Un hombre camina con un bastón por una remota zona de México. Su largo peregrinaje es interrumpido por un conjunto de cazadores que le ofrecen un aventón. Son principalmente un grupo de jóvenes ruidosos, pero el líder de la exploración, un señor más serio y parco, cuando se le informa a dónde se dirige el desconocido, le pregunta: “¿A qué irá a ese caserón perdido, si no es indiscreción?”. “A matarme”, responde el desconocido y, tras dos segundos de puro y silencioso respeto, el conductor de la camioneta acota: “Entendido, súbase”.
Aunque podría ser uno de esos comienzos perfectos de Juan Rulfo, la escena es parte de Japón (2002), el largometraje que inició la carrera cinematográfica de Carlos Reygadas, un director que conjuga estos ambientes y sentires mexicanísimos con una pulsión sin destilar entre lo animal y lo humano, que parece hablar de algo mucho más amplio, casi al borde de lo espiritual. En la exitosísima familia que en la última década ha conformado el cine mexicano, Reygadas es, al lado de figuras como Alfonso Cuarón, Guillermo del Toro y Alejandro González Iñárritu, algo así como el primo solitario y extraño que prefiere vagabundear en el fondo, pateando hormigueros y haciendo pozos, antes que plegarse al juego del resto.
Con cinco largometrajes en su haber, cada uno parece una reformulación de sus propias reglas, en la que las imágenes adquieren más peso que la historia contada. En esta línea, su gran desafío puede haber sido Post Tenebras Lux (2012), un film inclasificable y caleidoscópico con algunas de las imágenes más poderosas que ha dado el cine en la última década: la vastedad crepuscular de las sierras y la hija de Reygadas jugando en el barro, entre vacas y perros; un diablo fosforescente con un botiquín de herramientas entrando sigilosamente a una casa de familia; un hombre arrancándose la cabeza con sus propias manos.
Luego de la retrospectiva montada por Cinemateca esta semana, queda en cartel su último trabajo, Nuestro tiempo, un film en apariencia más sencillo que su predecesor, pero que en sus tres horas de duración trabaja con la auténtica materia prima de las ambivalentes relaciones de poder que se dan en el seno de una familia. Un film por momentos prístino y por momentos asfixiante sobre la cinta de Moebius que componen los celos, y en el que el mismo Reygadas ocupa el rol protagónico, con un cast que se extiende a su mujer y sus hijos.
Nuestro tiempo comienza con una larga escena en la que se muestra la dinámica de juegos entre niños y niñas. De cierto modo parece introducirnos a uno de los temas principales del film, que es la complejidad de las relaciones entre hombre y mujer. ¿Creés que es un tema central de la película?
Sí, lo es, pero no necesariamente desde una perspectiva cultural, como hoy se enfoca el asunto casi en su totalidad. Quise acercarme desde un lugar más amplio en lo espacial y en lo temporal. Me refiero al corazón de la vida en una dimensión biológica: al encuentro complementario de la sexualidad como condición para que la vida subsista. Mientras hacíamos la película no dejé de sentir la densidad de esa extravagancia que es el misterio de lo binario como requisito para la continuidad de la vida misma, desde la nuestra hasta la de las plantas.
La película de Reygadas está centrada en la relación entre Juan (un poeta y criador de toros) y su mujer, Esther (la encargada del rancho donde viven), que comienza un affaire con un socio estadounidense de su esposo. Lo que en primera instancia parece ser la archiconocida historia de un triángulo amoroso no tarda en mostrar un costado mucho más intrincado: Juan quiere ser voyeur e intenta, por momentos, actuar como un director que monta la escena de la infidelidad. Así, el límite entre engañador y engañado se diluye progresivamente, y la voluntad del esposo se entremezcla con la autocompasión y una auténtica y devastadora voluntad de poder. Por esta ambivalencia el film fue blanco de cuestionamientos que incluyeron la denuncia de cierto machismo inherente, mientras que, al mismo tiempo, otras lecturas encontraban un contenido feminista de fondo.
Ante estos debates, Reygadas responde: “Quise hacer una película sobre seres humanos, nada más. Con sus virtudes y defectos, cada personaje podría haber sido el del sexo complementario –invirtiéndose papeles– y para mí la película sería básicamente la misma. Ante todo me interesa presentar fragmentos de existencia ante el público respetando su libertad. Es decir, no quiero representar un mundo simplificado y cerrado dirigido desde la película misma, sino mostrar uno complejo y abierto. Así es como se nos presenta la existencia misma en este planeta, y por eso también ante ella, que es una sola, nos posicionamos en diferentes lugares. Esto incluso entre quienes nos son muy cercanos culturalmente. Nuestros propios hermanos, por ejemplo. En suma, me interesa el cine como presentación, no como dramaturgia –ni mucho menos como propaganda–. En esta presentación abierta, una película deja pasar, siempre como un subproducto y no como un fin, la sensibilidad de su autor. Nadie tiene el poder de categorizarla más que para sí mismo”.
Hay en las obras de Reygadas un extraño continuum entre el amor y el odio, el sexo y la violencia. Es desde esta clave que, ante sus películas, más que rastrear un psicologicismo clásico, debemos ir a un estadio anterior: el del plano animal y esa suerte de constante proceso de vida y muerte. Cuando se le pregunta sobre estas ligazones en las que lo animal se superpone a las nociones de lo que solemos asumir como “lo humano”, Reygadas es contundente: “Creo que todas nuestras preguntas humanas se resuelven mejor cuando nos acercamos a los animales. Lamentablemente, hoy los acercamos a nosotros, humanizándolos, en lugar de aprender de ellos de forma genuina. En la vida animal hay claves elementales de lo que podemos hacer mejor y lo que no debemos hacer. Cerca de ellos podemos trabajar con más precisión y autoexigencia en lo que es humano”.
No sorprende, entonces, que muchos de los momentos más indelebles de su filmografía sean protagonizados por animales, sobre los que se posa una mirada que muchas veces contempla instancias de violencia, algunas de ellas extrañamente poéticas, otras casi insoportables de ver. Quizá los ejemplos más diáfanos de esta dimensión estén en Japón y en Post Tenebras Lux. En la primera, el caminante se encuentra con un niño que tiene en sus manos una paloma moribunda. El niño le pide asistencia para acabar con el sufrimiento del ave, y el señor le muestra cómo arrancarle la cabeza, con un simple apriete y giro de muñeca. Así, ante nosotros se ofrece un primerísimo plano, casi surreal, de la cabeza arrancada de la paloma, que abre y cierra su pico en busca de una última bocanada de aire. Sin embargo, la escena más terrible de violencia hacia los animales ocurre en Post Tenebras Lux, donde todo sucede casi por completo fuera del marco de la pantalla; ahí, más que ver, escuchamos una salvaje paliza que le da un hombre a su perra más querida. De igual manera, en Nuestro tiempo los toros actúan como vasos comunicantes a lo largo de todo el film, hasta llegar a una lucha a muerte entre dos de ellos, algo que de algún modo trae ecos de esta competencia entre el padre de familia y el amante de su mujer. Con una filmografía en la que parece haber, palpitando en el fondo, un corazón darwinista que sigue haciendo funcionar las cosas más allá del marcapasos de la cultura, las películas de Reygadas se alejan de aquello que coloca al hombre en el centro de todo.
“Es que yo no hago drama animado. Uso la cámara y el sonido para lo que fueron inventados: para transportar –transformando ligeramente– imágenes (completas, con sonido y todo) del mundo físico a un objeto que se puede poseer y disfrutar. El cine no se inventó para contar historias. Ya existía la literatura, y es mucho mejor para ese propósito. El drama, desde Grecia, establece todo lo antropocéntrico. Los héroes, los conflictos morales, el desarrollo de personajes... todo en código. Para mí eso no es la materia del cine”.
¿Filmar animales también tiene un poco que ver con cómo te parás filosóficamente en esa afrenta a la representación y lo simbólico en el cine, proponiendo, por el contrario, un cine de la presentación?
Exacto. Los animales no pueden representar. Sólo están. Me gusta pensar que ni siquiera son, valiéndome de esta sutileza de nuestra lengua. Estar, ni siquiera ser... Esta cualidad que se ubica aún más lejos de la representación, pues, a diferencia de ser, estar no es ser algo.
En esta idea de considerar al cine como algo más cercano a la fotografía que a la literatura, ¿hay cierta búsqueda de la animalidad en lo humano?
Sí. La vida sin código. Creo que en ver directamente –ver con el cuerpo entero, presenciar– está la fuente de la libertad.
Esta búsqueda de capturar la vida sin código, en la que se apuesta a que los tiempos de percepción sean más parecidos a los de ver una pintura (en donde no hay un tiempo estipulado más que el emocional) tiene su correlato en los papeles y en el estilo de actuación de los actores. Distinto a interpretar a “personajes”, uno parece percibir en su cine a un director que los necesita para llevar a cabo ciertas acciones, de modo similar –pero no idéntico– al sistema de los modelos de Robert Bresson. Lo curioso es la manera en que Reygadas lo logra, siempre mediante el uso de no actores a los que logra hacer participar en escenas en las que muchos habrían sucumbido al pudor (por ejemplo, Batalla en el cielo comienza con la escena de una fellatio explícita a quien fue el chofer del lugar en el que trabajaba el padre del director). En una entrevista en el portal Animal político, y ante la pregunta de cómo convence a esos protagonistas que no son actores, Reygadas responde: “Haz de cuenta que soy alpinista y te digo que te quiero invitar al Everest. Te digo que ya he subido dos veces y que hay ciertos riesgos: te puede dar una embolia, puede caer una avalancha o que tú mueras. Tú decides si subes conmigo o no. Y ya está. Tal vez el Everest te gusta tanto que al final te cambia la vida, pues eso ya es tu asunto [...] Si te invito al Everest y te mueres de frío y te arrepientes, yo no me arrepentiría de haberte invitado”.
Pensando su cine como una escalada de montañas, le preguntamos si su aproximación a los actores no es similar, en cierto punto, a la de un señor con sus animales, o quizás a la de un cazador. Reygadas responde: “Sí. Pero a la de un señor con minúscula. Mejor pensado, prefiero la de un caminante a la de un señor y, sobre todo, a la de un cazador –que necesariamente mira con un propósito–. En una película, los actores –mis propios hijos, o yo mismo cuando actué– son lo mismo que un palo o una ballena. El estar es la materia del cine. Creo que tu pregunta podría formularse al revés: es similar, en cierto punto, al acercamiento de un animal a un señor”.
¿Cómo te imaginás a tus hijos al ver estas películas cuando crezcan?
Supongo que les dará ternura.