Por los años 70, y anticipando el “fin de la historia”, surgió en Estados Unidos una nueva ciencia: la colapsología, dedicada a calcular en base al procesamiento informático de datos de la realidad (entendida, por supuesto, prístinamente, en tanto datos de la realidad) el cuándo y el cómo del fin del mundo.

Si la hipótesis ideológica y aun política de Francis Fukuyama ha sido rebatida hasta el cansancio (incluso desde posiciones estratégicamente alineadas como la de un choque de civilizaciones), la colapsología, hija milenarista de las utopías cibernéticas de posguerra y del esperanzado aceleracionismo tecnológico, aun en su versión marxiana, persiste vital en la colección de predicciones catastróficas que inundan nuestra contemporaneidad.

Para explicar este fenómeno podemos pensar, siguiendo la tesis del último libro de Sandino Núñez, que la colapsología –y su posibilidad de ser ciencia preventiva– fue ella misma el anuncio de que el mundo ya había terminado. Sobre este tiempo post mortem, sobre la duración aletargada del “horror a una catástrofe que ya ocurrió”, escribe el autor en Anástrofe.

El tiempo ha preocupado desde siempre a la filosofía (“captar al tiempo en el pensamiento” es, para Hegel, la tarea del filósofo), y el diagnóstico de Núñez parece alinearse con la declaración de una conciencia histórica desgarrada compartida por varios teóricos contemporáneos. Ya hace medio siglo que hablamos de la posmodernidad y del derrumbamiento de los grandes relatos teleológicos del progreso: nuestro tiempo es puro “presentismo”, afirma el historiador francés François Hartog, un régimen de historicidad incapaz de proyectarse más allá del intervalo elástico de lo actual, mientras que el crítico de arte Jonathan Crary identifica en la consigna comercial “24 horas, 7 días a la semana” el signo de una homogeneización de la experiencia estética temporal, devenida en el capitalismo artefacto abstracto hecho de cantidad y valor (la célebre fórmula de Benjamin Franklin “time is money”).

Lindero a estos ejemplos, Anástrofe (la palabra misma) encuentra su fuerza al ensamblarse al arsenal teórico iniciado en Psicoanálisis para máquinas neutras (2017) y continúa el proyecto enunciado allí: desplegar una “potencia del lenguaje” capaz de hacer frente a la incapacidad terminológica que nos impide nombrar y criticar aquello que del capitalismo vive, aun y a pesar nuestro, en nosotros mismos. Así, con un estilo explícitamente repetitivo –entendiendo la repetición como estrategia creativa– y mediante analogías ejemplares, el libro se organiza alrededor de tres temas a través de los cuales el autor expande los análisis presentados en sus anteriores ensayos.

La primera parte presenta, entonces, la hipótesis según la cual la lógica del capitalismo contemporáneo es análoga a la del juego: suele escucharse que “la vida es juego” o que “nada es más serio que jugar”; Sandino Núñez dirá entonces que la realidad del juego (capitalista) es infernal. Para ejemplificar, las reglas a las que el Marqués de Sade somete a sus personajes ilustran la potencia aberrante (si no la característica inmanente) del juego como imperativo de goce autoritario, y ese goce o plusplacer que se obtiene, afirma con lucidez el autor, es la promesa asocial de una relación con el trabajo que ya no aliena, sino que nos invita, o más bien, obliga a perfeccionarnos obsesivamente como jugadores.

En la segunda parte, Anástrofe aborda la actual pandemia, felizmente sin la intención de incursionar en la futurología, sino, como el autor nos ha acostumbrado, a través de esa “mezcla de periodismo y metafísica” (expresión acuñada por Günther Anders) que busca en lo contingente (por ejemplo, en los discursos que discurren sobre si “salvar vidas o salvar la economía”) construir una ontología de la actualidad.

El libro finaliza con “La locura”, apartado que reúne y sintetiza las tesis principales que Núñez presenta desde su anterior obra: que el capitalismo posterior al “giro gerencial” (o “la revolución managerial”, como la llamara James Burnham en 1941) “ha alcanzado su concepto”; que ese concepto se traduce en una totalidad social psicótica (incapaz de pensarse por fuera de la lógica obsesiva, de la profecía autocumplida), y que su funcionamiento implica una obturación de la negatividad dialéctica o, en otras palabras, de la política entendida como disputa y deseo de sentido, de realidad y devenir.

Los ejemplos enumerados a lo largo de la obra para sostener este diagnóstico se parecen mucho a los que en Gilles Deleuze caracterizan a las “sociedades de control”, pero más allá de una referencia específica hacia el final del libro, el diálogo con el filósofo parisino parece darse solamente como correlato posible. Así, los términos popularizados por el diccionario deleuziano o foucaultiano en boga (palabras como “máquina”, “flujos” o “dispositivo”), o más bien su uso posterior por lo que se ha denominado posthumanismo, aparecen en Anástrofe capaces de ilustrar críticamente la fantasía propia del capitalismo actual, mientras que, y por la misma razón quizás, persiste la sospecha de que los análisis posthumanistas, si bien nunca explícitamente nombrados, encuentran su límite al tratar de construir ingenuamente, con esas mismas palabras, el camino hacia la emancipación.

Desde este punto de vista, Anástrofe no intenta una arqueología sobre el origen del pensamiento posthumano, como hace poco hizo Pablo Manolo Rodríguez en su investigación sobre las ciencias de posguerra, ni tampoco una genealogía del origen (violento) del neoliberalismo gerencial, objeto de La société ingouvernable: une généalogie du libéralisme autoritaire (2018), último libro de Grégoire Chamayou. A pesar de esto, resulta interesante complementar la figura abstracta de un capitalismo posdisciplinario presentada por Núñez, con una historia efectiva llena de represiones y disidencias aún persistentes, en donde la mirada microscópica permite ver, bajo la generalidad, grietas y contradicciones.

En lo que respecta a Anástrofe, su fuerza se despliega a partir de su potencia teórica, o más bien desde la consumación de un estilo: la búsqueda de una lengua que intenta nombrar al juego y suspenderlo, hacer emerger a partir de la crítica su fondo impensado, su realidad ya paródica, su cara boba. Así, frente a un presente intolerable, ajeno a las respuestas gerenciales o “interdisciplinarias” para el mejoramiento social, tanto como al mesianismo y voluntarismo galvanizado que gran parte del pensamiento ha parecido adoptar recientemente, Anástrofe no propone ninguna “solución” a ningún “problema”, ni intenta hacerlo. Aunque la teoría es siempre una promesa triste, el libro confía en que solamente desde ese lugar angustioso seremos capaces de reconstruir, críticamente, nuestro presente.

Anástrofe. De Sandino Núñez. Montevideo, Estuario, 2020. 144 páginas.