En la entrada del 2 de agosto de 1914 se lee en el diario de Franz Kafka: “Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar” y nada más. Uno casi puede imaginarlo, a un Kafka de 31 años recién cumplidos, leyendo la noticia en el diario del domingo, pasando un día como cualquier otro hasta la tarde, cuando caminó, acaso, hasta el gimnasio para hacer un poco de natación, mover su cuerpo habituado a la rutina burocrática.

La imagen es, al mismo tiempo, sorprendente y anodina o, quizás, precisamente sorprendente por lo anodina: un hombre que, en todo caso, pareciera negarse a la Historia, retirarse de su curso, anularse en la repetición. Porque si lo mejor que tenemos de la historia, como dice el aforismo de Goethe, “es el entusiasmo que inspira”, Kafka parece en efecto encontrarse en las antípodas.

En un ensayo escrito, creo, para Letras Libres y luego publicado en el tomo El punto ciego, Javier Cercas comenta esa inscripción, sin embargo, en un sentido distinto. Dice el novelista español: “Lo que hay que deducir no es que a Kafka no le importase que hubiera estallado la guerra, como hacía yo en mi ignorancia adolescente; lo que hay que deducir es que, en vez de reaccionar con precipitación y con furia o con miedo o con falsas o improvisadas certezas ante un hecho cuyo alcance y cuyas consecuencias nadie podía conocer aún, Kafka prefiere reflexionar sin prisa sobre él, yéndose a nadar”. Nadar, en este sentido, no es olvidar, sino el sinónimo exacto de pensar, porque uno, se sabe, piensa con el cuerpo entero.

En la otra vida (antes del confinamiento), uno todavía podía disfrutar estas cosas. En este hemisferio se acercaba la primavera (que ya llegó, sin pena ni gloria) y París se prestaba para ser recorrida lentamente, aunque se percibían ya algunos errores, como glitches de una imagen, en el panorama urbano. El primero de marzo, por ejemplo, día final de los Rencontres internationales Paris/Berlin de cine, me encontré con el Louvre cerrado por decisión de sus funcionarios, en protesta ante la aparente negligencia de las autoridades, que se negaban a reaccionar ante las multitudes de turistas (en su mayoría asiáticos) que visitan el museo.

Nosotros, con nuestras insignias, entramos igual por la entrada –en general reservada para los grupos con guías– del pasaje Richelieu, ante la mirada atónita e indignada de quienes esperaban en largas colas, y nos maravillamos de ver el espacio entero bajo la pirámide completamente vacío en pleno día, las grandes entradas a las galerías desiertas, y de casi sentir el rumor mudo de las obras mirándose a sí mismas.

Cuando salimos de la primera proyección, no obstante, la situación ya se había, más o menos, normalizado, si bien las boleterías estaban cerradas, y quienes tenían ya su entrada pudieron entrar. Era eso, nada más: una interrupción mínima en la transmisión, como cuando el video se congela por una baja en la señal, para después volver. Días después, de hecho, nos encontramos con una amiga en el museo de Jeu de Paume para ver una exposición y, aunque no había mucha gente, todo parecía todavía normal ahí y después en el café cercano y en la academia donde doy clases. Tanto es así que cuando le pregunté a alguien qué pensaban hacer la semana próxima recuerdo que se rio, sin saber cuánto cambiarían las cosas desde entonces. Así, si el sábado 14, como cuenta Victoria Liendo en una nota en La Nación, los chalecos amarillos volvieron a juntarse en la manifestación número 70, hoy se exige salir (la pena por incumplimiento es una multa que oscila entre los 135 y los 375 euros) con un certificado que se debe imprimir o copiar a mano y completar cada vez y en el que se debe incluir, además de los datos del portador y la fecha, la hora y el motivo del “paseo”, entre los que, huelga decirlo, no se incluye protestar. Aquel mundo, en el que se paraba (la huelga que comenzó el 5 de diciembre, en sentido estricto, sigue, aunque con muchas fluctuaciones) para expresar el descontento, ahora parece lejano. Ahora, en efecto, parar es cuidar del otro: quedarse en casa, nos dicen, es salvar vidas.

En este contexto, la frase de Kafka y sus lecturas han vuelto a mí en estos días. Porque ¿qué sería esa supuesta vuelta sobre lo mismo, esa aparente salida de la Historia? ¿Es realmente eso? ¿Puede uno salir, o es que ahora ya todo transcurre afuera? Pero, en todo caso, ¿afuera de qué, exactamente?

Las preguntas se amontonan en torno a esa entrada, y, mientras tanto, lo cierto es que todavía se sienten ruidos, internos y externos: aplausos a las ocho de la noche, los pájaros liberados, las campanas de la iglesia, sirenas lejanas y, a la vez, todo parece desenvolverse en el scroll de internet, en las páginas y páginas de información, teorías que se superponen, videos de las autoridades –siempre de impecables trajes, seriedad de padres comprensivos (o a veces ausentes)–, y en los pedidos de renuncia, las felicitaciones y, sobre todo, la incertidumbre, el miedo. A perder el trabajo, a no llegar, a desesperar en el aislamiento, a la soledad. Toda la paranoia de series “de ciencia ficción” como Black Mirror, la cantata que postula la supuesta paradoja de que en la época de la comunicación estamos más incomunicados que nunca, todo se demuestra, una vez más, infinitamente más abierto a la contradicción.

Sin saber bien cuál es mi lugar, y en qué sociedad, he optado por tuitear un poco y, luego, irme a los libros, entrar en ese diálogo diferido con los muertos, sabiendo que esa forma de pensar a lo largo, en caminatas que me llevaban de improvisto a felices descubrimientos (una fuente inesperada, un pasaje con luz clara, un árbol viejo), ha quedado por el momento en pausa. “Los rumores de la plaza quedan atrás”, escribía Borges en 1960, “y entro en la Biblioteca”: en este preciso momento la plaza frente al teatro de Saint-Denis, que veo desde mi ventana, está en silencio, con su busto de Robespierre como un testigo del vacío y las bibliotecas, la de la Universidad y las otras, están cerradas, pero quedan algunas cosas, todavía: los tomos que se amontonan en mi estantería liviana, algunos papeles que andan solos y sin permiso por las calles vacías, apenas puntuadas por solitarios policías asépticos, de guantes de azul encendido.