Un róseo, esfumado y remilgado rostro femenino cuyos ojos, entre atónitos y lánguidos, nos interpelan envueltos en una niebla cromática “pastel”: qué lejanía con respecto a los colores afirmativos y cortados con el hacha, densos y reduccionistas a los que nos tiene acostumbrados Petrona Viera en sus cuadros más célebres y celebrados, como por ejemplo los que están en el Museo Nacional de Artes Visuales fijos, o casi, en la planta baja. Así empieza, con algo inesperado, la tan ansiada retrospectiva de esta artista cardinal de la pintura uruguaya de la primera mitad del siglo XX que, pese a ser la más presente en los depósitos del museo (en el catálogo aparecen 1.001 obras suyas), no había podido subir hasta ahora, con vehemencia, al primer piso, para ocupar dos salas brindando al público su vasto trabajo repartido en cuatro décadas y medios diferentes.
La incandescente labor de seleccionar entre aquel maremágnum fue enfrentada por las curadoras María Eugenia Grau y Verónica Panella, quienes filtraron sensatamente unas 90 obras, tratando de ocupar todos los espacios técnicos y temporales en los que Viera desplayó su talento y obsesiones.
Aquella cara delicada, el Retrato de señora “sin fecha” recién citado, de aire mitigadamente simbolista –tal vez con ecos carlosmaríaherrerianos–, está acompañado por otros tres retratos de niños, formalmente afines aunque menos acabados formalmente e, incluso, un poco torpes: como no hay referencias cronológicas, uno podría fantasear que fueron románticos paréntesis decimonónicos instaurados en el medio del ímpetu planista y modernizante que la define o, más razonablemente, tareas sugeridas por uno de sus maestros, Guillermo Laborde o, más probablemente, Vicente Puig. Fuera como fuera, emerge una especie de interesante antiplanismo latente de seguro interés. Lo que sigue en la “primera” pared remite a lo familiar, en doble sentido: una pintura espesa explayada en grandes campos, simultáneamente pícaros y balanceados a nivel cromático, bien típica suya, y figuras de su entorno, hermano y hermana, parientes: estamos en los primeros años 20 y sus figuras ya crean esa tensión entre lo estatuario y lo imperfecto, que fue una de sus cifras estilísticas. La media figura de su hermana, la Srta. Luisa (Lucha) Viera (alrededor de 1923), es uno de los puntos altos de la exposición: figura elegante, entre la revista Anales y la futura Tamara de Lempicka, sintetizada en una mancha negra enmarcada por un cuello y unas mangas de piel exorbitantes que tienen los mismos colores que su rostro intenso, con el rouge como “alarma” cromática dentro de una paleta austera, y sin embargo no aburrida.
Recluida voluntariamente en su casaquinta, posiblemente a raíz de su sordera, Viera agota en las telas, a nivel temático, sus alrededores, y parece reclamar un universo: salvo el hermano, el crítico y amigo Luis Eduardo Pombo y un puñado de varoncitos jugando, todas las figuras que pinta o dibuja son femeninas. Así, el repertorio burgués e idealizado –amigas y parientas leyendo o tejiendo, nenes en sus recreos, “fotos” de familia– muestra una grieta reivindicativa de lo femenino, sugestiva y poderosa.
Quedándonos en sus retratos, sobre todo en pintura, pero también en muchos dibujos, Viera opta casi siempre, en medio de escenas que pueden fácilmente rotularse como idílicas (claro está, un idilio urbano y pequeño, en el seno de este Uruguay de los 20 y parte de los 30 que apuntó a la comodidad de lo moderno y progresista, y no sin desvíos), por una inquietante ausencia: la pintora borra por completo los rasgos de sus personajes, las caras son planos de puro color que niegan cualquier semblante identitario, máscaras vacías que acercan las personas retratadas a maniquíes metafísicos.
Su antecedente local podría ser el mejor Rafael Barradas, que solía dejar sus figuras sólo con ojos vacantes o minimalistas alusiones a cejas o bocas, pero Viera parece dar un paso más: elige también, muy a menudo, representar a sus sujetos de espaldas, en un tripudio de nucas, otra vez “bloqueando” cualquier posibilidad expresiva de los rostros. Se trataría entonces no sólo de un planismo especialmente escueto, sino de uno solapada e incluso pérfidamente sombrío.
Cierta escarificación de las formas, y también el mismo vaivén claustrofóbico, pero dinámico, entre grisáceos, azules y ocres que se entrevén en los pequeños cuadros de los años 30 dedicados a mujeres desnudas –desnudadas aún más por esa esencialidad híspida–, parece proyectarse en el otro hito de Viera, los paisajes pintados entre los 30 y los 50; también “comprimidos” en la costa, entre Malvín y Punta del Este. De pequeño formato, radicalizan su postura antidecorativa y, como subrayan justamente Grau y Panella en el catálogo, impresionan “con sus atrevidas bandas de color, donde los límites de cielo y mar parecen excusas y sugerentes verticales de troncos sin copa” buscando no tanto, o no sólo, una “pintura total”, como sugieren las curadoras, sino una implosión del paisaje, que parece engolfarse y desaparecer en pastosas lenguas pigmenticias, como en De mañana (1933), o renacer como puro signo gráfico en Puesta de sol (1938).
En el “medio”, por supuesto, hay una serie de notables dibujos y grabados que capturan, con la misma agilidad que los óleos, los ritos y los mitos domésticos, la usual predilección por el juego. Véase un notable grafito sobre papel de 1923 que congela una rueda rueda de niñas todas iguales –casi un carrusel de pequeñas flappers– y que se repropone, quizá, en una impactante “repetición” de muñecas, dibujada en 1932. En cuanto a los grabados, confirman la impresión suscitada por la muestra Xilografías, de 2018: manejo maduro del buril en escenas un tanto tenebrosas, que agregan una posibilidad formal más a su mundo ceñido.
Otro cambio de rumbo lo reservan los trabajos tardíos –los propuestos acá son todos de aproximadamente 1957–, cuando Viera parece reducir aún más el espacio de su escrutinio simbólico: una serie de naturalezas muertas enfocadas en frutas, en las que se aleja de las más estrictas reglas planistas y se encienden los colores, perdiendo, sin embargo, eficacia en su constante desafío formal.
Petrona Viera. El hacer insondable logra reafirmar a la artista como una de las figuras más complejas de la pintura matérica uruguaya y de la escuela planista, y abre el camino a nuevos sondeos: primer y firme paso en la investigación de un corpus densísimo de obras, en el que se anidan, sin duda, ulteriores sorpresas.
Petrona Viera. El hacer insondable. Curaduría de María Eugenia Grau y Verónica Panella. En Museo Nacional de Artes Visuales (Tomás Giribaldi 2283) hasta el 1º de noviembre.