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Hay algo más en esa casa oscura que apenas vemos, que casi no visitamos, por más tiempo que, se nos dice, pasen en ella nuestras heroínas. La casa del bosque esconde el borde del discurso, la palabra impronunciable. Por fuera de sus paredes está el mundo: telas de colores brillantes, paseos por la playa o los parques de París, comentarios sagaces e, incluso, proclamas de independencia.

Por supuesto, el producto es, ante todo, lindo. Cada miembro del elenco fue elegido con cuidado y crea cuadros siempre impactantes por su presencia física, su composición cuidada, impecable, la atención maniática con la que, se nota, fue armada cada escena, cada minuto de mesas impecables, habitaciones bañadas por la luz dorada y el sonido de las risas angelicales de las Mujercitas de Greta Gerwig.

No obstante, por ahí, después de todo, está todavía la casa desvencijada de los vecinos pobres que es el revés imposible (y, para los espectadores, casi invisible) de los sueños de las protagonistas y, a la vez, el confín de su moral, cuyos extremos son la muerte silenciosa y trágica de la enfermedad y el violento arrebato de la guerra civil. Gerwig, que hace de su Jo March una campeona del empoderamiento femenino (Pola Oloixarac lo resumía bien hace un tiempo: “El feminismo radical se deja de lado para abrazar al novio predilecto: el mercado”), decide escamotearnos ese mundo que, de un modo tan claro, justifica a varios de los personajes y dirige con fuerza los destinos de todas.

Así, si el editor de Mary Louisa Alcott había pedido, contra el deseo de la escritora, un final con matrimonio para la protagonista, y ella se había desquitado dándole un marido feo y viejo, Gerwig revierte esta pequeña maldad de la autora con su personaje y, por más que la Jo de la película sea dos veces ficticia, le da un profesor Baher joven y bello.

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También a Carlo Collodi su editor, atento a las quejas de los lectores, le pidió que fuera menos cruel con su creación, Pinocho, cuyas aventuras fueron adaptadas una vez más al cine, esta vez por Matteo Garrone.

Si Collodi tuvo que agregar varios capítulos a la historia que publicó por entregas en el diario, que terminaba con la muerte del muñeco, Garrone, como Gerwig, da un paso más y lo libera (no tanto como Disney) de varios episodios crueles y castigos que el pecador protagonista sufría a lo largo de su progresión.

En efecto, tal como la novela Mujercitas estaba inspirada en la novela alegórica El progreso del peregrino, de John Bunyan, la obra maestra de Collodi tiene un fuerte contenido moral que también la hace una pieza de la literatura edificante. Que, al tomar elementos, personajes y tropos populares típicos de los cuentos de hadas, de las vidas de los santos y de los mitos paganos (el viaje del campesino, la tentación, el doble, el monstruo, el benefactor, la resurrección, el paso del desierto) contribuye a crear de sus personajes un tipo, e incluso un ejemplo. Por eso la escena de la escuela, en la película de Garrone, es tan paradigmática en su ineficacia.

Pinocho, de Matteo Garrone. Foto: Captura

Pinocho, de Matteo Garrone. Foto: Captura

En efecto, a pesar de que la película es de una calidad visual remarcable, su fondo se muestra vacío en comparación a la obra que adapta. En un momento, Pinocho asiste a una “escuela del siglo XIX” tal como la imaginamos hoy. En el film, en consecuencia, el maestro repite frases tediosas con voz insoportable y castiga físicamente a los estudiantes desatentos, cuando en la novela eran los niños los que atormentaban al pobre protagonista, con sus invenciones y sus maldades. Vuelto un estereotipo, en la película la escuela aparece como un castigo espantoso de parte del hada y de Geppetto, porque ¿quién puede pensar que es una buena idea mandar al pequeño títere de madera a repetir frases anodinas en un triste cuaderno?

En una Italia recién unida, Collodi quiso dar un texto que sirviera a la consolidación de una lengua nacional (usando un maravilloso toscano con sabor florentino) y a la instrucción de generaciones de niños que estaban accediendo por primera vez a la lectura de forma masiva. Garrone, que conserva varios de los elementos más moralistas del original, limpia a la historia de muchas de sus escenas más terribles y hace de Pinocho un ser demasiado bueno como para que su progreso sea notorio (más que el malvado de la novela, que antes de estar terminado ya le está jugando malas pasadas a su padre y mata a Grillo, este parece un pobre niño demasiado ingenuo), a la vez que, con la escena de la escuela, tiñe de ambigüedad uno de los motivos claros del pedagogo que fue Collodi.

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Este siglo se ha visto tentado, más de una vez, por el XIX, al que visitó en películas, series, novelas y todo tipo de obras de ficción. Algo hay ahí que parece explicarnos nuestro mundo. Ese tiempo de revoluciones, de cambios bruscos, de un esteticismo ecléctico asombroso, vio nacer muchas de las cuestiones que nos desvelan. El periodismo, la profesionalización de las artes, el origen de ciencias variadas y el desarrollo tecnológico acelerado, la constitución de varios de los estados-nación que hoy muestran sus fragilidades internas, la secularización de la vida y el surgimiento de corrientes del pensamiento que marcarían el futuro, todo deja su marca en estas novelas que tanto innovaron en la forma, en el lenguaje, en el contenido e, incluso, en las maneras de comercialización de la literatura. Sin embargo, parece que al gusto actual le resulta difícil enfrentar algunas de las paradojas (todo lo horrible, lo abstruso, lo simplemente maléfico, que ni Collodi ni Alcott, con el abismo que los separa como creadores, tuvieron miedo de ver) que abrumaron el XIX.

El filtro estetizante que se superpone a las adaptaciones de obras de ese siglo –hablé de dos, pero podría haber enumerado muchas más– borra todo el conflicto que las vio nacer. Como ya he dicho, ambas son películas impecables visualmente y, por momentos, saben emocionar, pero a la vez son temerosas y, por eso, fallan en dar cuenta del mundo complejo que proponen las piezas adaptadas. Suponiendo una superación de las “taras” del pasado, no logran comprender las novelas a las que se enfrentan, cuán constitutiva de su potencia expresiva es la pobreza, el sufrimiento, el terror y, también, la maldad, pero no la ajena, sino la que se esconde a veces detrás de nuestras propias acciones.