La premisa de esta nueva producción de Pixar, sin exhibir la genialidad de las obras maestras de ese gran estudio de animación (como Toy Story, Monsters, Inc., Buscando a Nemo, Los Increíbles e Intensa mente), es interesante. Hace mucho tiempo, dice la voz over al inicio, el mundo estaba lleno de magia –mientras nos cuenta eso la “cámara” flota sobre un paisaje alucinante sobrevolado por pegasos, en el que sirenas saltan alegremente en los lagos y unos brujos poderosos hacen sortilegios–. Sin embargo, sigue el relato en la introducción, la tecnología, que resultó mucho más sencilla de usar que la magia, terminó relegando al olvido a la mitología, aquellas maravillas de antaño. Y entonces visualizamos el mundo actual, donde transcurrirá la historia. No es propiamente nuestro mundo, sino uno en el que aquellas criaturas míticas existieron, pero que evolucionó exactamente como nuestro mundo humano hasta desembocar en algo muy similar a Estados Unidos. En lugar de seres humanos (que no parecen existir), tenemos un menjunje de elfos, centauros, cíclopes, pixies y ogros, que conviven en forma más o menos armoniosa en una civilización común. Unos unicornios callejeros sucios y desprovistos de esplendor se pelean entre sí por revolver los tachos de basura. El ambiente recuerda un suburbio de clase media estadounidense, pero las casas tienen formato de hongos y las señales callejeras y propagandas están en variedades de tipografías que asociamos con el Medioevo (gótico o carolingio).
Disfrutamos entonces de las maneras, siempre un poco torcidas, en que esos mundos (el mitológico y nuestra modernidad común) se adaptan mutuamente, como ser los problemas que tiene el centauro para entrar y salir del auto, o, más patético, las vacilaciones de la mantícora, que no se atreve a mostrar el mapa para encontrar la piedra mágica porque teme que luego le hagan una demanda judicial si la responsabilizan por alguna macana que afecte a un menor de edad. Es decir, la potencialidad para buenos chistes es grande y se cumple. Cuando digo que la premisa no se equipara a las de las obras maestras de Pixar es porque la metáfora es medio pobre: todo aquello que hace que nuestra vida sea más estable, confortable y segura, lo que para nosotros es prosaico, suele achatar la sensación de magia.
Pero esa idea de la magia es importante para el desarrollo de la historia. Ian es un elfo adolescente que vive con su hermano mayor y su madre. Su padre murió antes de que él naciera. El único contacto de Ian con su padre son algunas fotos, una grabación en casete de su voz y unos pocos recuerdos que comparte Barley, el hermano. De pronto ocurre algo sensacional. El padre había estipulado que el día en que Ian cumpliera 16 años, la madre debería entregarles, a él y a su hermano, un regalo. Es un bastón mágico. Resulta que el padre era brujo, Ian heredó sus dones y podrá, siguiendo las instrucciones escritas dejadas por el padre, resucitarlo por única vez y por apenas 24 horas. Pasa que Ian no domina todavía sus poderes, y la resurrección queda por la mitad. Queda físicamente por la mitad –el aspecto más bizarro de la película–: sólo resucitan las piernas y la cintura del padre. Él parece tener conciencia, pero no tiene oídos ni visión y no puede hablar. Su acotadísima comunicación debe basarse en el tacto y la gestualidad de las piernas.
Para poder completar la resurrección, Ian y Barley deben conseguir una determinada piedra mágica, pero las 24 horas siguen corriendo. Tenemos entonces un concentrado periplo heroico de los dos hermanos junto a su padre-piernas, con todas las aventuras del caso.
Si el universo en que transcurre la historia es un menjunje de criaturas, la película es también una amalgama de referencias. Los elfos son azules, lo cual, asociado con sus casas-hongo, recuerda a Los Pitufos. La línea de Ian como mago principiante adolescente tiene mucho que ver con Harry Potter. Ver a dos elfos emprendiendo una jornada épica en un entorno impregnado de medievalismo céltico trae a colación los hobbits de El señor de los anillos. La posibilidad del reencuentro, por sólo 24 horas, con el pariente muerto viene de Inteligencia artificial (de Steven Spielberg, 2001), y lo que parece ser la última etapa del periplo evoca una aventura de Indiana Jones.
Hasta casi el final, la película parece ser una aventura muy bien narrada y llena de episodios creativos, lo que no está nada mal. Sin embargo, lo del periplo heroico va en serio: el viaje resulta transformador para Ian y, en alguna medida, también para Barley, la madre y algunos personajes secundarios. Y de pronto el centro emotivo, sin dejar de lado la intensidad que implica un contacto real con una persona querida ya fallecida, se desplaza en forma inesperada para ganar peso hacia otro lado. Nos damos cuenta de que no hubo prácticamente episodio o detalle de la película que no aportara en forma significativa a ese desenlace. La moraleja principal es sencilla, pero no por ello menos verdadera: a veces, ocupados en llorar lo que perdimos o no pudimos nunca tener, dejamos de valorar cosas increíbles que efectivamente están a nuestra disposición. El final es todo lo bello y emotivo que una película clásica tiene para brindarnos. Hay un abrazo al crepúsculo que puede arrancar lágrimas, pero cuando uno piensa que es la culminación, viene otro, aun más fuerte.
El director Dan Scanlon dice que concibió la historia a partir de su propia experiencia de vida, cuando encontró un casete con la voz de su padre, de quien no guardaba recuerdos porque falleció cuando él era muy chico. Se nota la sinceridad inherente a este relato. Pero la intensidad de los sentimientos del autor nunca es explicación suficiente para la intensidad de los sentimientos que suscita una obra de arte. En este caso, la sabiduría narrativa de Scanlon está acompañada y respaldada por la estructura de Pixar, que en sus 25 años de historia y tras 22 largometrajes acumula una densidad de logros que ni siquiera los viejos estudios de Hollywood igualan, y que cuentan entre lo más relevante y gozoso del cine estadounidense –y mundial– de estas décadas.
Unidos (Onward). Dirigida por Dan Scanlon. Estados Unidos, 2020. En varias salas.