Antes de que se confirmara el primer caso de coronavirus en Montevideo, Gastón Dino Ciarlo se sentaba en la mesa de un bar. Y aunque ya se había suspendido el Montevideo Rock, todavía se mantenía el concierto que daría el 24 de marzo junto a Gastón Rodríguez y Walter Bordoni, para festejar los 50 años de su primer long play (Dino, 1970), en el que ya se intuía su extraordinaria capacidad creativa e interpretativa. Desde aquel entonces, Dino fue uno de los pioneros del candombe beat y la milonga rock, lideró el señero Montevideo Blues, con el que grabó su icónica “Milonga de pelo largo”, y comenzó a ser admirado por Eduardo Mateo, Alfredo Zitarrosa, Jaime Roos y tantos más, a la vez que se incorporaba al movimiento del Canto Popular Uruguayo, manteniendo el sonido rockero.
Entre historias personales y memorias colectivas, contribuyó a consolidar un mapa sonoro propio, con canciones que, para musicólogos como Guilherme de Alencar Pinto, se encuentran entre las más trascendentes y mágicas de la música uruguaya. En esa línea, Alencar Pinto va más lejos, y admite que se trata de un cantautor que abrió camino en el abordaje de lo político, lo social y lo erótico. Es que Dino es alguien del centro y, al mismo tiempo, de la periferia. Alguien fuera de ambiente que resignifica su obra, cargada de pliegues, insurrecciones y cierta forma de nostalgia. Algo que, en estos tiempos difíciles y de nuevas incertidumbres, trae renovadas formas de resistencia y nobleza.
“¿Mateo? Me acuerdo de cuando tenía el pelo corto, y no tenía barba ni bigote, y aunque ya era Gardel, todavía se trataba del pre Mateo... Yo lo conocía porque me había llamado mucho la atención su guitarra, llena de piripichos, cuando era músico de sesión de Telecataplúm, en la fonoplatea de Radio Ariel, a donde también iba Manolo Guardia y otra gente. Y me acuerdo del Mateo de Los Malditos, cuando tocábamos en La cueva [de los gatos]. Mientras otros tocaban los Beatles, nosotros hacíamos los Rolling Stones.
¿Y ahora seguís pensando como un rockero?
Sí, porque pensás en lo inmediato, en lo que tenés que hacer. Que sos parte de un mundo de vorágine al que tenés que responder, además de responder a cómo vive y piensa la gente. Me siento cómodo haciendo rock and roll, eso lo tengo clarito.
Empezaste a estudiar guitarra muy temprano.
A los cinco, seis años, con Carlos Echeverría, que vivía por la calle Industria.
Y después con Arnoldo Chúster [también referente de Mateo].
Él y Patilla, que era el que lo acompañaba siempre, fueron los que me pusieron en la mano la primera guitarra con cuerdas de acero. Ellos se mandaban a hacer las guitarras con un carpintero porque antes no era como ahora, que cualquier muchacho puede conseguir una guitarra que suene noblemente. En aquella época las guitarras que se mandaban a hacer eran un pedazo de madera adaptado, y además había que hacerse los micrófonos.
Una factura artesanal que seguramente implicaba otro vínculo con el instrumento.
Claro. Y todo era muy difícil. Los que tenían guitarras asombrosas era porque tenían tíos que trabajaban en Estados Unidos, porque se la podían traer en un viaje, o los nenes bien, que había muchos.
Pero vos empezaste a trabajar a los 12 años.
Haciendo mandados en la radio Ariel, con Luis Batlle. Al tiempo, a los músicos que trabajábamos ahí nos habían permitido usar uno de los estudios, en los que se grababan los radioteatros. Había diferentes timbres y cosas, como dos mitades de coco para hacer el galope del caballo. Y había, por ejemplo, una puerta a la que no se le podía echar aceite, para que hiciera ruido. Un mundo.
¿Y cómo te acercaste a la composición?
No tengo idea. Pero hay un momento en que cantás cosas de otros, y de repente te preguntás, ¿y yo? ¿Seré capaz de? Y claro que cometés errores espantosos. Pero, poco a poco, entre el acierto y el error se va avanzando. En cierto momento, por el 67, cuando fuimos a Brasil, hubo algo que lo despertó por dentro.
¿La tropicalia?
Sí, vimos a Maria Bethânia cuando empezaban a hacer la tropicalia. Y fue como que nos abrió un mundo, porque decís, si estos animales hacen esto y tienen su música, ¿nosotros qué? Porque tenemos el candombe, y yo, por ejemplo, no lo concebía, aunque Mateo y Rada ya lo hacían.
Y así llegó el “Hay veces”.
Es que después de esa experiencia empezamos un nuevo camino, pero siempre fue a prueba y error.
En ese momento, ¿qué significaba la canción para vos?
Hay cosas que, naturalmente, a uno le gustan más que otras. Quizás, en forma inconsciente, ese fuera el camino, y quizás después me dejé llevar. Pero si hay algo que tengo claro es que nunca fue por interés.
¿Creés que el artista tiene una función?
Claro que sí: socialmente. Y es su obligación tratar de cumplirla lo mejor posible. Porque un artista no es únicamente alguien que se sube al escenario y los demás tienen que aplaudir. Te van a aplaudir más si tomás ciertas actitudes con las que la gente se sienta identificada. Hay sólo dos vías: o estás con los poderosos o estás con tu gente. Si estás con tu gente sabés que las cosas van a ser difíciles, y si estás con los poderosos, te quedarás con las migajas. Nosotros sabemos lo que es una olla popular. Nosotros miramos y sabemos cuál es nuestro lugar y qué debemos hacer.
Milonga, “yo sé que a vos no te gustan / los que te cantan sin decir nada”, toda una declaración de principios.
Es cierto. Eso salió con el Paco Trelles y Los Solitarios. Hay una canción suya que es una belleza, “Por aguas que se fueron no se navega”. En esa línea estamos.
¿Y dónde ves la milonga o el “blues de Montevideo” hoy?
Creo que está yendo hacia lugares muy interesantes; veo la milonga en Milongas Extremas, en los Cuatro Pesos [de Propina]. De parte nuestra, como somos un tanto degenerados [como bautizó sus milongas Washington Bocha Benavides], me gustaría ver la milonga como la música de ZZ Top, pero ya sería demasiado pedir. Aunque va tomando su camino. Y quizás ya se liberó del corsé que le impone la tradición, a la que hay que respetar, pero también es necesario pasarla por encima. Está bien que haya gente que toque la milonga clásica, porque uno aprende, pero no te podés quedar siempre en eso. Tenés que salir. Atreverte. Ser artista es atreverse. Cuando me dicen que no se puede hacer algo me enloquezco. Porque si lo pensaste se puede hacer, sólo hay que buscar la forma.
De hecho, Montevideo Blues fue muy seminal en cuanto a la guitarra eléctrica, la milonga rockera.
Es verdad, pero casi no lográbamos trabajar. Fue un fracaso. Aunque la pasada de malambo con ritmo a 6x8, eso fue maravilloso. Como cuando hicimos “Cuna de mi muerte”, que yo quería hacerla en murga, y por eso llamamos al Gordo Risso, que era baterista de El Kinto y Los Malditos. Y me dijo: “Con tres golpes ya estamos en murga”. Y lo hicimos. En el 97, con La Dolores, lo pasamos de un rock cuadrado a estéreo, y todo junto sonaba de una forma tan rara. Pero lo hicimos. Eso es lo que cuenta.
Y al rock, ¿dónde lo ubicás?
Hay diversas formas de hacerlo, y no soy quién para evaluarlo. Sí creo que yo sigo una forma bastante básica y antigua de hacer rock and roll. “Ya vino tu madre a molestarnos” (Los Moonlights, 1972) es más viejo que el agujero del mate. No es moderno, y ni siquiera es de los 60, sino más bien de los 50.
Yendo a Dino, ¿qué implicaba para vos sacar un disco en ese momento? Sobre todo cuando, en las contratapas, la mayoría de los músicos populares uruguayos explicaban por qué elegían determinados ritmos.
Era una aventura. Vos podés hacer dos cosas: disfrazarte de algo que no sos o hacer lo que te gusta. Porque también está aquello de que el tiempo es redondo. Muchos sonidos y arreglos que se están usando ahora se usaban hace 60 años. El sonido del comienzo de “La milonga para recordar”, de los Cuatro Pesos, es de los años 50, y se está haciendo ahora. Yo les comentaba a los gurises que había unos modelos de Höfner (que tenía Walter Cambón, el guitarrista de El Kinto y Los Malditos) que venían cubiertos de cuero repujado, y con una chapa en la parte de abajo del cordal, que la levantabas y tenía una suerte de felpa. Con eso, cuando tocabas el sonido quedaba como apagado. Imaginate las posibilidades que se abrían. Y ahora se volvió a usar.
“Qué los parió a los gringos / que sacan más de lo que dan / que mandan a los que mandan / como a los loros para hablar”. Los versos no eran nada tibios para la época.
Me llama la atención cómo hay tanta gente que se sintió ofendida con esas canciones, cuando a nosotros nos molían a palos. Por ejemplo, en aquella época nos daban con las cachiporras en las piernas, y en las rodillas, diciendo “dale, pichi, decime qué tenés ahí”. “Abrí la bolsa, ¿dónde está la cédula?”, “¿para dónde vas?”.
En ese momento trabajabas en Radio Centenario.
Sí, y me acuerdo de que, cuando me preguntaron qué hacía, a las dos horas aparecieron por la radio a pedir la lista de los empleados para ver si era cierto. A nosotros nos molían a palos pero a otros los desaparecían. Y se ofendían porque cantabas canciones que no les gustaban. Unos divinos.
En esa época pasaste de Montevideo Blues a Los Moonlights, y fue el momento en el que estuviste más cerca de poder vivir de la música.
En esa época había tantos boliches que podíamos llegar a hacer cuatro o cinco bailes: empezábamos en Parque del Plata y después seguíamos a Colonia. Y de ahí pasábamos por el Club Social Progreso, y en una de esas terminábamos en el Rowing. Ahí aprendí muchas cosas: a ser más profesional; a saber el valor del tiempo, porque cuando se terminaba la canción, en vez de afinar y pensar qué hacer, ya teníamos todo pautado. En esa época tocábamos con Tótem, con Psiglo, y conocí a queridísimos amigos. Vos decís esos nombres y muchos sueñan con llegar a verlos. Y nosotros tuvimos la suerte de poder conocerlos, y, además, de aprender. Eso puede llegar a faltar en esta época, que no hay muchas cosas como para robar el oficio. La verdad que en aquel momento todo era fermental. Me acuerdo de que cuando Tótem fue a tocar a Buenos Aires, les tiraron con monedas y les gritaron “muertos de hambre”. Pero después se morían. Son cosas que no podés olvidar, porque forman parte de todo lo que te dio vida, todo lo que te alimentó. Porque decías “yo puedo seguir gracias a que puedo pisar ese escalón”. Y después vendrá otro que irá más lejos. Esa es otra parte interesante de resaltar: cuanto más palo nos dan, cuanto menos confianza y aprecio le tienen a la música uruguaya, mejor música hacemos, mejores músicos tenemos. Cada día hay más intérpretes y músicos. Hay mucha gente en Montevideo que piensa que la música del interior es sólo folclore, y en las ciudades del interior también se hace música urbana. Como decía el Bocha Benavides, “que florezcan todas las flores”. Aunque, si no hay apoyo, se complica. Por ejemplo, con 30% no arreglás [en referencia al porcentaje de música nacional que, por ley, deben pasar las radios]. Es muy poco, y más cuando te pasan de contrabando un par de cumbias. No es lo mismo; es otra historia.
¿Y tus herencias musicales? Sé que el rock te llegó por Semilla de maldad [Richard Brooks, 1955].
Esa era una película muy mala que vi en un cine que estaba acá en el centro, pero lo único bueno que tenía era la música. Y me acuerdo de que en aquel entonces también empezaron a pasar Jamboree [Roy Lockwood, 1957], y la gente bailaba en las sillas. Por eso los del cine empezaron a sacar los asientos de adelante, para que tuvieran lugar. Eso fue maravilloso. Como herencia, en aquella época tenía a los folcloristas como Víctor Lima. De los 50, teníamos a Alan Gómez, el de “Caminito de tierra colorada”. También eran los comienzos de Santiago Chalar, y ya Osiris [Rodríguez Castillos] estaba escribiendo. Y los grandes payadores, por supuesto.
En “Vientos del sur”, por ejemplo, nombrás a Omar Khayyam, el poeta persa.
Es que en esa época compartía mucho con Hugo Mercader, que era un gran pintor, y muy amigo de mi padre, aunque se peleaban por política, porque uno era pro chinos y el otro pro MLN [Movimiento de Liberación Nacional]. Como Mercader amaba los libros, me prestó uno de Khayyam, y me apasionó. Me resultó imponente. Y “Vientos del sur” apareció en una noche fría y ventosa de un 24 de diciembre. Yo vivía con mi tía y mi abuela, que se habían ido a la casa de unos familiares, y como el viejo Ciarlo tenía guardadas unas cajas de vino y unas galletas dije “qué más da”. Así que agarré a Khayyam y me puse a leer. Cuando me di cuenta de que se estaba terminando el vino decidí apuntar un poco la melodía que había surgido para no perderla. Y así nació esa canción.
Tienen cierta familiaridad con el Sabalero (José Carbajal); los dos compartían algo de jóvenes nostálgicos. Él escribió “Chiquillada” a los 26 años, y vos, a los 30, “Vientos del sur”.
Nosotros vivimos una época democrática, pero después vino el cambio, y yo recuerdo cosas que son intransferibles. Para mí, lo intransferible es haber estado con la pequeña, de Carbajal, cuando yo vivía en Galicia y Río Negro, y ellos en Río Negro casi Galicia. Cuando empezó a triunfar ya fue otra historia, pero ahí la realidad ya había cambiado. Siempre lo recuerdo con un cariño inmenso. La última vez que lo vi fue en el Cine Plaza, con Numa [Moraes]. Y después pasó lo que pasó. Son muchos los que cayeron, muchos los que no llegaron a nada pero hicieron todo lo posible para tratar de que la cosa caminara; a ellos nos debemos. Y eso no se puede olvidar. Tengo la imagen de Aníbal Sampayo, parado impecable en la puerta, de una vez que fuimos a tocar al Prado. “¿Seguís haciendo eso que vos decís que es folclore?”, me largó. Y Marcos Velásquez me decía: “Déjese de joder, usté no hace milonga, hace habanera”.
¿Cómo te vinculabas con el movimiento del canto popular?
Era algo muy sencillo: en ningún lugar se dice que con una guitarra de cuerdas de acero no se puede hacer milonga. Ni [Lauro] Ayestarán lo dice, sino que más bien insinúa lo contrario. Porque del lado brasileño se hacía. Así que la gran mayoría de nosotros hacíamos lo que nos gustaba, y no criticábamos lo que hacían los demás. Nos llevábamos bien, incluso, con Santiago Chalar, que fue una gran persona. Me acuerdo de que en Varela, unos nabos empezaron a molestar, y él saltó en nuestra defensa, “los cantores están cantando y se tiene que hacer silencio”, siempre con su poncho colorado. O sea, siempre nos llevamos bien, y eso era fundamental. Porque el enemigo estaba ahí; estábamos juntos en su contra.
“Un artista no es únicamente alguien que se sube al escenario y los demás tienen que aplaudir [...] Hay sólo dos vías: o estás con los poderosos o estás con tu gente”.
El día del golpe de Estado estabas en la radio Centenario.
Sí. Una de las cosas que nunca voy a poder olvidar es cuando empecé a escuchar “A don José”. Recién después lo entendí.
Y poco tiempo antes habías ido a la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación.
Sí, pasé por Humanidades porque quería hacer Psicología, pero entre la situación que vivíamos, y que en una clase eran 300, terminó ganando la música.
¿Por qué decidiste irte a Suiza a principio de los 90?
Yo tenía muchos problemas y pensé que iba a mejorar mi vida, además de que me había casado con una muchacha. Pero no fue así, y a los problemas me los llevé en el bolsillo. Ir a Suiza no fue como hacer la América. Y después volver no fue nada fácil.
¿Cómo fue el regreso?
Fue muy bueno. Llegué a Montevideo y me contaron que había unos muchachos que tocaban, y así me encontré con Walter y con Gastón. Ahí ya nos enganchamos. Y todo cambió. A veces, uno encuentra un camino y logra ir acompañado con gente buena.
Algunos de tus colegas, como Garo Arakelian, se sorprenden con tu capacidad para rehacerte, para empezar de nuevo.
Será porque me gusta el camino, o porque todavía tengo fuerzas como para hacerlo. Al gran concertista y maestro de guitarra español Andrés Segovia le preguntaban “maestro, ¿por qué toca tan rápido el concierto?”. Y él decía “pues, porque puedo, coño”. Esa es la razón. Todavía puedo.
Viendo la cantidad de versiones que tiene, por ejemplo, “Vientos del sur”, se confirma tu capacidad para seguirles hablando a las nuevas generaciones.
Vos sabes que las nuevas generaciones se dan cuenta de que ciertos mensajes no pierden vigencia: los mensajes de soledad, de injusticia social, de explotación no cambian, y las situaciones siguen siendo las mismas.
¿Te seguís quedando con “Cruzar el río”?
Esa es una preciosa canción. También tengo otras muy lindas. Como decía [William Butler] Yeats, las mejores canciones aún no se han escrito. Después de “Cruzar el río”, me acuerdo de que estaba mirando la salida de la luna, que era algo imponente. En ese mismo momento, un anormal le robó el medallón a la Virgen de Dolores. Y me pregunto, ¿quién escribió la canción después? ¿Yo sólo fui el intérprete? Hay gente de Dolores que la escucha y llora, porque la canción los retrata a ellos, a los vecinos.
“Los que sueñan con estar lejos / los que no pudieron zarpar”.
Claro. Hay muchos, sobre todo los ancianos, que nunca fueron a Montevideo, por ejemplo. O a Fray Bentos, que son 75 kilómetros.
“Frazada del pobre hombre que siente frío”, ¿también hoy la canción es un refugio?
Siempre es un refugio. Capaz que en algún momento te va mal, y empezás a cantar “La coyunda”. Cuántas historias de esas hay que quedan registradas en las historias de tantas vidas.
¿Te sigue seduciendo la idea de mimetizarte con el paisaje?
Cuanto más desapercibido, mejor. Aunque me acuerdo de un día que fuimos a tocar a Bella Unión, y, cuando terminamos, se acercó un señor que tendría mi edad, y me preguntó si lo dejaba estrechar mi mano, porque hacía más de 35 años que estaba esperando ese momento. Ese es el pago.
“Mi verdadera historia / esa nadie la sabrá”. ¿No la decidís contar?
A nadie. ¿Vos sí?