En la gran mayoría de las conversaciones entre mis amigos, el punto en cuestión, lo que dirimía si Casi feliz estaba buena o no, era la relación previa que uno tuviera con Sebastián Wainraich, su factótum absoluto: es el guionista en exclusiva de los diez episodios y se interpreta –casi– a sí mismo en el rol protagónico. Dado que yo no tengo ninguna –para mí era “el pelado ese, argentino” –, puedo decir entonces que hay otro factor que decide: incluso sin saber quién es Sebastián Wainraich, Casi feliz se disfruta perfecto.
¿Por qué sería relevante conocer desde antes al protagonista de la serie? Porque en Casi feliz Wainraich presenta una visión –algo exagerada, quiero creer– de su vida, sus relaciones, su propia personalidad y, sobre todo, su trabajo. Conductor de radio, comediante, ocasional actor, famoso (pero no tanto como cree), el Sebastián que protagoniza Casi feliz es todo esto y más, pero por encima de todo es un hombre en una encrucijada vital: paralizado en lo emocional, colmado de inseguridades, sin relacionarse verdaderamente con alguien nuevo y dando vueltas cual polilla a la lámpara a su ex esposa (Natalie Pérez), con la que no logra (y no quiere) romper vínculos del todo.
Aunque trabajo, familia, fútbol y amigos –no tiene muchos, pero se destaca entre ellos El Sombrilla (Santiago Korovsky), su productor y personaje robaescenas de la serie toda– tienen relevancia, la serie se centra sobre todo en su carácter de comedia romántica, que es lo que será en definitiva el hilo argumental de toda esta primera temporada (y que queda preparada para una segunda, si el mundo sigue girando).
El juego de “comediante nos cuenta la vida en una serie” es un formato muy estadounidense y que ha dado grandes hallazgos –basta con recordar Seinfeld o Louie–, y aquí se lo sigue al dedillo, con las mismas observaciones del caso. Sebastián tiene todos los números para ser Sebastián Wainraich, pero el apellido nunca se nombra. Sus hijos lo acompañan en el elenco, pero no interpretan a sus hijos ni son los verdaderos padres o su ex esposa (de hecho, Wainraich no es casado, pero está en pareja desde hace 18 años con la madre de sus hijos, Dalia Gutmann) quienes aparecen, y cabe suponer que un buen número de las anécdotas graciosas que protagoniza están inspiradas en su vida real, pero otro tanto no.
Si ese modelo de comediante que sanea sus miserias en público –judío, inseguro y por momentos tan patético que da vergüenza ajena– es algo que hemos visto antes en televisión por cable, lo cierto es que Casi feliz funciona más y mejor cuanto más se aleja del molde estadounidense y se propone como muy argentina, cuando incluso abraza cierta emotividad y nostalgia, y adopta por momentos hasta un tono poético, bien rioplatense.
Lo respalda, además, su gruesa agenda: la lista de actores y actrices que hacen secundarios o cameos no parece tener fin. Desfilan Gustavo Garzón, Julieta Díaz, Hugo Arana, Carla Peterson, Juan Minujín, la propia Dalia Gutmann, y en el mejor secundario, además del mejor episodio (el segundo), un completamente pasado de rosca Adrián Suar.
Cada episodio de Casi feliz tiene a su favor un gran dinamismo, al menos un par de chistes muy acertados (como cada vez que nuestro protagonista falla miserablemente haciendo stand up) y suma a la gran historia que se va construyendo en los diez episodios. Sin romper molde alguno pero gracias a algo que sin dudas es auténtico, Casi feliz se disfruta sin complicaciones, aprovechando ese formato de consumo veloz que son los capítulos de menos de 25 minutos.