“Él recuerda aquellos años desaparecidos como si mirara a través de una ventana llena de polvo. El pasado es algo que se puede ver, pero no tocar. Y todo lo que se recuerda es borroso y vago”.
Las mejores cosas de la vida, las verdaderas, las más importantes, son aquellas que te pueden transformar por completo o arruinar en la misma medida. La primera vez que vi Con ánimo de amar (Wong Kar-wai, 2000) sentí esa peligrosa potencia interior. Creo que fue en la segunda escena, cuando irrumpe la partitura musical de Shigeru Umebayashi y Su Li-zhen (Maggie Cheung) baja las escaleras del barrio para comprar caldo con fideos. El recuerdo de aquella escena es tan visual como rítmico, algo que aflora en el espacio que queda entre la música y la cadencia de la actriz –su elegancia, su estoicismo– en cámara lenta; en el contraste del estampado de su vestido, el gris de las paredes y la luminosidad del termo celeste que carga. Ya en los primeros 15 minutos del film tenía un nudo en la garganta, y aunque nunca se me dio por llorar en público, tuve el impulso de inventar una excusa para correr al baño y tomar aire. Pese a que no creo en el amor a primera vista, estoy convencido de que uno se enamora de ciertas cosas mucho antes de conocerlas. Algo así me pasó con Con ánimo de amar: una intuición de déjà-vu, de que me enfrentaba a algo mucho más grande que yo pero que había estado dentro de mí, hibernando, mucho tiempos antes.
Wong Kar-wai puso sobre el tapete una idea del amor como algo eternamente buscado y perpetuamente perdido. La película, que en poco tiempo cumple 20 años de su preestreno en el Festival de Cannes, está ambientada en Hong Kong entre 1962 y 1966 y cuenta la historia de Li-zhen y Chow Mo-wan (Tony Leung), dos vecinos que descubren que están siendo mutuamente engañados por sus respectivas parejas. A partir de este descubrimiento, entre ellos se instala una dinámica obsesiva y masoquista, y entablan un extraño ejercicio: actuar los papeles de sus esposos para entender por qué y, sobre todo, cómo sucedió el adulterio. Como es de esperar, en este proceso Li-zhen y Mo-wan se acercarán cada vez más y las cosas empezarán a confundirse. Así resumido, el film no se distancia de lo que podría ser el argumento de una comedia romántica, un melodrama o una telenovela. Sin embargo, hay algo en la cadencia, en cómo son retratados los personajes y, sobre todo, en cómo es narrado este acercamiento mutuo y asintótico hacia el amor –con una especie de movimiento circular, como de cajita musical– que la convierte en una pieza perfecta e invaluable.
Antes de Con ánimo de amar ya había varias películas que manejaban temáticas similares (la dinámica del amor imposible de concretar se encuentra en casi todos los films de Wong Kar-wai), estéticas afines (sobre todo bajo la dirección de fotografía del australiano Christopher Doyle y la edición y dirección artística de William Chang) y una especie de mundo proteico en el que se solapaban muchas historias y personajes de diversas películas. Sin embargo, si se la compara con la tensión hiperquinética de Chungking Express (1994), que estaba marcada por la cámara lenta y el step printing, un recurso que suele utilizar Kar-wai y que consiste en que, al reducir los cuadros por segundo de la imagen, se genera un extraño efecto de borroneos y estelas en los movimientos; con los grandes angulares de Fallen Angels (1995), los planos secuencia de Days of Being Wild (1990), la sensualidad de los cambios cromáticos en Happy Together (1997) y la confección más desbordante y digitalizada de 2046 (2004), Con ánimo de amar es el film que sintetiza y depura toda la filmografía del director, con un mecanismo de sustracción que se opone a la expansión que domina a la mayoría de sus obras.
Un círculo perfecto
Frente a este tenor más contenido, quizás algunos de los momentos más intensos y emocionantes de la filmografía de Kar-wai puedan encontrarse en Happy Together, pero hay algo en Con ánimo de amar que la emparienta con un pequeño puñado de films de la historia del cine en los que cada plano, cada palabra, cada movimiento es parte de un todo perfecto.
Dicho así, todo parece fruto de un trabajo muy pensado y prediagramado, pero sorprende enterarse de que en esta película Kar-wai mantuvo su inusual estilo de trabajo sin guion y la fue armando con ideas y frases que se elaboraron junto con el elenco y el equipo durante el mismo día de rodaje. No es casualidad que la filmación se haya extendido 15 cansadores meses y que, durante el transcurso, se fuera Christopher Doyle, que luego fue suplantado por Mark Lee Ping-bing, conocido por sus trabajos con Hou Hsiao-Hsien. Es decir, la película tenía todas las credenciales para convertirse en uno de aquellos megadesastres cinematográficos que hunden las carreras de ciertos directores, pero en la edición se logró que algo tan caótico formara una obra redonda y sin costuras a la vista. En eso radica su maravilla. El detrás de cámara de Con ánimo de amar se vuelve un detalle muy interesante e ilustrativo de esto: uno percibe que casi tres cuartas partes de las imágenes de ensayos, o auténticos extractos de escena que aparecen en pantalla, no forman parte del film en sí mismo, lo que da la impresión de que pudieron haberse configurado cuatro o cinco películas completamente distintas.
Más allá de estos datos de trivia, hay varias razones que convierten a Con ánimo de amar en una pieza de orfebrería rarísima y única. En primera instancia, hay algo en la forma en que se cuenta la trama que rompe las normas clásicas de este tipo de historia. Kar-wai decía en una entrevista: “En vez de tratar la película como una historia de amor, decidí acercarme a ella como un thriller, una película de suspenso”. Esto va un paso más allá de la típica hibridación de géneros del cine asiático: según Edward Branigan, en su libro Narrative Comprehension and Film (1992), a diferencia del melodrama, en el que la omnisciencia y transparencia de todo lo que sucede sirve para que estemos enganchados con el tenor emocional de lo que les pasará a los personajes, en las películas de detectives se nos dosifica el conocimiento de lo que sucede en la misma medida en que lo descubren ellos mismos. Así, el descubrimiento del engaño se da casi in situ por los dos protagonistas cuando Mo-wan descubre que Li-zhen tiene una cartera muy similar a la de su esposa (que posiblemente se la haya regalado su amante), mientras que Li-zhen nota, a su vez, que su vecino tiene una corbata muy parecida a la de su esposo.
La performance amorosa
Esta sensación detectivesca se ahonda en la medida en que los dos vecinos comienzan a verse más, con una cámara que los registra encuadrados a través de ventanas, puertas o rejas que dan la impresión de que están encerrados y constantemente vigilados por su entrometido entorno (y por nosotros). Esta estética está acompañada por los colores que, si bien sirven de fiel retrato del cromatismo de aquellos tiempos, más bien apuntan a la expresión de las emociones, como en la mayoría del cine de Michelangelo Antonioni o en la forma más lúdica del cine de Jean-Luc Godard. El ritmo corre por la misma senda: la lentitud (incluso la cámara lenta) de ciertas escenas es una exteriorización de los sentimientos de los protagonistas antes que un artificio narrativo.
En paralelo a esta cuestión detectivesca, el melodrama está atravesado por una cualidad de renuncia casi metafísica que dinamita las nociones de identidad en la pareja. En este extraño juego en que se adentran los protagonistas, muchas veces se confunde qué está siendo actuado para reproducir a sus respectivas parejas y qué es lo auténtico que se escapa entre las grietas. Asimismo, al final uno se debate en torno a si el enamoramiento entre Mo-wan y Li-zhen se da entre ellos dos o entre esa cuestión de dobles que crearon. Esto ahonda más en la noción metaamorosa, la fórmula lacaniana de “amar es dar lo que no se tiene a quien no es”. El amor se cruza con la performatividad de lo amoroso y ya no sabemos dónde estamos parados.
Esta última referencia podría habilitar una lectura cínica del amor, pero cae casi en las antípodas de todo lo que genera Con ánimo de amar. Esta explosión interna, esta consolidación de la fuerza del amor en la renuncia es muy anterior a Kar-wai y se puede encontrar, por ejemplo, en un autor muy conocido: Manuel Puig. El director chino cuenta que su estilo cambió al leer Boquitas pintadas (1969) y que esta novela redefinió su manera de contar las historias; por eso, en los siguientes films decidió priorizar la tendencia a la construcción coral y folletinesca que caracterizaba la literatura del argentino.
Es curiosa esta relación que permite, por un lado, rastrear lo kitsch en el cine de Kar-wai y, al mismo tiempo, subvertir las reglas internas de lo kitsch, ya que lo kitsch suele estar asociado a lo poco elegante, algo que dista bastante de la conceptualización de Con ánimo de amar. Sin embargo, todo lo que puede ser camp en autores como Puig o el chileno Pedro Lemebel también está ahí: los boleros en español de Nat King Cole, los 20 vestidos hermosamente estampados que visten a Maggie Cheung, el romanticismo metafísico y metafórico de la escena final. Pero, a diferencia de lo que ocurre en la obra de Puig o en la de Lemebel, aquí esto se da con un freno, una restricción casi confuciana de la exteriorización de las emociones.
Así, aun en su condición camaleónica e imposible de encasillar, Con ánimo de amar rescata algo que se perdió en el kitsch mal usado como autoparodia: la total sinceridad y pronta entrega con que uno se la juega a la hora de declamar lo que declama. En tiempos en que ya es imposible creer en esta autoinmolación amorosa, quizás la única manera de que sobreviva sea en la tragedia del amor reprimido, no consumado. Para bien o para mal, Kar-wai fue uno de los pocos directores que encontró una grieta en esas grandes narraciones, y nos introdujo a lo que auténticamente es vivir con ánimo de amar.