Cuando todavía nos estábamos acostumbrando a la anormalidad del coronavirus, un libro se atrevió a asomar la cabeza en un mundo casi congelado. Primero lo hizo en su edición digital, y finalmente llegó a las renacientes librerías. El pez que sabía escalar, como la mayoría de los libros publicados este año, fue escrito durante aquella vieja normalidad. Sin embargo, quizás por su temática perenne y quizás porque 2020 nos hizo mirar hacia adentro, parece pensado para los tiempos que corren.

Detrás de estos ensayos interconectados, que hablan de la tecnología, la comunicación y quienes hacemos uso de ellas, está Salvador Banchero Monge, con un segundo apellido no tan popular, pero una trayectoria reconocida en los medios, principalmente la radio y la televisión.

Hoy, la voz que tantas veces se dedicó a transmitir lo cotidiano se dedica a hacerse algunas de las preguntas más viejas de la humanidad. Con ayuda de eso que podríamos definir como “lo nuevo”. “Creo que el universo de la comunicación y las tecnologías ‒en tanto herramientas e independientemente de su novedad‒ es un interés que siempre he tenido muy presente internamente”, contó a la diaria. “Pero por distintas razones nunca antes había expuesto ese interés, más allá de alguna conversación aislada con personas también interesadas en esto”.

Banchero, que tiene una relación “dinámica” y “cambiante” con las nuevas tecnologías, las tomó como objeto de observación. Y recordó el proceso de realización de aquellos textos que luego se convertirían en obra literaria.

“Tal vez el elemento más común sea el tiempo de conversación interna intentando distinguir lo semejante, entrenar el ojo para desenfocar la diferencia, que es siempre lo más evidente y sugestivo. Como individuos todos experimentamos el cambio; en un sentido estrictamente físico ya no somos aquello que éramos, y sin embargo algo nos dice que sí, que somos la misma entidad que unos años atrás registraba otras experiencias. Esa continuidad también podemos encontrarla como especie, como colectivo, y eso es lo que me interesó. Ver cuánto podíamos hermanarnos con nuestros ancestros en nuestras preguntas y cuánto nos ha cambiado en ese sentido, si es que lo ha hecho, el desarrollo técnico. Mi sospecha es que mucho menos de lo que creemos”.

Hay una contradicción casi humorística en tomar aquellos viejos correos electrónicos y mandarlos a imprimir para que se conviertan en un tomo que puede colocarse en la biblioteca. Esto no escapa a su autor. “Fue una decisión de terceros que terminó por convencerme. La base de estos textos estuvo incluida en Nuevos Medios Viejas Preguntas, una de las newsletters de Amenaza Roboto. Miguel Dobrich, su director, me animó a pasarlas a papel en el entendido de que alcanzarían un público que no acostumbra a este formato de lecturas. Inicialmente yo no estaba muy convencido, pero a su vez la editorial los había seguido y me planteó exactamente lo mismo, y así me vi doblemente conducido al formato libro”.

Claro que incluso los que recibieron aquellas columnas encontrarán diferencias. “Hay varios textos nuevos y además me pareció que aquellos que ya estaban escritos debían readaptarse a una lógica conjunta, más despojada de referencias coyunturales y con un norte común más definido”.

Hay algunos temas que aparecen una y otra vez en las páginas del libro, como el libre albedrío, la identidad digital, la falta de paciencia que nos inunda y los cambios en la conducta de los lectores. En ocasiones, un elemento de esta modernidad sirve de excusa para volver a cuestiones filosóficas ancestrales: las stories de Instagram son el punto de partida para hablar, por ejemplo, de nuestra transitoriedad. Todo de una forma amable y bajada a tierra, sin convertirse en textos simplistas. Allí aparece el “contador de historias”, un rol que el autor reconoce como propio.

Herencias, algoritmos y narraciones

“Si he sentido el impulso de trabajar en el universo de la comunicación durante tantos años, algo de eso debe haber, más allá de lo bien o mal que luego pueda hacerlo. De cualquier modo, siempre me resultó curioso que dedicara casi todo mi trabajo a hablar, porque el lugar en que siempre me he sentido más cómodo ha sido el de la palabra escrita. Por lo demás es cierto que tenemos una necesidad de contarnos. Somos una serie de narraciones, un relato en el espacio-tiempo, tal vez la mayor singularidad que podemos exhibir como especie, y en ese sentido creo que siempre nos vamos a sentir atraídos al relato, independientemente del vehículo que utilicemos para ello”.

En El pez que sabía escalar, otro elemento que periódicamente asoma la cabeza es el algoritmo, esa herramienta cada vez más usada para recomendarnos qué leer, qué ver, qué escuchar. Y que suele contribuir a la creación de una burbuja alrededor del usuario, algo de lo que Banchero también habla.

Quisimos convertirlo en su propio algoritmo y que nos recomendara otras lecturas a partir de su libro, pero respondió con la misma honestidad que sobrevuela sus columnas (“no voy a mentir: no tengo la menor idea”, escribe en un momento).

“Me cuestan horrores los consejos y las recomendaciones, porque sospecho que al final se trata de cómo elegimos ver y no tanto dónde elegimos mirar. Personalmente tengo una inclinación a visitar textos antiguos. Y si bien no tengo ninguna clase de menosprecio hacia nuestra modernidad, me incomoda un poco esa autopercepción de que somos la mejor versión de nosotros mismos por el mero accidente de ser los más recientes. Son demasiadas las personas que han reflexionado mucho y hondo sobre las mismas preguntas que nos aquejan a nosotros como para descartarlas por haber pertenecido a otro tiempo”.

El pez que sabía escalar. De Salvador Banchero. Montevideo, Debate, 2020. 200 páginas.