Los bronces ya están parados en semicírculo. El teatro a lleno completo –es decir, semivacío– aplaudiendo desde que vio el brillo de la primera trompeta asomarse al escenario. Tan sostenidas estaban las riendas del público por la ausencia de conciertos, tal era la abstinencia de la mayoría, que daban ganas de aplaudir la danza del personal de archivo que había estado colocando las partituras en los atriles. La directora Ligia Amadio se para en el cuadrilátero blanco que le está destinado y da la señal para que comience La Fanfare pour précéderLa Péri” (1912), del francés Paul Dukas.

A esos dos minutos le sigue cierto desconcierto. “Suceden cosas”. Los músicos se retiran e ingresa el personal de escenario. Una mujer reconstruye el arco que formaban los intérpretes y con un lampazo vuelve a secar el suelo. Tres municipales reacomodan sillas y pasan alcohol en gel por los atriles. Una silla en particular se sitúa con precisión milimétrica. Demasiado cerca de la que está al lado. Desentona con la aridez del resto. Asientos que esperan aislados por una zona de seguridad epidemiológica de dos metros cuadrados.

Entran entonces las cuerdas y luego el solista para la Romanza y Scherzo para fagot y orquesta de cuerdas (1960), del uruguayo Carlos Estrada. Detrás, uno de los intérpretes de contrabajo utiliza tapabocas. Ese pixel celeste –en una formación en la que predomina el negro con algunas pinceladas de rojo intenso y un caligrama plateado– reafirma la extrañeza. El concierto que genera, desde dentro y fuera del escenario, familiaridad y extrañeza al mismo tiempo. La silla “demasiado cerca” era para los accesorios del fagot del solista Esteban Falconi. Su virtuosismo saca de ambiente y logra que todo lo demás se olvide. Otro de los contrabajos acodado en su elefantiásico instrumento, como en un estaño, está entregado a la escucha del momento cumbre del solo. Es una prueba visual, palpable, de esa intensidad.

El nuevo intervalo de limpieza y desinfección es visto con mayor naturalidad, ahora. La orquesta se completa (en versión jibarizada) y entra un nuevo solista. La figura familiar de Eduardo Fernández, con paso seguro y cohibido a la vez, es el anuncio de que llega el plato fuerte de la noche: el Concierto de Aranjuez (1939), de Joaquín Rodrigo. En cierto modo decepciona. En el primer movimiento la guitarra está amplificada con tan poco volumen que el oído se esfuerza por situarla en su escalón correcto, y en ese intento se pierde. Una señal casi imperceptible hacia alguien situado tras bambalinas hace que luego el inconveniente se subsane. Fernández es siempre Fernández y verlo en escena es la experiencia intransferible de asistir al despliegue de uno de los mejores en su rubro. Pero ya quedó una arenilla molestando.

Quizá por eso la última pieza, la Serenata para cuerdas en do mayor (1880), de Piotr Chaikovski, se siente como una bocanada de oxígeno. Es verdad que en algunos momentos, en especial en el final, se echa en falta que la orquesta no esté completa, pero el cierre termina siendo lo mejor de la noche. La Filarmónica de Montevideo sigue volviendo.