estación del metro sigue siendo multitudinaria, me arrastro aun sin dar paso. La avenida que lleva a la explanada está abarrotada de ventas. Además de los habituales tacos, tortas de quesillo y aguas frescas, ambas aceras están inundadas de ventas de estampas de la Virgen en todos los tamaños. Hay mariachis, tríos, marimbas y equipos de sonido con toda clase de música, camisetas, sombreros, chales, bolsas de mandado con estampas de la Virgen y lentes de sol; chivos, gallinas y otros animales de patio. Se ven esculturas tan pequeñas que caben en la mano hasta otras de tamaño natural, caballitos con sombrero charro para tomarse fotos montándolos y arreglos florales de todos colores. Entro al santuario para apreciar el manto de Juan Diego, donde se imprimió en 1531 el retrato a cuerpo completo de la Guadalupana, y vuelvo a la plazuela exterior a presenciar decenas de bailes tradicionales de todas las regiones del país. Se destacan entre miles de fieles los danzantes otomíes de san Jerónimo Acazulco, Morelos, quetzales de Puebla, chinelos de Tlacayapan, tecuanis de Guerrero y, desde luego, los danzantes aztecas de la capital o concheros, llamados así por las conchas que portan en las muñecas y tobillos para acompasar sus movimientos. Estos se distinguen de lejos por sus penachos de colores, por bailar semidesnudos con el cuerpo teñido y por sus instrumentos originales: huehuetl, teponaztli, ayacactli y ayoyotes.

La tradición de bailar en honor a la Tonatzin es algo muy anterior a la llegada de los españoles, que solamente redirigieron el culto ancestral a las deidades cristianas. Los indígenas comprendieron que la única manera de honrar a sus muertos era enterrándolos debajo de los nuevos templos católicos, haciendo creer a los españoles que el culto estaba dedicado a sus santos, con lo que ambas partes quedaban satisfechas.

La cancelación del evento, que el año pasado recibió 15 millones de visitantes en las dos primeras semanas de diciembre, es algo que sorprende pero que ha pasado antes. Hay datos del cierre de la basílica entre 1926 y 1929, durante la guerra cristera que tanto alimentó la imaginación de Juan Rulfo.

Es doloroso que un pueblo se vea privado de sus devociones. La pandemia puede verse como la rúbrica al proceso de mutilación de la memoria y la identidad que cada vez se va mostrando más incisivo. Este año el único consuelo para millones de fieles mexicanos será presenciar por redes sociales los conciertos de las estrellas convocadas, o revivir los videos de años pasados con Juan Gabriel, Vicente Fernández o Lucerito, mientras todos vislumbramos cómo en 2021 y los años siguientes seguiremos viviendo, cada vez más, por vía virtual.