Rondando 1962, Lolita no parecía una de los mejores sendas a tomar para Stanley Kubrick. Por aquel entonces, aún sin dar las últimas pinceladas a su fama de artista intrincado y caprichoso, su carrera estaba en un crecimiento exponencial, un proceso que partía de la autoral, pequeña y perfecta Casta de malditos (1956) para llegar a la megalómana Espartaco (1960), con La patrulla infernal (1957) como el mejor puente de esta progresión épica entre las dos orillas. Es decir, mientras que la línea punteada de la gráfica presuponía películas nuevas y más grandes, Kubrick aparece en los estudios como un gato que deja a los pies del dueño un pájaro que acaba de cazar, con la posible adaptación de la historia de un pedófilo que embauca a una viuda para dar rienda suelta a su fascinación erótica con una chica de 12 años.
No es que fuera un libro de bajo perfil. Editado en 1955, el consagratorio trabajo de Vladimir Nabokov obtuvo en las voces disidentes y la censura la mejor publicidad que una novela podía pedir, y ya a cuatro años del éxito editorial Lolita era el libro que todo el mundo amaba u odiaba, independientemente de haberlo leído o no.
Más allá de la trama difícil de digerir para el sistema de calificaciones de la Asociación Cinematográfica de Estados Unidos (MPAA), la obra en sí misma presentaba un reto inherente, en tanto gran parte de su centro gravitacional se daba en la voz del narrador, la espinosa elocuencia con que criticaba su alrededor, justificaba sus impulsos y –eventualmente– se desmoronaba en su proceso de locura. Sin embargo, ya para entonces estaba presente uno de los elementos más notorios de Kubrick: su autoconsciencia y voluntad de crear una mitología propia. De la misma manera que en Fitzcarraldo (1982) Werner Herzog decide hacer pasar un barco de un lado a otro de un monte selvático, más que por un fin cinematográfico, por una auténtica idea épica y operística, Lolita parecería ser el momento en que Kubrick se da cuenta de que no sólo está haciendo un cuerpo de obras, sino una meganarración de su persona y su proceso creativo. Ya a partir de ahí los entretelones, las ambiciones, las complicaciones y los bardos que rodean a sus películas serán un elemento agregado que amplifica su efecto, que ya desde la publicidad –y la forma en que se las recuerda o cuenta– parece expandir su espectro de influencia.
Así, cuando Lolita apareció en cartel tenía todas las cartas para perder, lo que en una narrativa a lo Kubrick es todo para ganar. El film tenía la particularidad de ser denostado tanto por los cultores de Nabokov –que, con bastante razón, se quejaban de lo poco fiel que la película era al libro– como por los que habían odiado el libro desde el comienzo y encontraban en el film una expansión de ese universo perverso.
Las termopilas de la crítica
La recepción de Lolita en 1962 es un interesante caso de estudio. En las críticas se puede percibir un mojón que terminaría por separar, en una suerte de darwinismo periodístico, una crítica que terminaría por perecer y otra que tendría muchos más años de vida. Quizás el ejemplo más redondo de esto se dé en la contienda entre Pauline Kael y Bowsley Crowther: la primera (conocida por su cualidad sicaria a la hora de criticar a otros críticos) se burlaba del tono siempre moralista y poco despabilado con que el principal periodista de The New York Times solía entender las películas. En la famosa nota de Partisan Review, Kael dice: “Bosley Crowther, con quien siempre se puede contar para que le erre al punto, escribe que ‘El señor Kubrick se inclina a quedarse demasiado en escenas que no tienen mucho propósito, como aquellas en que Peter Sellers hace varias interpretaciones cómicas en la piel del villano escurridizo que termina por delinear el camino del señor Mason’. Estas escenas ‘que tienen sentido liviano’ son, por supuesto, lo que hace a Lolita algo nuevo; estas son las escenas que la hacen, aun con toda esa flojera de ritmo y torpeza de edición, una comedia más excitante que la última comedia americana, Some Like it Hot [Una Eva y dos Adanes, 1959, Billy Wilder]”. Quizá la posición de Kael sea un tanto exagerada en su entusiasmo, pero hay en ella algo interesantísimo, un acierto en el error del enunciado que parece marcar una sorprendente lucidez y una incipiente y novedosa manera de ver el cine.
En primera instancia, Some Like it Hot es la comedia perfecta, una finísima pieza de relojería en la que cada chiste, gesto y palabra cae en el lugar exacto. Si comparamos a las dos, Lolita no tiene mucho que hacer: tal como señala a vuelo de pájaro Kael, la película tiene problemas muy gruesos de ritmo pero también de tono, y por momentos es como si nos encontráramos con cuatro películas diferentes cuyas cintas se mezclaron en las latas. Sin embargo, en esos errores hay algo novedoso, que parte las aguas para otro tipo de comedia.
Errores de tono
La película empieza por el final, con el señor Humbert (James Mason) entrando al castillo playboy del señor Quilty (Peter Sellers), pronto para enfrentarlo y darle muerte. Ya en ese encuentro el tono es rarísimo, con un Mason solemne, rodeado de cierto aire de film noir, en contraposición a un Sellers que despliega todo su arsenal humorístico, ajeno al designio trágico que se le tiende por encima; el actor, tanto como el personaje, aun frente a la muerte, nunca parece salirse de ese papel bufonesco y a su vez completamente revolucionario, más allá del bien y del mal. Luego del asesinato, la película se articula en un gigantesco flashback cuatro años antes, que nos permitirá saber las razones que llevaron a Humbert a perpetrar el asesinato. En la versión original este juego temporal no está, pero en la confección del guion tanto Kubrick como Nabokov concluyeron que era necesario recurrir a este recurso narrativo, ya que mucha de la atención del film circula en torno a si eventualmente Humbert logrará consumar sus deseos carnales con Lolita, y al resolverse esto en la mitad del film era necesario tirar al espectador otro hueso que generara expectativa.
Esta primera parte del flashback, en la que Humbert se instala en la casa donde será imbancablemente cortejado por la señora Haze, al tiempo que hace todo lo posible para acercarse a su hija (en la versión de Kubrick se le agregan dos años a los 12 que tenía en la novela de Nabokov), tiene un tono comédico liviano, casi picaresco, en que el director tira de los hilos que nos hacen sentir la misma mezcla de calentura y aprensión que siente el protagonista. Luego, cuando Humbert se casa con la señora Haze sólo para estar más cerca de Lolita –que fue enviada a un campamento de verano–, el tono de su personaje y del film se sumerge en lo profundamente cínico, y la película pega un violento giro hacia un estilo más propio del humor negro. Después, el protagonista, ya sin su recientemente fallecida esposa, se convierte en el tutor legal de la chica. De este modo se entremezcla la comedia de enredos (cuando intenta ocultar a cada rato su amorío) con una incipiente instalación de un pensamiento celoso y paranoico. Ya para el tercer acto tenemos una tragedia, casi rayana en el melodrama, en la que Sellers hace apariciones esporádicas como si fuera la bizarra intromisión de un actor de otra película que se coló en el set. En ese sentido, por momentos Lolita no parece más que un entrenamiento para la verdadera explosión comédica del actor en Dr. Strangelove (1964).
El tono de un film no necesariamente debe ser una unidad sacrosanta a ser defendida a capa y espada; de hecho, otra gran película de esa época, Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967), se convirtió en un gran ejemplo de estos giros tonales que volverían a enfurecer a Crowther, quien escribiría una serie de artículos enardecidos que marcarían el fin de su carrera periodística. Pero en Lolita hay algo descuidado y extrañamente poco riguroso para un director como Kubrick: la idea de una correa apretada que hacía medir cada paso que daba parecía presentarse como clave de este problema de unidad del film. Así, en un montón de situaciones el director tenía que ingeniárselas para poder complacer al mismo tiempo las normas de la MPAA y no apartarse demasiado de la obra de Vladimir Nabokov, teniendo que dejar huecos a instancias de la imaginación del espectador en lo que no podía llevar a la pantalla, y zurcir los agujeros que quedaban en el camino.
Pero los problemas no se reducen al tono: hay varias incongruencias con la perspectiva desde la que se cuenta la historia, ya que el voiceover de Humbert nos haría pensar que el film se estructura desde un flashback de su subjetividad, pero la presencia de Quilty en el papel de un enemigo que le pisa los talones sin que él lo sepa aparece como una contradicción anidada en la misma narración. A veces se tiende a caer en la sobreexplicación, y el final es algo perezoso y deslucido.
Humor negro antes de tiempo
Y, sin embargo, parte de lo que señala Kael se releva, adquiere otra dimensión al calor de todos estos errores. De algún modo, estos cambios tonales internos, en los que la comedia prevalece aun cuando el contenido suele bordear lo vil y oscuro, lo elevan como antecesor de un montón de directores de humor negro, como el caso de Todd Solondz, Terry Zwigoff e incluso los hermanos Cohen. Más aún: se anticipó a ese personaje de hombre patético que vive la debacle de su propia hombría, que se pondría en boga a fines de los 90 con películas como Election (Alexander Payne, 1999) y Belleza americana (Sam Mendes, 1999). Casi podría decirse que en el fondo Lolita es fundamentalmente una comedia experimental en la que, de un modo un tanto esquizofrénico, se prueban varios registros al mismo tiempo, mediante los que se trata de ver cuál prende mejor: en ese sentido, no sorprende que todo lo que funciona mal en Lolita ande a la perfección en Dr. Strangelove.
Hay algo extraño: de manera imprevista, Kubrick es más respetuoso del espíritu de la obra original en la medida en que comete más pifies y se toma más licencias. Así, la versión de 1997 llevada por Adrian Lyne, que intenta ser más fiel y descarnada (ya sin el peso de los censores de aquella época), termina por ser mucho más estéril: la actitud más decidida en lo sensual de la chica deja esas elipsis que actuaban un poco como el combustible interno de la película de Kubrick, y todo el film se encuentra rodeado por ese tufo sobreexplicativo y solemne de los relanzamientos y las reversiones actuales. A su vez, el Quinly de Sellers, aunque mucho más exagerado y evidente que en el libro (es más una extensión de la paranoia del protagonista), termina por convertirse en un instrumento-médium del tono juguetón de Nabokov, que se pierde en la adaptación. El académico Robert Stam sostiene: “Por medio de este desplazamiento de lo narrativo al personaje, Quilty se convierte en algo así como un intertexto ambulatorio, la encarnación del estilo nabokoviano, ya no como una cita literaria sino como una improvisación alusiva”.
Por esto y mucho más, vale la pena ver, sobre todo en tiempos actuales, Lolita, un gran experimento fallido, en el que se descubrieron muchas más cosas que las que se parecía buscar.