La receta es efectiva. Las dosis, a piacere; los buenos chefs saben, no necesitan medir. Basta con que al gran evento se le añadan hartos triángulos amorosos, promiscuidades varias, violencias (en los tiempos que corren, “mejor” si son de género), accidentes y catástrofes y, en los casos más sustanciosos, alguna que otra parafilia. El querido y viejo amasado de la mega y la microhistoria leuda, se agiganta en tiempos de televisión a la carta. El menú atraviesa la cronología de la humanidad; hace que Noé se codee –en el espacio de la pantalla y quizá en una misma noche– con Marco Polo y Alejandro Magno; Troya con el Imperio romano y Versalles; María Magdalena con Elizabeth, la reina virgen, y Bolívar.
Los golosos amantes del pasado –empaquetado en series– están de parabienes. Y la subespecie cinéfila ya puede relamerse los dedos con la última masita de Netflix: El Bazar de la Caridad, entrega francesa de ocho episodios lanzada, según el país, entre noviembre del año pasado y enero de este. Alexandre Laurent la dirigió para la compañía estadounidense haciendo girar su trama en torno al incendio del bazar del título ocurrido el 4 de mayo de 1897, a causa de un accidente en la sala de proyección del cinematógrafo: fueron culpables tanto la mala praxis como la naturaleza combustible del medio. No era la primera vez que nitrato y fuego se unían en la vida y en la crónica, pero la magnitud de las pérdidas humanas –más de 120 personas, la mayoría mujeres– y su origen mayoritariamente aristocrático –la más famosa, para los amantes del gossip, fue la duquesa Sofía Carlota de Baviera, hermana de la emperatriz Sissi– determinaron que ocupara globalmente medios de prensa.
De ese mix macro y micro está impregnada la brevísima descripción que se ofrece, desde el sitio, al futuro binge watcher: “Un día de primavera de 1897, las aristócratas Adrienne y Alice y su sirvienta Rose se reúnen al rastrillo benéfico de París sin saber que ocurrirá una impactante tragedia”. De hechos reales se trata, entonces. Y la adherencia a esos hechos será tan fiel como lo permita la necesidad de impactar (porque ese “impactar” funciona para ellas y para nosotros), como pronto verán ustedes, lectores y lectoras, si aceptan la invitación a la pura, purísima evasión, dentro de diez minutos, de tardecita, o esta noche, en sus teléfonos, tabletas, computadoras o televisores.
Hipérboles, villanos y amores imposibles
Parte de la estrategia ganadora de la serie estriba, sin duda, en el modo folletinesco de contar que emplea, en perfecta consonancia con el horizonte literario del momento. De hecho, Paula Vázquez Prieto, del diario La Nación, acierta en considerar a esta producción “heredera contemporánea de los folletines decimonónicos, con villanos inescrupulosos, identidades cambiadas y amores imposibles. Es sobre ese territorio que asienta sus bases y conjura su rocambolesco destino”.
Con ese modelo en mente debemos medir la representación del espectáculo cinematográfico en ese 4 de mayo, origen de la tragedia y espacio para el tan gustoso regodeo metacinematográfico. La serie de televisión que encierra al cine en su seno, la caja china. Es así que La llegada de un tren a la estación de La Ciotat (1896), una de las cintas de los hermanos Lumière proyectadas esa noche, aparece sin anuncios ni mediaciones: el espectador de hoy ve la escena del tren avanzando oblicuo hacia él y escucha los gritos –antes de verlo– del espectador de 1897. Segundos después, la cámara retrocede y nos muestra la pantalla completa y, de espaldas, al público –en la misma posición que nosotros los espectadores–; la ficción nos incluye, nos convoca a ser parte. Pero sólo por poco: la siguiente toma frontal nos distancia de él. Nos muestra sus gritos, pero también su diversión: el miedo era y no era en serio. “Todo está bien. No tengas miedo, Thomas. Yo también pensé que venía hacia nosotros. Me asusté. Listo, terminó. Es asombroso. No te asustes, ya terminó. Mirá, es el cine, el cinematógrafo”, dice Rose, la sirvienta del resumen, al hijo de una aristócrata al que estaba cuidando. Además de funcionar bien como anticipación del pavor inminente ante el incendio, la escena –y las palabras de Rose que la enmarcan– es cita de uno de los mitos más instalados en el imaginario sobre el cine de los inicios: el miedo de la audiencia ante el tren avanzando hacia ella. El filtro folletinesco necesita, rabiosamente, de lo espectacular aun si debe alejarse de la realidad, de la crónica y de las investigaciones al respecto.
Necesita divertir, y qué mejor que pensar la audiencia de 1897 como naíf e infantilizada. De hecho, la serie tampoco pierde la ocasión de introducir –ajustándose sí, fielmente, al programa de aquel día– la cinta cómica El regador regado (1895), otro de los éxitos de los Lumière, que permite dosificar la tensión y distensión del espectador (de la época y de ahora): al susto ante el tren sigue la risa distendida por ese hombre empapado que será sustituida, en pocos minutos, por el pavor ante el fuego.
Según Jules Huret, autor del volumen La catastrophe du Bazar de la Charité (1897), el bazar se quemó completamente en menos de diez minutos, y aunque sospechemos de su crónica, otras fuentes modernas parecen concordar en que el siniestro no duró más que otros cinco minutos. Esta versión, en una de las apuestas más grandilocuentes de toda la serie, dedica al incendio, en cambio, 25 de los 47 minutos que dura el primer episodio. Es decir, regala generosamente más tiempo al edificio para incendiarse, a los cuerpos para moverse entre las llamas, a los aristócratas para golpear y pisotear más damas de la beneficencia, a los ojos más muertes desgarradoras. En la base de todo folletín está la hipérbole; su público lo sabe y se regocija. El primer capítulo cumple con la premisa y los siguientes tampoco escatiman exquisiteces.
Otras opciones gratuitas
Para quienes detesten los folletines, las series históricas o, simplemente, Netflix y amen los orígenes del cine (y no sólo), las alternativas gratuitas en días de Covid-19 son varias y suculentas. Una de las más ricas, pero específica para los curiosos de la Primera Guerra Mundial, es la del portal European Film Gateway, que concentra 38 archivos en toda Europa, con miles de documentales históricos de películas. Más generalista, la Cineteca de Milán ofrece funciones diarias y abiertas en streaming, mientras que la Cineteca Chilena mantiene su lujosa oferta y la Federación Internacional de Archivos de Cine se decidió por cubrir casi toda la geografía, una verdadera Babel. En campo uruguayo, el Laboratorio de Preservación Audiovisual hace lo suyo con digitalizaciones de nuestro patrimonio fílmico.