Si yo fuera Pereira, el personaje de Antonio Tabucchi, ya tendría preparada una elegía y escrita su necrológica anticipada. Pero creí que él era inmortal, porque el ex policía, abogado penalista, docente universitario, periodista y crítico de cine devenido escritor Rubem Fonseca tenía 94 años y nunca había dejado de publicar: Carne crua en 2018 y Calibre 22 en 2017 fueron sus últimos textos.

Fue esquivo con la prensa, poco afecto a entrevistas y conferencias, y de su vida no se sabe mucho más de lo que figura en las solapas de sus libros. La fama, “esa suma de malentendidos que se concentran alrededor de un hombre”, según Rilke, no pareció importarle. Sentía recelo por los que llamaba “escritores de opinión”, y lo que quiso decir lo dijo a través de su obra, “[...] no como personaje público que dicta sentencias en cuanto tiene un micrófono”.

Entré a la obra de Fonseca por la puerta grande. “Feliz año nuevo” es una historia de tres desgraciados que salen a robar en los barrios ricos que están festejando Reveillon, y algo que empieza como un hurto en algún momento se transforma en un raid de violencia, sexo y muerte. El cuento es vertiginoso y repugnante, es literatura-caída libre, literatura-montaña rusa, es un vértigo que te arrastra por lo más sórdido, violento y miserable de una Río de Janeiro miserable, violenta y sórdida. Fue prohibido, decomisado, retirado de las librerías por la dictadura brasileña en 1976. Dijo el senador Dinarte Mariz sobre el texto: “Lo que leí me espantó, me puso los pelos de punta; es pornografía del más bajo nivel, no hay página en que no se vean los rincones más oscuros del país... el autor debería ir preso”. Sin embargo, el relato censurado es un punto de inflexión en la carrera de Fonseca, que desde entonces comenzó a circular clandestinamente y a venderse como nunca. Habría que agregar que demandó al Estado y que, 12 años después, ganó el pleito: un acto de justicia literaria.

Después llegué a Mandrake, el personaje que atraviesa su obra, el rey de la corte de los milagros, un abogado penalista aficionado al ajedrez, al vino tinto y a los romances furtivos, un conocedor de los bajos fondos, detective erudito y cínico. “Nada es tan intolerable para un hombre como un estado de completo descanso, sin pasiones; entonces siente soledad, desamparo, vacío”, reflexiona mientras fuma su inseparable puro al lado de alguna mujer y después del sexo.

Toda la obra de Fonseca muestra un mundo podrido, corrupto, un universo amoral sin dios ni normas, seres solitarios y desencantados que no tienen esperanza ni ideales. Sin embargo, en toda su obra brilla el humor; a veces un humor negro, otras una risa nerviosa que parece venir del propio autor porque, como dijo, “el humor es la penúltima etapa de la desesperación”.

El personaje Gustavo Flavio, en Bufo & Spallanzani, dice: “El escritor debe ser esencialmente un subversivo. El escritor tiene que ser escéptico. Tiene que estar contra la moral y las buenas costumbres”. La obra funciona por momentos como un tratado de narratología que recoge las reflexiones del protagonista, con guiños metaficcionales como el hecho de que la agente del escritor en la ficción es Carmen Balcells, la que fue agente del escritor en la realidad.

Fonseca fue un subversivo. Utilizó el noir, se sirvió del realismo sucio y del erotismo para describir la violencia de Brasil, la crueldad de las calles de Río de Janeiro, la marginalidad y la corrupción de los círculos de poder, pero los géneros sólo fueron herramientas funcionales a la denuncia social, a la reflexión sobre la soledad. Sería mezquino decir que representó al policial brasileño, porque Fonseca fue mucho más que un escritor de policiales. Con su universo literario poderoso, alejado de exámenes éticos o ejercicios maniqueos, con su discurso crítico y autorreflexivo, Zé Rubem fue un viento nuevo que agitó, subvirtió la ficción brasileña.