Por una cuestión de empatía, amor al prójimo, felicidad o lo que sea, la sensación que despierta la lectura del pasaje de un libro bien escrito impulsa a querer compartirlo, como una forma de extender hacia otro eventual lector la fulguración que se ha encontrado. Algunos transcribirán el párrafo de marras en un posteo de Facebook, otros subrayarán el pasaje para fotografiarlo y enviarlo vía Whatsapp y otros llamarán por teléfono al interlocutor y le leerán el fragmento con la voz palpitante por la iluminación. Si el lector asombrado es además un escritor, quizás copie el texto para eventualmente utilizarlo como cita, epígrafe, paráfrasis en la voz de un personaje o para plagiarlo, lisa y llanamente, retocando un sustantivo aquí y un adjetivo allá, para que pase como de su propia cosecha. He visto en algunas películas que a veces ocurre eso.

En estas mismas páginas, en el último año, se han comentado algunos libros de escritores que compilaron reseñas, artículos o ensayos sobre sus lecturas: El roce del tiempo, de Martin Amis, Herido leve, de Eloy Tizón, y Hombres elegantes, de Milena Busquets. En ese apartado se inscribe Una cierta idea del mundo, del novelista italiano Alessandro Baricco.

Cincuenta libros

Autor de libros premiados y muy leídos como Tierras de cristal (1991), Océano mar (1993), Seda (1996), Esta historia (2011) y La esposa joven (2016), entre otros, Alessandro Baricco es uno de los autores italianos más conocidos de las últimas décadas, profusamente traducido (casi toda su obra circula en español), que se apega a lo que algún crítico llamaría “el modelo decimonónico” de escribir novelas o, mejor dicho, de contar historias. Baricco ha alcanzado ese sitial imbatible como autor en que cualquier cosa que produzca con forma de libro es publicada de inmediato, prácticamente sin mediación de un editor. Tal es el caso de Una cierta idea del mundo.

El libro se compone de 50 textos que refieren a otros tantos libros, elegidos por el autor entre todos los que leyó durante una década. Los textos, publicados semanalmente en un diario, serían luego compilados para darle forma a este libro, una suerte de biblioteca personal concisa y variada, que como toda biblioteca personal se sostiene en un único principio: el de la arbitrariedad. Entre los 50 libros elegidos y comentados por Baricco hay obras de Charles Dickens, William Faulkner y Yasunari Kawabata, junto a una biografía del tenista Andre Agassi, escrita por un negro, y una historia de Il Calcio a cargo del periodista Mario Sconcerti. Como se ve, no hay un criterio demasiado elaborado en la selección, sino que aplica la misma máxima que solía emplear mi abuelo Antonio: “Al oscuro y al tanteo no hay culo feo”.

Lecturas

El problema de Una cierta idea del mundo no es la selección realizada por Baricco, sino la lectura que hace de las obras. Todo el tiempo, el autor parece dirigirse a un público neófito, que empieza a descubrir los libros con cierto temor al acercamiento y necesita de una voz amiga que no sólo lo tranquilice ante la presencia de los volúmenes, sino que le diga, además, cómo tomarlos, abrirlos y leerlos. La continua apelación a la segunda persona, lejos de establecer una cercanía cómplice, termina hartando al pasarse de pedagógica y paternal. Pero hay otros problemas, estimado lector, como señalaré a continuación.

Lo que Baricco pretende hacer pasar como iluminaciones de un lector adulto e informado terminan configurándose en auténticas limitaciones de lectura, amasadas muchas veces en los prejuicios y otras en la ignorancia. Por ejemplo, al comentar la novela American Dust (originalmente publicada como So the Wind Won’t Blow It All Away, en 1982), de Richard Brautigan, confiesa que nunca pudo pasar de la página 20 de la obra mayor del autor, La pesca de la trucha en América (1967), porque no hace “uso de sustancias estupefacientes, nunca”; o al reseñar El diccionario del diablo (1906), de Ambrose Bierce, asume que le divierten algunas entradas, pero sobre todo las más cortas, pues “no me vuelve loco ese tipo de cinismo brillante, aunque podría llegar a perdonarlo e incluso admirarlo si se logra exponer con brevísima síntesis”.

En otros pasajes, el encantamiento por cierto libro lo hace derrapar de la peor forma. Ocurre, por ejemplo, al comentar la poderosa trilogía Claus y Lucas (2007; compuesta por las novelas El gran cuaderno, La prueba y La tercera mentira), de la escritora húngara Agota Kristof, sobre quien, luego de aclarar que le llevó un tiempo darse cuenta de que no se trataba de Agatha Christie, señala que leerla hace que: “muchos de los libros que no dudabas en considerar heridas abiertas o saturadas con un dolor inhumano quedan reducidos a mero entretenimiento. Basta remojarse un poco en Claus y Lucas para que todo Céline pase de modo increíble a no ser más que el desahogo de un alegre mendigo, Proust a ser simplemente uno que tenía tiempo que vender, Salinger un inofensivo escritor para adolescentes, y Faulkner un charlatán sureño”. La grosera tontería esgrimida en esa comparación deja por fuera cualquier referencia al gran logro formal del libro de Kristof, que, más allá de la historia terrible que narra, presenta un cuidado trabajo con el punto de vista y la figura del narrador.

Justo es decir que en Una cierta idea del mundo hay algunas reseñas muy bien logradas, como aquella dedicada a la Autobiografía (1887), de Charles Darwin, o la que se vuelve una merecida reivindicación del olvidado novelista piamontés Beppe Fenoglio, pero son apenas esquirlas, chispazos que brotan para de inmediato ser engullidos. Uno creería que un novelista tan reconocido y premiado tendría cosas más interesantes para decir sobre sus libros preferidos, que exhibiría una mayor riqueza de los vaivenes del oficio, y que no haría exclamarle al incauto lector que se aventuró por sus páginas aquella inmortal frase de un personaje de Francisco Espínola.

Una cierta idea del mundo, de Alessandro Baricco. Traducción de Carmen García-Beamud. Barcelona, Anagrama, 2020. 184 páginas.