En esta era de extrema corrección política que vivimos, en la que la Policía de la Moral, camuflada en la razón de la manada y el pensamiento homogéneo, ha sabido filtrarse en cada manifestación del arte, cuestionando todo aquello que considera apartado de sus preceptos, logrando incluso que muchos artistas se autocensuren (un cantautor local ha expulsado de una de sus canciones a ciertos “viejos maricas”; otro, al versionar en español una canción en inglés, ha cambiado “fetos” por “jardines de infantes” para no incomodar a los sensibles oídos del presente), la muerte de un escritor profundo y cabal como el brasileño Rubem Fonseca entraña una doble pérdida: la de su escritura única, fijada en un puñado de libros memorables, y la de una ética del creador que no transa con nada, pues el genio verdadero no conoce imposiciones ni trabas para expresarse.

Fallecido el miércoles 15 en Río de Janeiro, a poco menos de un mes de cumplir 95 años, Fonseca se mantuvo inquieto hasta el final –su último libro de cuentos, Carne crua, apareció en noviembre de 2018–, cultivando la reclusión, en una senda que lo emparentó con su amigo Thomas Pynchon, quien una vez escribió sobre el autor de El caso Morel: “Lo mejor de la obra de Rubem Fonseca es no saber adónde nos va a llevar. Siempre que comienzo un libro suyo es como si sonara el teléfono a medianoche: ‘Hola, soy yo. No vas a creer lo que está sucediendo’”.

Escritor tardío

Antes de publicar su primer libro, Los prisioneros, en 1963, a los 38 años, Rubem Fonseca había integrado el cuerpo policial de Río de Janeiro, se había recibido de abogado y había pretendido, sin éxito, convertirse en juez. Funcionario ejemplar con el uniforme, conocedor al dedillo de los vericuetos de las leyes y poseedor de un ojo clínico para horadar la mentalidad criminal (incluyendo la de muchos compañeros del cuerpo), durante sus años como policía Fonseca ya estaba escribiendo aunque ni él mismo lo supiera. Es que todo aquel material humano encontrado en redadas, celdas, pasillos de juzgados, depósitos forenses, furgones policiales y largas esperas para lograr la firma de un comisario, el sello de un juez o cualquier cagarruta de un burócrata del sistema judicial saltaría en los años siguientes a la literatura del ex agente policial.

Como el doctor en derecho Maurice Maeterlinck, el médico Mijaíl Bulgákov, el cartero Charles Bukowski y el vendedor de autos Kurt Vonnegut, el policía Fonseca exprimió en sus ficciones las vivencias de su antigua condición, imaginando tramas variadas y desdoblándose en personajes que llevan su marca, de los cuales el más famoso es el cínico abogado Mandrake, que convive con otros seres tan inolvidables como el comisario Guedes (adepto al Principio de la Sencillez de Ferguson, que indica que si hay dos o más teorías para explicar un misterio, la verdadera es la más sencilla) y el Cobrador, el protagonista del cuento homónimo, un asesino con los dientes podridos que, al enamorarse de la pálida Ana, reflexiona: “¿Cómo puede tener alguien una boca tan bonita? Me dan ganas de lamerla diente a diente?”.

Cuentos y novelas

Glosar en apenas una página la obra de Rubem Fonseca es una tarea, además de inútil, imposible. Para quien no lo ha leído –por fortuna la editorial Tusquets ha publicado en los últimos años sus Cuentos completos, al tiempo que la mayoría de sus novelas pueden rastrearse en español–, se puede ensayar acá una posible aproximación, con toda la arbitrariedad que la tarea conlleva.

Hay cierto consenso en señalar a Agosto, novela publicada en 1990, como la obra cumbre de Rubem Fonseca. Ambientado en el mes de agosto de 1954, el libro tiene de fondo la maraña de sucesos que acabaron en el suicidio del presidente brasileño Getúlio Vargas, el llamado Padre de los Pobres, y presenta en la figura de su protagonista, el comisario Alberto Mattos, a otro de los personajes destacados de la fauna del autor. La novela El gran Arte, de 1983, desarrolla en una interesante variación un tema harto sobado por la novela policial: el asesino serial. Soberbia en el desmenuzamiento que el autor hace de las clases sociales, en un interesante juego entre alta y baja cultura, la historia tiene varios puntos de contacto con El caso Morel, la primera novela de Fonseca, publicada en 1973, en la que ya despunta, además del desparpajo con que el autor moldea los materiales del género, el juego metaficcional que mezcla a detectives que escriben con escritores que investigan.

Mucho más jugada a la difuminación de los límites de la novela policial es Buffo & Spallanzani (que en español se editó originalmente como Pasado negro), en la que el autor salta de un asunto a lo Philip Marlowe a una trama de cuarto cerrado, boicoteando cada convención del género mientras no deja de reflexionar sobre el propio arte de escribir. “En mi pesadilla, aparece Tolstoi vestido de negro, con sus largas barbas descuidadas, diciéndome en ruso: ‘Para escribir Guerra y paz hice este gesto doscientas mil veces’; y tiende la mano, descarnada y blanca como la cera de una vela, que no sale entera de la ancha manga del levitón, y hace el movimiento de mojar una pluma en el tintero”, se lee casi al principio.

Por último, permítaseme cerrar este articulillo con una referencia a la labor como cuentista de Rubem Fonseca. De igual peso y constancia dentro de su obra que las novelas, sus cuentos, agrupados en varios volúmenes, se abren a una diversidad de temas y situaciones, siempre con la sordidez como estandarte. Tal es el caso del notable ‘Corazones solitarios’, un homenaje explícito a Miss Lonelyhearts, de Nathanael West, que introduce un caso policial en una revista para mujeres escrita por hombres; el contundente ‘Feliz año nuevo’ (que le da nombre al libro que fuera prohibido por la dictadura militar brasileña en 1975), un derroche de violencia que enfrenta a dos clases sociales, estampando a una de ellas contra la pared; y ‘LE’, en el que se discuten los pros y los contras del deporte camuflado en el título, practicado por unos hacendados del Pantanal: el lanzamiento de enanos.

Literatura pura, viva, enérgica y sin concesiones a la moral biempensante es la literatura de Rubem Fonseca, la que sigue palpitando en sus libros tras la última redada que se llevó al artista que la escribió.