Netflix se parece cada vez más a la cartelera cinematográfica del mundo analógico. Ingentes cantidades de hojarasca donde el espectador debe aventurarse, con botas de pescador hasta la pantorrilla, para dar, trabajosamente, con alguna joya escondida. Así se encuentran películas como Lazzaro felice (2018).

Los santotomases que dicen que el neorrealismo italiano es un movimiento enterrado ‒en el olvido o en los libros de historia‒ pueden poner sus dedos en las llagas de la última edición de los premios Donatello. Así comprobarán que tanto la gran ganadora (Dogman, de Matteo Garrone, 2018) como la que también debió ganar (Lazzaro felice) revitalizan esa tradición.

Esta última fue dirigida por Alice Rohrwacher, una directora que debutó en el largo con Corpo celeste (2011) y que asombró a los jurados de Cannes y de Venecia con su segunda obra, Le meraviglie (2014). Las dos pueden encontrarse en internet conociendo los pases de magia correctos. Su tercer trabajo es el que está más a mano. Tanto que a veces el algoritmo de Netflix lo deja servido a los pies del sofá sin que nadie se lo haya pedido.

Si en vez de plataformas de streaming estuviéramos hablando de la era del videoclub, el diseñador de la caja del DVD que podría contener Lazzaro felice no sabría dónde poner tantas citas elogiosas para promocionar su producto. De tener que elegir sólo una, sería esta: “Una película en estado de gracia” (Página12). No más. Porque también tendría que colocar cinco palmas con sus galardones. Algo más grande la del premio a mejor guion en el Festival de Cannes 2018. Pero sobre todo porque tendría que destacar, sin que las letras molesten, el rostro único de su protagonista, Adriano Tardiolo. Pocas veces un acierto de casting sostuvo con tanta firmeza todo el edificio de una película.

Si Tardiolo es un Lazzaro que suena en la cuerda de la Gelsomina que compuso Giulietta Masina en La Strada (1954), de Federico Fellini, el trabajo de Sergi López, que aquí encarna a Ultimo, hace pensar en un renovado Zampanó.

No sería extraño que la directora lo hubiera buscado así. Lazzaro felice tiene mucho de neorrealismo ‒el original y el “neo neo” ‒ con esa fábula oscura de explotación campesina de la primera mitad, y con esa segunda parte en los márgenes de una gran urbe. Pero sobre todo en el giro fantástico que actúa como bisagra entre ambos momentos. Rohrwacher ‒que además escribe el guion‒ deja que por esa puerta ingrese una brisa felliniana.

Cuando la cámara muestra, rápidamente, la decoración de la improvisada vivienda junto a las vías del tren, se descubren varias estampas religiosas. Una es el san Francisco de Asís pintado por Giotto. Quizá fue casualidad. O quizá Rohrwacher quiso decirnos que en esa bondad naíf e imposible de Lazzaro no sólo está la resurrección del neorrealismo italiano, sino también la resurrección de algo más atávico incluso: la potencia mística, en el filo de la navaja entre revolucionaria y restauradora, del “poverello d'Assisi”.