Ayer, cuando la familia de Michel Piccoli (1925-2020) contó que el actor había fallecido hacía una semana, a raíz de un accidente cardiovascular, resonaron con fuerza tantas interpretaciones notables que lo convirtieron en un emblema del cine europeo. A lo largo de sus 70 años de carrera, y cerca de 200 películas, Piccoli filmó con todos: Luis Buñuel, su amigo, lo dirigió en La muerte en el jardín, Diario de una camarera y las descollantes Belle de jour y El discreto encanto de la burguesía, entre otras, además de Jean-Luc Godard (El desprecio, que protagonizó junto con Brigitte Bardot, y en la que se cruzó con Fritz Lang interpretándose a sí mismo), Alain Resnais (La guerra ha terminado), Peter Brook (La Cerisaie), Marco Ferreri (La gran comilona, que escandalizó al Festival de Cannes en 1973 y fue prohibida en varios países por sus orgías, y en la que trabajó con Marcello Mastroianni), Alfred Hitchcock (Topaz), Agnès Varda (Las criaturas, Las cien y una noches) y Luis García Berlanga (Tamaño natural), pero también podríamos nombrar a Jean Renoir, Jacques Demy, Louis Malle y Nanni Moretti, que lo dirigió en uno de sus últimos protagónicos, Habemus Papam (2011). Pero el Luis XVI de Ettore Scola (La noche de Varennes) también trabajó con cineastas jóvenes y en pequeños films de autor antes de que, en 1997, a sus 70 años, se animara a dirigir por primera vez, amplificando las resonancias de su figura.
A lo largo de su carrera, Piccoli transformó el modo de estar y percibir el mundo en función de sus personajes, y desafió la transparencia de la interpretación, en un juego infinito entre su cuerpo y una gestualidad inagotable. Para él, el ideal era sorprender con su trabajo desde la sencillez, siempre al margen de las pretensiones. “El texto es capital, desde luego, aunque muchas veces (como en Dillinger é morto, de Marco Ferreri) he tenido papeles prácticamente mudos. Aunque sin la sensualidad del individuo, del actor, el espectador no recibe nada; la sensualidad es fundamental, y yo me siento muy sensual: ¡pero de una sensualidad oculta!”, decía a El País de Madrid hace unos años.
En su caso, la vocación fue casi un signo del destino. A los nueve años, este niño que había nacido a fines de 1925 en París se subía por primera vez a un escenario en el internado en el que estudiaba. A los 18 ya había decidido que quería ser actor. La Segunda Guerra Mundial pospuso el proyecto, pero en el ínterin se afilió al Partido Comunista y cimentó un consistente compromiso político que mantuvo hasta el final.
Como muchos, al comienzo despuntó en el teatro: en los años de posguerra trabajó en un pequeño teatro parisino, el icónico y cooperativo Babylone, en el que Samuel Beckett estrenó Esperando a Godot (1953). Pronto comenzó a llamar la atención de varios directores, sin sospechar que, con los años, se convertiría en un emblema del cine moderno.
No obstante él, en verdad, sólo tuvo un deseo: nunca quedar atrapado en su profesión. Por eso, a mediados de 2013 decía, convencido: “siempre hay que encontrar innovaciones [...] poner las cosas en peligro cuando se vuelven admirables, saber que hay que cambiarlo todo”.