Desde lejos, con la columna en escalera (la grada de atrás incrustada en los riñones y la propia demasiado ancha como para apoyar los pies cómodamente en la de abajo). Desde lejos, con seis o siete años transcurridos desde la última vez en un tablado y 40 desde la primera (aquel debut de Los Diablos Verdes). La murga más nueva de este carnaval se llama Un Título Viejo y desde lejos no se tiene idea de qué significa eso en un febrero en el que no hay Patos Cabreros ni Contrafarsa, ni parece tener sentido aquella rivalidad entre los conjuntos de la Unión y los de La Teja.
Desde lejos sólo se recibe el golpe, como de turbina de avión, que siempre se recibe en el medio del pecho apenas el director hace el mudo gesto enérgico y se desborda, en afiatado torrente de voces, la presentación. No es el lírico crescendo de un aria de ópera ni la frase masticada de la música portuaria, llámese tango o fado, ni el quejido del cante jondo, aunque tenga algo de todo eso. Es un coro de murga, y un coro de murga genera ese subidón en el primer contacto. Luego puede ocurrir que se apague en el acostumbramiento, en la búsqueda de la complicidad con el lugar común y el chiste rápido, que huya deslizándose por las canteras en bajada de la sensiblería. O puede que no.
Desde lejos no se identifican los rostros pintados, y el vestuario parece un manojo de papel crepé. “Atención que la función ya va a empezar, arrímese”, dicen, en ese renovado “buenas noches, auditorio”, que no pierde su imán más allá de ser eternamente repetido, con unas palabras o con otras. “El tablado como un espejo”, dicen. ¿De qué? Desde lejos no se nota con claridad. Una voz solista tiene ese temblor alto del Canario Luna. “Llegaaamos, estrenando nuestra nueva piel”. Y al decirlo, se van. Sólo quedan dos integrantes en el escenario, más el director. Vuelven los demás, y ahora desde lejos parecen sotas de la baraja, con esas calzas de pajes medievales. De a poco, la voz, la letra, la escena, el humo, el ruido, los ómnibus, y el llanto de la niña que en la grada de abajo ha visto cómo su algodón de azúcar acaba de rodar por el piso, van volviéndose un magma único, hipnótico, en el que flota la espiral colectiva del ADN de la ciudad. La murga gana complicidad con ese auditorio que no podría decirse que abarrota pero sí que puebla, sin demasiados claros, el tablado Primero de Mayo.
Desde lejos parece que el momento que sigue al cuplé de “los millennials” va a ser una tontería esquemática, para colmo, cantada con el ritmo de la bailanta “Fuiste”, de la argentina Gilda, y, sin embargo, actúa como una corriente eléctrica que tensa el tendido nervioso que atraviesa las sillas de plástico y las gradas incómodas. Es la prueba técnica para el sacudón que vendrá con la retirada, que seguirá exprimiéndole el mejor sentido a la palabra “panfleto”, retirada que dedican a la pasión militante. Desde lejos no se ve lo que pasa cuando la murga cumple con su ritual de bajar del escenario y mezclarse con el público, pero el estruendo sugiere la apoteosis. Desde lejos.