Una mañana, hace unos cuantos años, busqué en la ciudad de Las Piedras la vieja librería donde, lector adolescente, me surtía de las novelitas en serie de Clark Carrados, Burton Hare, Lou Carrigan y Marcial Lafuente Estefanía (un estudio cuantitativo realizado en aquella época liceal en una cuadernola indicaba, creo recordar, que en los libros del Oeste del toledano moría más gente por página, especialmente colgada, que en todas las demás obras de sus colegas).
La librería de marras persistía aún, frente a la llamada feria de la vía, encajonada entre algunas tiendas de ropa y casas de repuestos, pero convertida ahora en una librería evangélica, con un despliegue de nuevos testamentos de diverso tamaño en sus vidrieras y una parafernalia de literatura bíblica desparramada sobre el mostrador, junto a artículos de papelería, agendas y una imponente calculadora.
En un rincón olvidado del local, como un polizón indeseable en aquella luminosa nave piloteada por Jesús, había un canasto de mimbre repleto de libros a cinco pesos, resabio de la vieja librería que, por alguna razón, había escapado del depósito, el remate o la volqueta. Amontonados como zapallos en un cajón, entreverados sin ton ni son, encajadas las páginas de algunos entre las tapas de otros, condimentados por el polvo del ostracismo y de la calle cercana, aquellos saldos eran una invitación al pesquisador casual, al pescador de perlas en las aguas territoriales del bestsellerismo, en las ruinosas costas de los libros olvidables.
Revolví el canasto con entusiasmo decreciente. Danielle Steel, Morris West, varios almanaques del Banco de Seguros del Estado, ejemplares de la revista Charoná manchados de algo que, en el mejor de los casos, podía ser herrumbre, un par de catálogos de la compañía John Deere de la década del 60 y un Libro del mormón. Y mismo al final del viaje, en el fondo del canasto, allí donde el brazo arremangado daba el último envión de esperanza, reposaba un delgado volumen de deslavado color fucsia, con letras blancas y el rostro de una mujer que tendía a difuminarse. Annabella (Novela en forma de cuentos), de Antonio Di Benedetto, Ediciones Orión.
Algunos meses atrás había comprado Zama, en la edición de La Biblioteca Argentina, serie Clásicos, publicada por el diario Clarín, con prólogo de Juan José Saer, por lo que conocía parcialmente la obra del escritor mendocino. Había leído sobre él (por aquel tiempo, Roberto Bolaño machacaba acerca de Di Benedetto en entrevistas y columnas), conocía algunos detalles de su triste historia (su detención por las bestezuelas de la dictadura cívico-militar en 1976, cuando se desempeñaba como subdirector del diario Los Andes, en Mendoza, el encarcelamiento, las golpizas, los simulacros de fusilamiento, su exilio en Francia y en España, su condición casi mendicante, su regreso a Argentina en 1984 para morir dos años después, sin siquiera la sombra de los fastos que la fama dedica a escritores más mediocres y más promocionados), y había subrayado un pasaje del prólogo de Saer que sucesivas y más atentas lecturas del corpus dibenedettiano no harían más que confirmar: “En vano se intentará ubicar a Zama dentro de las categorías rutinarias que manejan nuestros críticos e historiadores de la literatura. Una enciclopedia reciente, que ha dedicado páginas y páginas a autores que una semana después de aparecida su enciclopédica consagración ya se caían a pedazos, prodiga a Di Benedetto, antes de pasar a otra cosa, una etiqueta lapidaria: ‘Practica la literatura experimental’. Discriminación que no deja de ser curiosa, si tenemos en cuenta que no hay para la literatura otro modo de continuar existiendo que el de ser experimental”.
Así que allí estaba yo, aquella mañana perdida en Las Piedras, en un rincón de la librería evangélica, con el libro de Antonio Di Benedetto que, si mal no recordaba entonces, era su primera novela y que originalmente había publicado, en 1955, bajo el nombre de El pentágono. La sorpresa del hallazgo se redobló al abrir el ejemplar, pues en la quinta página, debajo del nombre de la novela, se desgranaba, en tinta azul y pareja letra imprenta, la inequívoca marca de un autógrafo: “Me agrada mucho que un artista como Funes Martínez se haya interesado por mi trabajo. De paso digo que valoro mucho su obra de tapices, que he visto obteniendo confirmación del concepto elogioso que le mereció a mi gran amigo Juan Jacobo Bajarlía”. Sigue la firma y, bajo la rúbrica, el año: 1984.
Sabía quién era Bajarlía, un criminólogo y prolífico escritor argentino (en su obra conviven la poesía con el relato policial, y la biografía con el ensayo sobre temas tan variados como el vampirismo, el cancionero satírico y el plagio), pero no quién era Funes Martínez. Y, sobre todo, ¿cómo había terminado aquel ejemplar de Annabella autografiado por su autor en 1984, casi dos décadas después, en un canasto de saldos de una librería evangélica en la ciudad canaria de Las Piedras? ¿Qué sinuoso derrotero había emprendido el volumen, una vez desprendido de la biblioteca de su dueño por él mismo, por algún familiar o quizás por un ladrón, para recorrer un sendero de trapicheo, ferias barriales y material saldado al precio más ínfimo? Y antes de eso, ¿por qué Di Benedetto le obsequió aquel título suyo en particular al dueño original del volumen y no otro? ¿Ya estaba en Argentina cuando lo hizo, lo que estaría indicado por el año del presente, el mismo en que regresó al país? Pagué el ejemplar y salí de la librería con el convencimiento de llevarme un tesoro bibliófilo y también un misterio.
Con los años, sistemáticas búsquedas en Google no han arrojado mayores luces sobre el enigma. Un artículo relativamente reciente sobre Bajarlía, publicado en un medio de Jujuy, menciona al pasar al tapicista Humberto Funes Martínez, pero nada más. No existe el registro de una eventual conexión entre el tapicista y el escritor Antonio Di Benedetto, más allá de este ejemplar de Annabella que reposa ahora sobre mi escritorio mientras escribo estas líneas. Estoy convencido de que la literatura, ese magma inabarcable que se alimenta a diario de alumbramientos y silencios, que a veces parece sepultada por la banalidad del presente y por las infinitas trampas del olvido, también necesita de estos pequeños misterios para perpetuarse.