Jumarpe, Samarlu, Manafer: debajo de la cacofonía de aquellos nombres modelados en hierro, tallados en madera o pintados sobre piedra laja yacen las Julias, las Marías, los Pedritos, las Sabrinas, los Martines, las Lucías, las Natalias y las Fernandas de orgullosas familias que sellaron el destino de un montón de balnearios uruguayos. Más allá del factor suavizante de que Alelí, la nueva película de Leticia Jorge, también responda al nombre de una flor, es la nomenclatura familiar en la que Alfredo y (Al)ba se basaron para bautizar la casa que sería el legado de sus hijos: (E)rnesto, (Li)lián y más tarde Silvana, que quedó fuera de la repartición de iniciales por nacer después de la compra de la casa.

Es difícil encontrar algo más clasemediero en Uruguay que las casas de balneario. Y no porque sean algo a lo que comúnmente acceda la clase media actual, sino por esa mitología de clase construida a partir de la época dorada de la mesocracia nacional. La necesidad de preservar este mito es lo que sostiene estas prácticas, y cada vez que se decide vender una casa de balneario (con el clásico fuego cruzado de las sucesiones) sobreviene una serie de episodios traumáticos, ya sea por la pérdida del rincón idealizado de la infancia o porque con la venta se disipa cierto valor o ficción que nos hace creer que formamos parte de esa clase. Casi podría decirse que lo que define emocionalmente a la clase media son esos ritos que hace con el anhelo de pertenecer a una clase más alta, sin llegar a lograrlo del todo.

La cinematografía nacional, obsesionada por sus retratos de la clase media (la alta prácticamente brilla por su ausencia y la baja suele ser motivo de documentales, más que de ficciones), ha migrado una y otra vez a los balnearios. En Whisky (Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, 2004), Mr. Kaplan (Álvaro Brechner, 2014), Flacas vacas (Santiago Svirsky, 2012), Las olas (Adrián Biniez, 2017), Hiroshima (Pablo Stoll, 2010), Joya (Gabriel Bossio, 2008), Los últimos románticos (Gabriel Drak, 2019) y Las toninas van al este (Verónica Perrotta y Gonzalo Delgado, 2016), entre muchísimas otras, el balneario es algo así como un interregno, un punto de fuga frente a ese centralismo capitalino que se le suele achacar a la cinematografía local.

Costumbrismo explosivo y colorido

Ya en Tanta agua (codirigida con Ana Guevara, 2013), Leticia Jorge mostraba buen ojo –y oído– para captar esos detallecitos de clase media que muchas veces se condensaban en frases, situaciones u objetos. En Alelí mantiene esta exploración de las prácticas y los lugares comunes (en el buen sentido de la palabra) de la clase media, pero extrapolándola al mundo de los cincuentones, con las crisis inherentes que esta edad conlleva.

La película parte de una reunión entre tres hermanos para vender la casa que da nombre al film, pero la transacción se trunca por un súbito apagón. Este accidente será el primero de muchos que se configurarán como la columna vertebral de Alelí: en el mismo día, todos los integrantes de la familia sufrirán accidentes leves de tránsito, a los que se sumarán disputas con vecinos, roturas de vidrios, intervención policial y riesgos de incendio. Dicho así parecen muchas emociones para lo que suelen ser las películas costumbristas uruguayas, y quizás hay ahí algo de lo novedoso que tiene esta película.

Ya en su anterior corto 60 primaveras (2015) podía verse cierto cambio de rumbo del humor seco y áspero (heredero del sello Control Z) exhibido en Tanta agua para abrir campo a un costumbrismo más explosivo y colorido. Los personajes de Alelí son mucho más intensos que los de varias de las comedias epigonales. En este sentido, el film con humor más cercano a Alelí sería Flacas vacas, pero en la película de Leticia Jorge todo aparece más pulido y calibrado, y Néstor Guzzini vuelve a confirmar su papel como la figura actoral más sólida del cine nacional. Más allá de que sus últimos roles suelen parecerse (en los que su gordura agrega puntos extra para su phisique du rôle de hombre frustrado o amargado), da la impresión de que todavía hay mucha tela para cortar en estos papeles.

En Alelí interpreta a Ernesto, el ala más conservadora de la familia, que de alguna manera entregó su vida a mantener el legado de su padre. Se lo ve todo el tiempo al borde del estallido, un cable pelado que encuentra en Lilián (Mirella Pascual) su centro de cortocircuitos. El triángulo se cierra con Silvana (Romina Peluffo), cuya vida está a la deriva entre problemas amorosos y una tremenda indefinición laboral.

Luego de una pelea en la casa de Lilián Ernesto trata de buscar refugio en Alelí, donde encuentra a Silvana, que escapó para allá por las mismas razones. Todo el film conforma un arco de reconocimiento y acercamiento a la diferencia, aun cuando el coagulante entre los hermanos sea abrazar sus partes más problemáticas o destructivas.

Más allá de la trama, Alelí se hace fuerte en los detalles: la amarretez de Lilián por dejar bajo llave hasta los envases de botellas, los cuadros espantosos que hace, el logo de la empresa familiar que estampa toda la ropa de Ernesto, la taza con el sublimado de la cara de los nietos, el collar de la madre debajo de su cuello ortopédico. Todos son detalles de una clase que anhela dar más belleza o estilo a su situación, y al mismo tiempo registran la avaricia empleada en el intento por mantenerla.

Pero detrás de todos estos detalles que hacen de Alelí una suerte de Arrested Development (2003-2019) clasemediero, hay un tema más general y amplio que es el doloroso peso de los roles: esa angustiosa dimensión de la identidad que está dada por papeles asumidos y adjudicados que actuamos aun cuando ya no se condicen con nuestras realidades. Todos están en medio de una asincronía con sus verdaderas vidas, queriendo rebelarse, y a su vez sin otra opción que reinterpretar papeles que una vez se ganaron, pero que ya les quedan chicos y asfixiantes.

El humor franco y por momentos explosivo que exhibe Leticia Jorge en Alelí la postula como una buena candidata para retratar estas peculiaridades uruguayísimas, mientras abraza una sensibilidad más popular que durante mucho tiempo pareció esquiva.

Alelí, dirigida por Leticia Jorge. Con Néstor Guzzini, Cristina Morán, Mirella Pascual y Romina Peluffo. En Mowies (a $ 182).