El nuevo lanzamiento de Netflix pretendía ser el inicio de una franquicia sobre Mitch Rapp, pero no le fue muy bien y el proyecto se hundió. Mitch Rapp, protagonista de una serie de best sellers escritos por Vince Flynn, es un agente de operaciones especiales de la CIA que se dedica al contraterrorismo. Se caracteriza por no seguir las órdenes y por usar métodos imprudentes. Sus superiores se desesperan, aunque luego, cuando cumple sus objetivos, reconocen que Rapp es imprescindible.

En 2008 la productora cinematográfica CBS adquirió los derechos de toda la serie y decidió empezar por la 13ª novela, American Assassin (2010), porque es una precuela de las anteriores. Eso permitiría agarrar a un actor joven y que luego fuera madurando con el personaje, sin la necesidad de reemplazarlo cada tantos años, que es lo que ocurre con la franquicia de James Bond. Vaya uno a saber por qué, dieron mil vueltas durante años y el proyecto pasó por cuatro directores y cinco actores para el papel de Mitch. Había una cláusula contractual que estipulaba que si la producción no empezaba en 2016 los derechos volverían al autor (para el caso, sus herederos, ya que Flynn murió en 2013). Hubo que apurarse y, en forma aún más incomprensible, se inventó una historia distinta de la novela que adapta ‒nominalmente‒, aunque sí se preservan algunos de sus personajes principales. Esa jugada rara privó al film incluso de la adhesión de los fans más empedernidos de Flynn. La película pasó sin pena ni gloria y no se habló más de seguir la serie.

En la introducción vemos a Mitch como un muchacho inocente que está vacacionando con su novia. Minutos después de que ella acepta, entusiasmada, su propuesta de casamiento, la pobre cae fulminada en medio de una espantosa masacre perpetrada por terroristas islámicos. Saltamos a 18 meses después. Obsesionado con liquidar al líder de la facción terrorista que mató a su amada, Mitch se dejó la barba, aprendió árabe, se sabe de memoria el Corán, es invencible en artes marciales mixtas, infalible en la puntería con armas de fuego y en el lanzamiento de cuchillos. Luego de algunas proezas notables, es incorporado por la CIA, que lo somete a un entrenamiento intensivo y lo designa para impedir que un grupo iraní concrete su propósito de realizar un ataque atómico contra Israel. En el proceso, veremos a Mitch desplegar aún más habilidades: reflejos velocísimos, memoria fotográfica, resistencia al dolor, parkour, descuidismo, conducción a alta velocidad.

Dicen que los libros se hicieron con cierto cuidado por la neutralidad política, al punto que tanto George W. Bush como Barack Obama son fans declarados. La película es más bien derechosa. Lo es, en parte, por su mítica de “justicia por mano propia”, por el culto del enfrentamiento violento y por dirigirse a un público más afecto a dejarse movilizar por sentimientos básicos antes que por una sensibilidad más fina o por el intelecto. Es graciosa la manera en que maneja un doble discurso. Por un lado, hay un culto de la contención emotiva: el gran soldado debe concentrarse fríamente en cumplir su misión. Luego los personajes terminan haciendo todo lo contrario y les va bárbaro. Los espectadores pueden otorgar su aprobación moral a ese código medio samurái de relegamiento del yo, pero sus entrañas piden la catarsis de una buena venganza, junto a la satisfacción de ostentar (virtualmente, por medio de su héroe) que la tienen más larga que su oponente. Interrogado por un psicólogo, Mitch contesta: “Mi objetivo es lograr que pasen la noche despiertos, a sabiendas de que estoy yendo por ellos”.

Aparte de eso, se enaltece el patriotismo y la visión sobre los extranjeros es prejuiciosa. Mitch, al percatarse de que determinado personaje con pasaporte turco no es realmente turco, proclama su descubrimiento: “¡Sos iraní!”, como si la mera mención de esa nacionalidad implicara un grado de culpa. Los agentes estadounidenses se sienten en todo el derecho de actuar en diversos países extranjeros y la trama emotiva depende de que compartamos esa asunción. Para que el showdown sea realmente angustioso, descubrimos que el ataque atómico no se planeaba realmente contra civiles israelíes, sino contra el Ejército estadounidense. Lo primero era indeseable; lo segundo, inadmisible.

Al final hay una vuelta de tuerca políticamente ambigua. Resulta que el malo-malo, a fin de cuentas, no era un iraní sino un estadounidense, ex agente de la CIA, que recibió el mismo súper entrenamiento que Mitch. Esto podría ser una reconsideración final relativizadora de la xenofobia que domina la película, y algo de eso hay. Pero también funciona como fanfarroneo súper patriótico. A fin de cuentas, siempre que entra en acción el poderío estadounidense en serio, los barbudos de turbante y piel más oscurita caen como moscas ridículas. La capacidad de daño de esos terroristas primitivos deriva únicamente de sus métodos cobardes. El peligro de verdad para Mitch, el que preocupa en serio, sólo puede salir de sus propias filas.

American Assassin. Dirigida por Michael Cuesta. Basada en novela de Vince Flynn. Con Dylan O’Brien, Michael Keaton, Sanaa Lathan. Estados Unidos, 2017, Netflix.