La plataforma por suscripción Mubi, dedicada al streaming de cine autoral, está presentando un ciclo llamado The Unconventional Narratives of Alain Resnais (“Las narrativas no convencionales de Alain Resnais”).

El francés Alain Resnais (1922-2014) fue uno de los más grandes directores de cine de todos los tiempos. Lo suyo trascendía mucho lo de contar una historia, transmitir un mensaje y producir emoción: implicaba, para cada película, armar un conjunto novedoso de reglas de juego. Su cine era “intelectual” en más de un sentido. El más inmediato es que solía presuponer espectadores con ciertos conocimientos y acostumbrados a procesarlos en debates y reflexiones. El otro sentido es que su cine no solía operar, como la mayoría de las películas, sobre modelos narrativos establecidos y predigeridos, sino que implicaba la conciencia de la dimensión arbitraria de la comunicación artística y la disposición a salirse de las costumbres para buscar formas alternativas.

En su pantalla Now Showing, Mubi tiene siempre 30 películas a disposición del espectador. Cada día sube una nueva y baja de cartel la más antigua de las 30. De las tres que integran el ciclo Resnais, Mi tío de América va a bajar en uno o dos días, así que hay que apurarse. No logré entender si el ciclo consiste nomás en estas tres obras o si, al bajar una, subirán otras más del director para trazar un panorama más amplio.

Estas tres, de todos modos, son imperdibles. Se trata de Mi tío de América (1980), La vida es una novela (1983) y Mélo (1986). Son casi consecutivas en la filmografía del director. Faltaría interpolar la de 1984, El amor a muerte, que hubiera completado, junto con las dos primeras del ciclo, el trío sobre guiones de Jean Gruault, el primer guionista profesional de cine con que Resnais colaboró (la autoría de los guiones de sus películas previas fue de escritores de libros o autores teatrales).

Mi tío de América (Mon oncle d’Amérique) es una mezcla peculiar de ficción y documental. Alterna una exposición del neurobiólogo comportamentalista Henri Laborit (1914-1995) con las historias de tres personajes ficticios. En la medida en que nos vamos metiendo, acompañamos las historias por su interés intrínseco, su comentario sutilmente ácido sobre el comportamiento de los ejecutivos empresariales y las muy buenas actuaciones de Gérard Depardieu, Nicole Garcia y Roger Pierre. Una vez que las historias parecen ser historias nomás, que fluyen en forma muy natural y podrían haber sido, perfectamente, el objeto de una película de formato más común, terminamos sorprendidos cuando se va haciendo explícito su carácter de ilustración de las teorías comportamentalistas.

Las películas de Resnais siempre acumulan varios niveles estructurales. En Mi tío de América tenemos una entrada muy gradual en las historias: una introducción expresamente confusa, datos biográficos genéricos ilustrados con fotos y luego con escenas muy breves, hasta que desaparece la subnarración en voz over y arribamos, recién a la media hora de metraje, a un tiempo presente. Finalmente, en los últimos 50 minutos, nos concentramos en los eventos dramáticos de tan sólo dos jornadas. Las historias, al inicio desconectadas, terminan vinculándose, ya que Janine va a incidir en las vidas tanto de Jean como de René.

Aspectos del comportamiento de cada personaje son comentados por breves fragmentos de cine francés clásico en blanco y negro y, en la sección final, se conectan de maneras grotescas con los experimentos con ratones que describe Laborit (por ejemplo, los personajes aparecen con cabeza de ratón o vemos un ratón enorme recorrer una de sus casas). Imágenes que parecían ser meramente “documentales de naturaleza” que ilustraban los dichos de Laborit terminan integrándose a las historias. Y el montaje de todo eso tiene el virtuosismo que caracterizó a Resnais. Sin embargo, no todo se explica fácilmente. ¿Cómo se justifica que cada uno de los personajes tenga un tío que vive en América? ¿Por qué ese tío da título a la película? El último dicho de Laborit puede tomarse como político (sin una comprensión de los principios del comportamiento humano no hay esperanza de atenuar las miserias de la existencia), pero la secuencia final es bastante intrigante, como pasa tantas veces en el cine del director.

La vida es una novela (La vie est un roman) alterna entre un pasado, un presente y un tiempo mítico. El pasado y el presente se ubican en un mismo castillo de estilo simbolista. Hacia 1920, un conde excéntrico reúne un grupo selecto de amigos para participar en un experimento con drogas chinas que los va a sumergir en un estado de inocencia y felicidad. En la actualidad, el castillo, que fue del conde, ha sido convertido en un centro de pedagogía experimental, donde se realiza un coloquio internacional sobre educación de la imaginación. Dudo de que otra película haya mostrado tan bien el mundo de las teorías educativas, con sus discrepancias insolubles, sus modas y distintas actitudes que apreciamos con sarcasmo (como es el caso de la “gran pedagoga” que predica una educación en libertad y es histéricamente controladora).

Si las dos dimensiones “reales” se muestran en un estilo relativamente clásico, el mundo mítico surge en escenografías artificiales pintadas, siempre en encuadres fijos y alejados de los personajes, que hacen gestos exagerados, como si fuera una película de Georges Méliès. Hay muchas conexiones posibles entre los tres mundos de la película. Podemos conectar el universo mítico con la imaginación de los niños y asimilar los debates del pasado y el presente en el castillo a una reflexión común sobre el carácter utópico del intento de superar las contradicciones con respecto a la felicidad y el amor.

Además de todo eso, La vida es una novela es un musical. Casi todas las exclamaciones son cantadas y las reacciones grupales son coros elaborados. Hay un par de escenas en que algún personaje canta sus sentimientos en extensas melodías. Uno de esos personajes (el ama moribunda del cuento de hadas) está interpretado por la mismísima Cathy Berberian, la voz por excelencia de la música de vanguardia de entre 1950 y 1980, en una escena extraordinaria. La música, preciosa, es de Philippe-Gérard. Participan tremendos actores como Vittorio Gassman, Geraldine Chaplin, Fanny Ardant y el cantor de ópera Ruggero Raimondi.

La vida es una novela es el primer film de Resnais en que aparece la actriz Sabine Azéma, con quien se terminó casando. Fue un hito en su vida y su arte. Resnais, expresamente, le dedicó una gran variedad de roles destacados, sin los cuales esa mujer de expresión delicada quizá no hubiera dado a conocer la dimensión excepcional de su talento. Por la cantidad (diez títulos) y la calidad de lo que hicieron juntos, es una de las más notables colaboraciones de pareja director-actriz (una tradición que incluye a Roberto Rossellini con Ingrid Bergman, Federico Fellini con Giulietta Masina, Michelangelo Antonioni con Monica Vitti, Jean-Luc Godard con Anna Karina, Ingmar Bergman con Liv Ullmann, Woody Allen con Mia Farrow). Compartir la vida con una actriz intensificó el interés de Resnais por el teatro. Todas sus películas hasta entonces habían tenido guiones originales, pero de ahí en más la mitad fueron adaptaciones de piezas teatrales, y adoptó una especie de elenco fijo, que, además de a Azéma, incluyó, sobre todo, a Pierre Arditi y André Dussollier, que también aparecieron en La vida es una novela.

Para quien había acompañado la trayectoria de Resnais, Mélo fue una película rarísima. Ni guion tiene: es sencillamente la puesta en escena de la obra teatral (1929) del mismo título, de Henri Bernstein. Si bien los decorados son naturalistas y tienen una cuarta pared, queda claro que son escenografías y no vemos un solo panorama amplio en todo el film. Entre un acto y otro tenemos la imagen de un telón teatral de terciopelo. Los créditos finales transcurren sobre el bullicio del público. En Mélo el director abdicó de todo aquello que más lo había destacado. La cinematografía busca ser lo más humildemente servil a la acción: se muestra a quienes están haciendo algo relevante, hay pocos cortes y pocos movimientos de cámara, cuando un personaje tiene un parlamento particularmente largo o intenso la cámara se le acerca y, al terminar, vuelve a mostrar a ambos interlocutores.

Ni que hablar, todo eso está realizado con mucha elegancia, pero, frente al consabido virtuosismo cinematográfico del director, nos da una sensación de renuncia, de voto de castidad. Esta sensación, sin embargo, se empieza a disipar cuando entramos en su juego. El texto, sobre un triángulo amoroso que involucra a dos violinistas y una pianista, es precioso (el título Mélo parece ser un juego entre melodrama y melodía). Las actuaciones de Arditi, Dussollier y Azéma son un espectáculo.

Cuando Pierre le muestra a Marcel el cuadernito de Romaine, tan importante en la vida afectiva de ambos, resulta casi exasperante que Resnais se rehúse a mostrarlo de cerca, pero, justamente, está desplazando del foco otros factores. La carga emocional vinculada al cuadernito está toda depositada en los diálogos y las miradas que los personajes le dirigen.

Puse que la cinematografía es pasiva, pero hay tres pequeñas excepciones. Hay un suicidio mostrado en forma elíptica. Hay una escena que contiene un cambio expresivo de iluminación sin motivación naturalista, tal como se usa en teatro. Y en el momento más espectacular, cuando Pierre lee una carta para su amigo, la cámara se desplaza, muy lentamente y sin corregir el foco, recorriendo la escenografía oscura y borrosa hasta que, al final, nos encontramos con el rostro (en perfecto foco) de Marcel, con una emoción que distinguimos, pero que él está forzado a esconder. Es como el contraplano más estirado del mundo y uno de los más emotivos.

Todo aquí es la antítesis de esa teatralidad yanqui que parece definirse por una sucesión de pretextos emotivos para que cada actor aparezca desgañitándose en alguna escena. La intensidad es toda hacia adentro, lo cual es mucho más efectivo, porque nos hace concentrarnos en los personajes, no en la performance. A la larga, al terminar esta película exquisita, estamos acongojados, agradecidos por esa excepcional delicadeza.