Una tarde mi padre apareció con un nuevo equipo de audio; “centro musical”, le decía él y, por consiguiente, todos en la casa. Nunca nos dimos muchos lujos, pero su fanatismo por lo tecnológico hizo que fuéramos los primeros en la cuadra en tener teléfono, televisión a color, video y, finalmente, un centro musical con bandeja de compact. Luego de instalarlo, nos cambiamos y fuimos al Paso Molino a comprar nuestros primeros discos. Mi madre compró uno del Puma Rodríguez; mi padre, uno de Leonardo Favio; yo compré Bachata rosa (1990), de Juan Luis Guerra. Es indescriptible la sensación de escuchar música en CD por primera vez cuando se viene de escuchar vinilos y casetes. Nos fanatizamos, y a la semana siguiente fuimos de nuevo al Paso. Yo compré Oro y platino (1991), de Karibe con K; mi madre compró Grandes éxitos, de Conjunto Casino; y mi padre, uno de Lola Flores. Más allá de la calidad del sonido, todo nos sonaba a algo que veníamos escuchando en la radio o en casetes que ya teníamos, pero Bachata rosa era otra cosa. Todo el disco, sus virtudes y sus defectos, nos hacían entrar de lleno en ese nuevo mundo que llamamos los 90, aunque no en ese momento.

Juan Luis Guerra ya era conocido en Uruguay, aunque sólo en el reducido nicho de los fanáticos de los ritmos tropicales. Existían desde hacía algunos años audiciones radiales que pasaban ritmos tropicales centroamericanos, y empezaban tímidamente los bailes de salsa y merengue. Otro tipo de público, que no consumía tropical uruguaya y que seguía mirando con recelo todo lo tropical, se había acercado en cuentagotas a esos géneros, a las visitas de Rubén Blades a Uruguay, a algunos éxitos como “El gran varón” o canciones de Celia Cruz, a las fiestas tropicales en la casa de Walter Tournier en Barrio Sur con toda la música que había traído de su exilio venezolano, a los discos que Enildo Iglesias, un reconocido sindicalista de la industria alimenticia, traía de sus viajes como miembro de Unión Internacional de Trabajadores de la Alimentación. Cuando llegaron los primeros cortes de difusión de Bachata rosa –“Burbujas de amor”, “La bilirrubina” y la canción que daba nombre al disco–, esa confluencia se plasmó: fue celebrado por el público histórico de la tropical, por el nuevo público que se acercaba en dosis pequeñas e incluso por los que detestaban al género. Más allá del contexto resumido anteriormente, la clave es muy sencilla: Bachata rosa era un disco de tropical que no parecía un disco de tropical, y eso les terminó entrando a los defensores, a los neutros y a los contras del género. Por todos lados entró, y ya no sonó sólo en los programas radiales de tropical, sino también en las FM que no pasaban esa música y hasta en la televisión. Fue un fenómeno que inundó todo; hasta nosotros, de niños, teníamos una canción en joda con el ritmo de “Burbujas de amor”, que empezaba: “Tengo un corazón, dos pulmones y un riñón” y seguía con partes más soeces, y sabido es que no cualquier cosa puede llegar a la categoría de chistes de niños.

Pocos sabían lo que era una bachata, ese ritmo dominicano, urbano, portuario y de burdeles. A lo sumo, los más conocedores habían escuchado alguna cosa de Víctor Víctor, el bachatero más conocido de República Dominicana, quien, con un discurso más popular, un compromiso social marcado y un apego a la tradición de la bachata, a la que sumaba lo nuevo de la salsa romántica, grababa sus discos en la venezolana Sonotone, una de las discográficas más importantes del género. Casi nadie sabía de ese tipo de merengue descontrolado dominicano que es el perico ripiao y que Juan Luis Guerra explotó en sus discos posteriores, como Fogaraté (1994). No se conocía mucho sobre República Dominicana, excepto las noticias que habían llegado de la tan cruel y sangrienta como ridícula y esperpéntica dictadura de Rafael Trujillo. Juan Luis Guerra no era el prototipo del salsero Miami: era un flaco alto de barba, con más pinta de pediatra que de músico. Todo era un poco raro para nuestro paladar montevideano. Pero en poco tiempo ya éramos expertos en bachata y en lo dominicano, nos poníamos la manito en la oreja al cantar, usábamos chalecos y cosas floreadas, las maestras tenían novedosas ideas para las fiestas de fin de año y, sin tener la menor idea de cómo se bailaba la bachata, elaboraban voluntariosas coreografías que deleitaban a nuestras familias.

En Uruguay su siguiente disco, Areíto (1992), fue bien recibido, aunque con menos furor. Ya no tenía esa mezcla universal, y básicamente era un disco de bachata, merengue y boleros. Es un gran álbum, quizás mejor que Bachata rosa, pero mucha gente que se había acercado a Juan Luis Guerra con su disco anterior se sentía decepcionada. Mucho más con el siguiente, Fogaraté (1994), en el que se mete de lleno con la tradición musical dominicana, al mismo tiempo la más ajena a nuestro oído, como los merengues con acordeón tan populares en las regiones rurales, o las bachatas tradicionales. Se produjo entonces un quiebre en la popularidad de Juan Luis Guerra: por un lado, el público no tropical sentía que eso era algo absolutamente ajeno; por otro, el público más tropical no encontraba mucha presencia de los ritmos más conocidos, como el son, la guaracha y la bachata romántica.

Luego de recuperarse de una enfermedad en un ojo que obligó al compositor a abandonar los escenarios y por la que temió quedar ciego, grabó el que quizás sea el último de esa etapa de su carrera: Ni es lo mismo ni es igual (1998). Luego se hizo evangélico y abandonó Karen Records, y su repertorio se ubicó en una fuerte corriente internacional. Ya no era un bachatero, ni hacía merengues picaos ni sones ni guarachas, comenzó a hacer canción internacional como Juanes, Alejandro Sanz y Luis Fonsi, y pasó a tener más público, el habitual de ese tipo de contenidos.

Quise saber qué pasó en República Dominicana y por eso hablé con un amigo que vivió allí en esos años. Gustavo Cubiella es intérprete de lengua de señas en la Intendencia de Montevideo y Subrayado y vivió los 90 en el país caribeño porque su padre había conseguido trabajo en Santo Domingo. Recuerda que en aquellos años Juan Luis Guerra era un ídolo, pero ignora cómo siguió la cosa después de que él y su familia volvieron a Montevideo. Así que me contactó con un amigo dominicano, Janio Michael Lora, quien me dijo que hasta Bachata rosa el público de Juan Luis Guerra era de clase media, y que ese fue el disco del consenso, al que celebraron ricos y pobres, jóvenes y viejos, campesinos y urbanos. En los siguientes, las clases populares, los bachateros tradicionales, sintieron que había perdido ese contacto con lo popular, el habla, los ritmos; ya no se sentían representados en sus canciones, salvo en Fogaraté, que significó un fugaz acercamiento. Me dice que hoy se conoce su nombre, pero al menos en los barrios populares y los pueblos más chicos ya no se escuchan sus canciones, salvo alguna de Bachata rosa. Que hoy el bachatero dominicano es Romeo Santos, no Juan Luis Guerra.

Seguramente Bachata rosa no sea su mejor disco. Lo grabó en Karen Records como gran parte de su producción, una discográfica dominicana que básicamente creó el canon musical de ese país, destacando la producción de Wilfrido Vargas y Miriam y las Chicas, posteriormente transformadas en Las Chicas del Can. Antes. Guerra ya había hecho canciones como “Visa para un sueño”, “Ojalá que llueva café”, “Woman del Callao”, “Ángel para una tambora”, “Guavaberry”, “Si tú te vas” y “Me enamoro de ella”, y más tarde haría “Palomita blanca”, “Amapola”, “La hormiguita”, “Quisiera”, “La cosquillita”, “Oficio de enamorado”, “El costo de la vida”, “Frío, frío” y “Coronita de flores”. En los discos anteriores ya está plasmado el grueso de su proyecto más tradicional, y en algunos de los posteriores, como Areíto y Fogaraté, esa mezcla entre la tradición y lo propio. Pero con ninguno logró algo como lo conseguido en Bachata rosa: una mezcla armónica entre lo local y lo internacional, lo nativo y lo cosmopolita, lo rural, indígena, afro y pop, salsa, melódico mundial, lo bailable y lo romántico, el amor y lo político, lo sencillo y cotidiano, lo trascendental. En Bachata rosa estaba todo: un merengue con sonido Miami como “Rosalía”, un merengue afro y hasta calipso como “A pedir su mano”, baladas-boleros como “Estrellitas y duendes” y “Como abeja al panal”, un merengue urbano y furioso como “Acompáñeme, civil” y una salsita muy sabrosa como “Carta de amor” convivían con las bachatas “Burbujas de amor” y “Bachata rosa”. El disco es relativamente breve, tiene diez canciones, pero en ese lapso está concentrada mucha cosa, tan diversa que podía contentar a públicos distintos, más allá de su contexto o su bagaje. Era, básicamente, un disco para bailar, desaforados o lentos, solos o acompañados, en un asado o en una cita. Hay mucha cosa en ese disco, pero la clave es la forma en que todo esto convive armónicamente, algo que quizás Juan Luis Guerra no haya vuelto a conseguir.

Es probable que los niños ya no hagan temas jocosos con sus canciones, ni que las maestras piensen en bailar bachata para la fiesta de fin de año, ni que quienes hagan mímica al cantar se pongan la mano en la oreja, ni que el chaleco floreado sea una opción. Cada nuevo disco o canción no es recibido como una novedad importante, y la última vez que vino a tocar al Velódromo no se agotaron las entradas. Pero también es probable que todos quienes vivimos esos años, nos haya gustado o no ese disco, cuando vemos la tapa o lo escuchamos de rebote hagamos un viaje al 90 y 91, a ese extraño momento en que un país salía de su aislamiento físico y mental, cuando empezaba una fiesta que luego no sería tal, cuando nos queríamos animar a soltar el cuerpo y bailar, a ser felices por fin, y cuando el disco de un dominicano flaco y alto nos hizo creer que era posible.