Sus más fervientes admiradores lo sabíamos: Fiona Apple había terminado su disco. Lo anunció con lengua de señas en las redes sociales de Zelda, la amiga con la que convive desde hace un par de años. Lo dijo en el inmejorable perfil de Emily Nussbaum en The New Yorker. Las expectativas eran altas, aunque el disco, en teoría, recién vería la luz en octubre.
La cuarentena, ya bastante más generalizada en todo el mundo, llevó a Apple a adelantar la fecha para el 17 de abril; esa medianoche el disco ya estaba disponible en Spotify y otras plataformas. A las pocas horas, la revista digital Pitchfork ya lo había calificado con un rutilante 10 (ningún disco había recibido la máxima nota en los últimos diez años), Twitter estallaba en comentarios y hashtags, y la NPR (National Public Radio) había convocado a una listening party del disco completo. ¿Por qué tanto alboroto?
Fiona Apple nació el 13 de setiembre de 1977 en Nueva York, hija de un actor y de una cantante, nieta de una bailarina y de un vocalista de big band. Empezó a estudiar piano cuando era niña, y a los ocho años ya componía sus propias canciones. Un video casero muestra a la pequeña Fiona enfrente de un teclado. Se escucha una voz masculina que pregunta “Esta es la primera composición de Fiona, ¿no?”, y ella responde “Bueno, es la primera que recuerdo”. Su madre tuvo que autorizar la firma de su primer contrato con una discográfica (todavía era menor de edad). Escribió la mayor parte de las canciones de Tidal, su primer disco, cuando tenía 17 años. La leyenda cuenta que compuso “Criminal” (tal vez su canción más conocida, también a causa del videoclip, bastante controvertido, que dirigió Mark Romanek), en 45 minutos, después de que la discográfica le pidiera que incluyera un hit.
El disco fue un éxito rotundo: vendió millones. Pero también empezó a cimentar la fama de Apple como una suerte de adolescente intensa, mezcla de estrella pop con Sinead O’Connor y Billie Holiday, que hablaba de más con los periodistas y contaba sin tapujos que un extraño la había violado en la puerta de su departamento cuando tenía 12 años. Un arma de doble filo. Cuando aceptó un premio de MTV, citó a su ídola Maya Angelou (muchas de las primeras composiciones de Apple eran arreglos musicales para sus poemas) y dio un discurso, también polémico, en el que declaró que todo ese mundillo (la industria musical, claro) era bullshit y que nadie debía modelar su vida en relación con él y sus nociones de lo cool. Para muchos, había hablado como una auténtica desagradecida. Para otros, era una adolescente hipersensible y caprichosa. Así empezó el ir y venir de Fiona con sus críticos y con la prensa. El álbum que lanzó a continuación lleva como título un largo poema (When the Pawn...) que compuso como respuesta a una nota periodística que la hacía quedar bastante mal.
A partir de ese momento, Apple empezó a recluirse cada vez más. Su producción se volvió cada vez más espaciada. Un disco nuevo cada seis años, usualmente bien recibido por la crítica. Un videoclip de alto perfil, como el de “Hot Knife”, que dirigió Paul Thomas Anderson, su ex pareja. Apariciones esporádicas en la televisión, una licencia para usar alguna de sus canciones en una película o serie de su agrado. Muchas colaboraciones con otros artistas. Una gira suspendida en 2012, que incluiría por primera vez a América Latina. Apple decidió cancelarla cuando se enteró de que Janet, su perra, tenía una enfermedad terminal. Quería quedarse en su casa en Venice Beach para acompañarla en sus últimos días.
Ocho años después de su último disco, llega Fetch The Bolt Cutters, grabado casi exclusivamente en la casa de Apple. La casa se escucha: golpes en las paredes, en el piso, en los muebles, ladridos de perros. Bases rítmicas construidas con objetos extraños y descartados que acompañan la voz, el piano y la habilidad de Fiona para traducir en palabras vívidas e intensas sus experiencias más personales. Un poco de Tom Waits, un poco de Pet Sounds, un poco de Beyoncé. Pero también una lección acerca de cómo transformar esa reclusión en una experiencia bastante luminosa (es curioso que algunos críticos comparen sus letras con los poemas de Emily Dickinson, tal vez la reclusa más famosa de la historia).
Más allá de los ritmos extraños o de las letras, su voz sorprende. La reseña de Pitchfork señala, con bastante razón, que si bien Apple siempre fue una declarada fanática de John Lennon, en Fetch The Bolt Cutters la experimentación vocal la ubica en el espectro de Yoko Ono. Apple, además, confesó que en este disco dejó de preocuparse por cantar bien. Pero más allá de esa cualidad experimental, intriga la elasticidad de la voz, el redescubrimiento de los tonos y los timbres (cada repetición de la palabra que le da título a “Ladies” aporta un matiz, un color distinto). Pero también las letras. Como el Lennon tardío, Apple, de a ratos, parece haber abandonado los ornamentos: las letras son crudas, directas, tristes, también graciosas. Es un disco divertido: Apple también juega. Hay momentos de oscuridad, pero también humor, chistes y una alegría casi lúdica.
Es, en suma, un disco que se siente y se escucha como definitivo, también porque Apple se permite volver sobre su propia historia (bullying en la secundaria, novios poco agradables, vínculos con mujeres, el feminismo, el silencio, la depresión, el trastorno obsesivo-compulsivo) y reescribir sus referencias, trastocar el mapa de los géneros musicales, volver a presentarse ante un público cambiado y cambiante, que ahora mira con otros ojos el candor de esa joven Apple que denunciaba a una industria entera y hablaba de sus experiencias de abuso. La primera canción, “I Want You To Love Me”, parece anticipar un recorrido: “I’ve waited many years / Every print I left upon the track / Has led me here”. Fetch The Bolt Cutters (el título es una cita de la serie The Fall: Gillian Anderson pide unas tenazas para franquear la entrada a un cuarto donde una joven fue torturada) es una forma de liberación.