De todas las escenas posibles de mi infancia, hay una que recuerdo con particular nitidez. Cuando teníamos 11 y ocho años, mi hermana y yo quisimos compartir con nuestros primos varones, de la misma edad que nosotras, nuestra película preferida, basada, a su vez, en nuestro libro preferido: Mujercitas, de Louisa May Alcott. Mujercitas formaba parte de una especie de culto familiar transmitido por nuestra madre, que había guardado durante más de 30 años su ejemplar de color amarillo, a la espera de sus futuras hijas.

Nos parecía natural introducir a nuestros primos en ese mundo, pero uno de ellos decretó con furia que era “una película para chicas” y se fue, enojado, al piso de arriba de su casa. Bajaba cada cinco minutos para ver qué estaba pasando en la película, sin conceder en ningún momento que le estaba gustando. Esa fue la primera vez que entendí que tal vez ese libro, esa película, esa historia tenía algo especial que podía no gustarle a todo el mundo: las protagonistas son mujeres. Las mujeres son el centro, y los hombres la periferia. A los ocho años, nunca había pensado que los libros podían separarse en libros para mujeres y libros para varones. Casi 20 años más tarde, esa división es cada vez más clara. Mujercitas tiene, antes que nada, lectoras devotas.

Publicada originalmente en 1868, la novela narra las vidas de cuatro hermanas adolescentes (Meg, Jo, Beth y Amy March) en Concord, un pueblito de Massachusetts, Estados Unidos, durante los años de la Guerra de Secesión. Es la historia de una familia atípica (inspirada en la familia de Alcott), combativa y cálida a la vez, empobrecida por la guerra y por las malas decisiones de un padre excéntrico. Las cuatro hermanas buscan su propia forma de habitar un mundo injusto, que demanda de las mujeres determinados comportamientos, y tratan, al mismo tiempo, de ser buenas y superar sus defectos, de ser responsables y atentas con los demás.

Sus energías son muy distintas, pero el proceso que atraviesan es parecido. Meg, la mayor, es una hija responsable y obediente: trabaja como institutriz y sufre la pobreza de su familia y por no poder tener cosas lindas. Jo tiene 15 años, carácter fuerte, a veces destructivo, y quiere ser escritora; es dama de compañía de una tía adinerada, pero quiere hacerse rica con su obra literaria. Beth, tímida, toca el piano y se ocupa de los quehaceres domésticos. Amy, la menor, dibuja y pasa gran parte del tiempo lamentándose por su nariz chata: es la única que va al colegio, y quiere casarse con un hombre rico. Todas las hermanas tienen sus capítulos y sus momentos especiales, pero la protagonista es, sin duda alguna, Jo, álter ego de Louisa May Alcott, la escritora de la familia que quiere ser un varón, silba, se corta el pelo y usa palabras fuertes.

A más de 150 años de su publicación, Mujercitas sigue siendo un libro popular y una clave secreta compartida por muchas niñas a lo largo del tiempo y el espacio. Creo que casi todas podemos recordar el momento en el que lo leímos por primera vez, como si se tratara de un rito de pasaje determinante, de un espejo donde todas nos vimos reflejadas. Es muy posible, también, que todas hayamos querido ser, en mayor o menor medida, Jo March, y tener un cuarto propio para pensar y escribir. A pesar de las recurrentes acusaciones de sentimentalismo (muchas de ellas cimentadas en una aversión bastante poco velada a “lo femenino”), Mujercitas sigue haciendo preguntas cada vez más difíciles de responder acerca de qué significa hacerse adulto, y más, qué significa ser mujer y cómo negociar la propia identidad con un afuera bastante hostil.

Incluso sin tener en cuenta las transformaciones sociales que experimentaba Estados Unidos después de la guerra, Alcott estaba en una posición privilegiada para hacerse esas preguntas: nunca había conformado al estereotipo femenino. Como parte de una familia “venida a menos”, más pobre que la familia March, siempre se había visto obligada a trabajar y a ganarse la vida; como parte de una familia inusual y progresista, que adhería al trascendentalismo y lo practicó hasta casi las últimas consecuencias, recibió una educación excepcional de manos de su padre y de tutores como Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau; casi toda su familia estaba a favor del voto de las mujeres y sus padres subrayaban siempre la importancia de que todas sus hijas llevaran vidas significativas y valiosas. Mujercitas es, también, un homenaje a esa familia poco convencional, en especial a su madre, Abigail.

Tal vez ahí esté encerrado el secreto de la vigencia de Mujercitas a lo largo del siglo y medio que lleva entre nosotros. Por un lado, es un libro nostálgico, que mira y añora un pasado perdido y una familia perdida; por el otro, es un libro que mira todo el tiempo hacia el futuro, hacia la posibilidad de que las mujeres, emancipadas, puedan ser dueñas de sus propios destinos, ir a la universidad, elegir casarse (o no hacerlo) sin presiones externas, tener casas en las que el trabajo doméstico se distribuya de forma equitativa. Creo, incluso, que el casamiento de Jo con el profesor Bhaer (producto o no de las presiones del editor de Alcott: es sabido que la escritora quería que su álter ego permaneciera soltera) no destruye esa posibilidad: nos permite pensar en una familia reformada como la base para una reforma social más amplia. Oscilar entre esos dos polos, uno conservador y el otro revolucionario, mantiene a la novela llena de vida y con un final siempre abierto, que se completa con cada lectura.

Pero creo, también, que hay algo más: la circulación íntima y familiar de Mujercitas. Como no forma parte de los cánones escolares (por tratarse, claro, de un libro para niñas), el contacto con la novela (incluso para los varones) suele ser fresco y personal: un regalo, una herencia, una casualidad. Otra paradoja: como Alcott escribió la novela con un público infantil en mente, podía escribir con un grado de honestidad y libertad vedado para otros géneros literarios consagrados. Alcott escribió con más libertad, y nosotros leemos con más libertad.