El final tiene proporciones justamente bíblicas: una voz, desde arriba, indica mirar la imagen destruida de Dios. Después, se advierte un gran silencio que la mismísima divinidad rompe para decir, en mayúsculas: “No fue mi intención”. Pero, entendemos, ya es tarde.

Así termina Los últimos días de la humanidad, una obra de teatro en cinco actos que Karl Kraus escribió entre 1914 y 1922, después del silencio en el que lo sumió el estallido de la Primera Guerra Mundial. Es una pieza compleja e irrepresentable formada por 220 escenas más o menos independientes en las que se alternan personajes “reales” (como el emperador Francisco José) y anónimos, meros humanos y, más adelante, seres divinos y diabólicos, que el satirista y escritor incansable utiliza para reflexionar sobre su tiempo y el porvenir.

Desde hace varios meses, llevado por la conjunción de obligaciones académicas, mi interés personal y el mercado editorial (que parece empecinado en reeditar muchos de estos libros), estoy leyendo a varios escritores que hicieron su obra en ese tiempo o años después, ya en ese otro fin del mundo que fue marcado por la ascensión de Adolf Hitler al poder y que Kraus previó con tanta lucidez. Repaso ahora las reflexiones de Hannah Arendt en torno a los orígenes del totalitarismo, las tesis sobre el concepto de la historia de Walter Benjamin, sí, pero sobre todo empiezo a entrar en obras más personales: la Minima Moralia de Theodor Adorno, la autobiografía y los escritos políticos de Stefan Zweig, las memorias de Elias Canetti, los sueños que recolectó Charlotte Beradt antes de huir a Estados Unidos.

¿Qué hay en esos libros ahora? ¿Por qué tantos parecemos estar leyendo a Zweig, que tiene nuevas traducciones de sus muchos y, en una época, muy populares libros? ¿Por qué los ensayos y aforismos de Kraus vuelven a ocupar lugares centrales en las librerías? ¿Qué me lleva una vez más a la Viena del cambio de siglo, a esa ciudad de impresionante vida cultural, la Viena de la Secession, de Sigmund Freud, de Arnold Schönberg? ¿Por qué releo los diarios de Ludwig Wittgenstein o las cartas de Joseph Roth? ¿Qué busco ahí, o en la República de Weimar, sobre la que también me he puesto a investigar en estos últimos tiempos? Parecería ser que en esos libros puede haber una clave para entender otra cosa, algo del presente o de cómo han decidido mostrarnos el presente los diarios de medio mundo, afectados de ese tono apocalíptico que Jacques Derrida denunciaba en los 80.

No sé si Francis Fukuyama tenía razón cuando en 1992 dijo que vivíamos el fin de la historia, pero sus palabras parecen al menos tener un efecto de realidad, acaso porque, como dicen que dijo Slavoj Žižek o Fredric Jameson, parece ser más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo (Mark Fisher llama “realismo capitalista” a esta apatía frente a algo que parece dado y, por lo tanto, inmutable y eterno). Así, desde que empezó este corto año, ya vamos sufriendo la amenaza de una supuesta Tercera Guerra Mundial desencadenada por el asesinato de Qasem Soleimani por parte de fuerzas estadounidenses, de una epidemia del “letal” coronavirus, de asteroides que podrían (o no) impactar contra la Tierra y varios etcéteras más que han, a la vez, sacado a la gente a la calle y la han encerrado en sus casas.

En este sentido, y en muchos otros, somos testigos, por las ventanas de internet, de algo que se nos impone como fatal en todas las acepciones del término: si “los sueños de la razón producen monstruos”, en un mundo de progreso acelerado y, mayormente, tecnológico, el cambio en su sentido radical parece esquivarnos, dejarnos en su lugar un juego imperfecto con la novedad. El virus, se nos dice, está ahí, amenazando destruir a nuestros cuerpos y a la democracia, y cambia tanto de nombre como de rostros: hay que estar vigilante.

De acontecimiento en acontecimiento, cada dos semanas asistimos al estreno de “la mejor película del año” (cuando no del siglo), podemos ser espectadores de un fenómeno meteorológico “irrepetible”, se nos revela el nuevo modelo de teléfono que dejará obsoletos a todos los otros u ocurre un desastre natural tan destructivo como inédito que, en principio, parece negar la afirmación oportunista de Fukuyama pero que, en su número creciente, no hace sino reafirmarla. Los hechos más brutales, los gestos más terribles, los eventos más traumáticos; todo pasa barrido pronto por la agenda, se pierde ahogado bajo una montaña de menudencias.

No es raro, entonces, que mientras se percibe el pánico de muchos frente a un posible aniquilamiento, este pánico parezca esconder siempre una rara esperanza, como si deseáramos secretamente la precipitación del cataclismo, que al menos nos recordaría que estamos vivos, que tenemos todavía algo más para perder. Hay, en el ambiente, una especie de nostalgia por los tiempos simples en los que el mal era reconocible, iba de uniforme y hablaba el lenguaje del odio y de la aniquilación; tiempos en los que había guerras relativamente cortas y bien definidas en las que combatían bandos más o menos claros, con líderes visibles, declaraciones y discursos. Sin embargo, esa lectura siempre es falsa, porque olvida que a veces el “mal” evidente oculta otros males más sutiles, que las cosas no se anuncian, que los sucesos más definitivos son también apenas un día más para la gran mayoría.

Pero nosotros esperamos, con miedo y expectativa. Que pase algo, que la vida (ese flujo monótono de estaciones) se interrumpa como por el rayo de la acción. Estar del lado correcto, ser valientes. Esperamos, así, mientras la historia sigue pasando y mientras vamos (por omisión, por negligencia, por olvido) poniéndonos de un lado o de otro, con los ojos en el Fin y los pies con polvo para acaso luego, como el Dios de Kraus, lamentarnos ante la visión de los restos de nuestra propia imagen.