“Hay un cuadro de Paul Klee llamado Angelus Novus. En ese cuadro se representa a un ángel que parece a punto de alejarse de algo a lo que está mirando fijamente. Los ojos se le ven desorbitados, la boca abierta y las alas desplegadas. Este aspecto tendrá el ángel de la historia. Él ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde ante nosotros aparece una cadena de datos, él ve una única catástrofe que amontona ruina tras ruina y las va arrojando ante sus pies. Bien le gustaría detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destrozado. Pero, soplando desde el Paraíso, la tempestad se enreda entre sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede cerrarlas. La tempestad lo empuja, inconteniblemente, hacia el futuro, al cual vuelve la espalda mientras el cúmulo de ruinas ante él va creciendo hasta el cielo. Lo que llamamos progreso es justamente esta tempestad”. La cita pertenece a la famosa tesis número IX de Sobre el concepto de la historia, un texto que Walter Benjamin escribió poco antes de terminar por quitarse la vida, acorralado por las fuerzas nazis. La referencia podría parecer excesivamente academicista para una reseña cinematográfica, si no fuera porque el cuadro referido por Benjamin es el que corona el living de Mariana (Ioana Iacob) y porque lo que expresa el texto es el mismísimo centro filosófico de No me importa si pasamos a la historia como bárbaros.

La película sigue, en un granuloso formato de 16 mm, a Mariana, una joven directora a la que le fue encomendada la tarea de organizar un evento público sobre algún suceso de la historia rumana. La alcaldía espera una performance que insufle cierta épica sobre la conformación de la nación, pero la directora tiene objetivos muy diferentes: escenificar de la manera más cruda posible la expulsión y el asesinato de judíos de Odessa a manos del mariscal Ion Antonescu, no sólo como una forma de echar luz sobre un pasado incómodo de los rumanos, sino también para sacudir el modo en que se condensó esa identificación nacional.

La figura de Antonescu es en sí un tanto intrincada para la historia rumana: aunque hay vasta documentación que lo muestra como uno de los colaboradores más férreos del régimen nazi, de algún modo el trauma del comunismo encabezado por Nicolae Ceaușescu sirvió para sepultar sus culpas. Tal como se dice en un momento de la película, es más fácil volver sobre una historia en la que tu propio pueblo fue la víctima que sobre una que lo muestra como colaboracionista del horror.

Los entretelones del evento sirven como una mesa quirúrgica en la que Mariana disecciona el pasado y hasta la misma naturaleza del arte en tiempos contemporáneos. Dicho así parece un plomazo, pero Radu Jude maneja con inusual maestría el input teórico. Es en este punto que se erige un personaje inusual y fascinante: el mejor villano cinematográfico de los últimos años no pertenece al universo de Marvel, no comanda un ejército, no es el capo de una mafia y no es el pariente malvado en una telenovela venezolana. El mejor villano de los últimos años es Movila, el cínico, erudito, perspicaz, suspicaz, maquiavélico, tramposo, gracioso, oscuro, mefistofélico, canchero, misántropo, relajado, sincero, cálido, odioso y encantador directivo de la alcaldía interpretado por Alexandru Dabija. En todas las discusiones que Mariana tiene con Movila, la mayoría de nosotros nos colocamos del lado de la directora, pero en ese mismo movimiento nos vamos sintiendo fascinados por las salidas de su contrincante ideológico. Movila, que a lo largo del film intenta dinamitar desde las profundidades la obra que impulsa Mariana, es un villano confeccionado por sastre para la realidad rumana poscomunismo: el mal ya no proviene de un ser maligno, poderoso y violento, sino de un simple funcionario público de camisa por fuera del pantalón y morral colgando del hombro que no quiere que le rompan las bolas. En un momento Movila dice: “Cuántos muertos hacen una masacre? ¿Diez, cien? En este momento están sucediendo un montón de masacres, y hubo otras en el pasado. ¿Por qué no elegís otra?”, y parece resonar, por lo bajo, la voz de Benjamin: donde la humanidad ve la historia como un hilo de acontecimientos, el ángel de la historia “ve una catástrofe única, que arroja a sus pies ruina sobre ruina, amontonándolas sin cesar”.

Más allá del peso de la conciencia y de la reconstrucción histórica, el otro gran punto de No me importa... es la discusión sobre las limitaciones inherentes del arte contemporáneo para crear acontecimientos en tiempos posmodernos. En este punto, Mariana parece estar en un incómodo mar de los sargazos entre la sensibilidad modernista y el esteticismo posmo. La vemos revolver indumentaria nazi, caminar y discutir entre tanques blindados y chequear cuál es el sonido más semejante al de los máuseres alemanes, pero, por otro lado, tiene que defender sus licencias artísticas cuando uno de los actores le discute algunos tecnicismos bélicos a la hora de llevarlos a escena. Ella quiere poner en escena todo, pero en ese anhelo hay algo que se pierde, y que tiene que ver con una suerte de desfondamiento de lo imaginario mediante un quiebre del vidrio opaco de la historia. Si antes sólo teníamos algunas fotos, un zapato, una chaqueta y un puñado de historias (y teníamos que usar la imaginación), la archivología y las nuevas tecnologías nos dan acceso a videos que nos permiten ver las cosas “tal cual ocurrieron”. Lo que se vislumbra de fondo en la película es que esta total transparencia de la historia termina por causar su despresurización.

Vemos los extremos de esta tesis en dos momentos. En el primero Mariana le da indicaciones a un niño para que camine con las manos en alto, como en aquella foto del chico con boina del gueto de Varsovia. El niño sigue a la perfección las indicaciones de Mariana, pero hay algo que se pierde entre la foto y este niño sonriente con camiseta de colores chillones. La otra es un breve truco de Jude (que trabajó con imágenes de archivo en su película La nación muerta, de 2017): cuando los miembros de la producción y el elenco de la obra van al material de archivo de fotos y videos, la cámara se mantiene fija en lo observado, aun cuando los personajes dejan de hablar y pasan a otra cosa. Este efecto de imantación que hace que la imagen quede clavada en una foto de ahorcados judíos durante dos minutos parece decir: “Deténganse un poco. Esto realmente pasó”.

Cuando llega el momento de la presentación en sí, Jude se aparta del formato 16 mm y filma todo el evento con un formato digital que parece salido de la televisión (y hay maestría en la forma en que pasa del lenguaje cinematográfico de la película al tono ingenuo y documental de las cámaras de informativos). La obra no sale como se esperaba, pero, al mismo tiempo, en su fracaso hay un mensaje aun más amplio sobre en qué medida siguen instaladas ciertas nociones antisemitas en el pueblo rumano.

“De lo que se trata para el materialismo histórico es de atrapar una imagen del pasado tal como esta se le enfoca de repente al sujeto histórico en el instante de peligro. El peligro amenaza tanto a la permanencia de la tradición como a sus receptores. Para ambos es uno y el mismo: el peligro de entregarse como instrumentos de la clase dominante”, dice, una vez más, Benjamin. Es esta la trampa que Mariana se tiende a sí misma: en la búsqueda de que un dispositivo (el del teatro o el happening posmoderno) hable por uno, uno puede terminar siendo hablado por el dispositivo.

No me importa si pasamos a la historia como bárbaros. Dirigida por Radu Jude. Rumania/Alemania/Bulgaria/Francia/República Checa, 2018. En Cinemateca.