Hace unos meses, la cantante brasileño-uruguaya Mariana Lucía editó un nuevo disco, La eternidad y sus tantos sentidos (Los Años Luz Discos, 2020, por ahora sólo en plataformas digitales). Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir. No necesariamente en ese orden. Pero sí. Y después parir, porque de esas cuestiones se alimenta este puñado de canciones que no se parece a los anteriores. Si en sus primeros álbumes pasaba de la música de Brasil al fado y de allí a la electrónica y el etnopop, en Mi corazón bombón (2016) abría la puerta a la electricidad y las baterías, con más rabia que inocencia.

Ahora habla de la eternidad. De la eternidad y sus tantos sentidos, que parece que los tiene. Ziusudra sabe, bah, debe saber, porque hasta él fue Gilgamesh a consultarlo por la vida eterna, pero lo contentó con un souvenir. “El universo requiere la eternidad”, escribió Jorge Luis Borges, pero uno no es el universo, sino apenas un macaquito de carne parado en la tercera piedra, y se mueve en un tiempo finito. “¡Qué aburrido es ser eterno! Me lo imagino y te digo que no”, dice Mariana. Para uno, que cualquier día agarra y se muere, la eternidad pasa por la persistencia en el tiempo. Por eso escribir un libro, plantar un árbol. Tener un hijo.

Y como Mariana no sabe mentir, es esto: un disco espontáneo, que aparece en tierra ajena y se hace en casa, habitado por viajes entre la tierra de los vivos y la de los muertos, Colombia, el Tíbet y alguna playa de por acá, una oda a la soledad y al niño recién venido, paisajes nuevos y otros colores. Ya no hay rabia, ni guitarrazos ni bombos en la nuca. En cambio, aparece un grupo de canciones ligeras y simples (que no es lo mismo que fáciles) con otras urgencias.

Antes de escuchar el disco me puse a pensar en los sentidos de la eternidad, y me parecían bastante aburridos. Vos contás que tomaste la idea de El libro tibetano de los muertos...

¡Claro! En el sentido de vivir para siempre, la eternidad es un embole. Pero otro sentido, que fue el originario, si se quiere, tiene que ver con la maternidad, en esto de la eternidad que te da un hijo. Se puede ver desde ahí. Eso lo venía masticando ya en el deseo de ser madre. Empecé a sentir que había algo, un vector familiar, genético, si se quiere, una dirección que necesitaba seguir. Una continuidad, un llamado. No místico, pero sí desde el punto de vista de tener una trascendencia.

“La eternidad y sus tantos sentidos” es un verso de una de las canciones del disco.

En Colombia había una profesora de yoga que daba clases para embarazadas. Yo estaba ahí, en un lugar nuevo, medio pintada, sin entender mucho nada, y la conocí a ella. En la tercera clase nos llega un mensaje a todo el grupo, invitándonos a una ceremonia de despedida de quien era su compañero, que había muerto, y que era alguien a quien yo no conocía. La canción es muy literal, como todas las de este disco. Ahora puedo tener operaciones formales de pensamiento, abstraer, pero hace mucho que no me pasaba. Mis reacciones cotidianas, ahora, son muy concretas y prácticas.

Tus dos últimos discos son registros del momento. Mi corazón bombón tiene rabia, enojo, y este describe tu proceso de la maternidad de una forma bastante directa.

Es cierto. En mi universo, Mi corazón bombón puede ser punkie, aunque yo tengo una suavidad característica. Pero, en comparación con este, sí; este es súper hippie. Para mí, la música siempre fue como un salvavidas, y tuve un vínculo terapéutico con ella. Por suerte, a alguna gente le gustaba, porque es lindo comunicar. Pero el impulso inicial fue desde un lugar de necesidad, ya desde mi adolescencia. De hecho, es muy difícil que pueda hacer alguna canción sin la necesidad de expresar algo. Sé que hay gente que tiene hábitos de trabajo, una cosa más esquemática, de tener un horario para trabajar y componer. Yo he experimentado ese sabor, pero no es lo más habitual. Lo mío es más caótico; necesito vomitarlo.

¿Cuándo surgió la necesidad de vomitar estas canciones?

En medio del lío. Me fui a Colombia porque a mi pareja le salió un laburo allá. Antes de saber que iba a ser madre tuve el momento más crazy. Al principio, sin saber que estaba embarazada, me despertaba de noche y empezaba a caminar por la casa. La sensación de que todo era muy ajeno y que me quería volver a Uruguay. Y cuando supe que estaba embarazada me cerraron las cuentas.

¿Las canciones salieron todas ahí?

Sí, son de ahí. Había ideas previas que durante el embarazo empezaron a cuajar, y del puerperio. Yo estaba en la tesitura de que lo que tenía para el disco eran las siete primeras canciones, y Diego [Drexler, productor del álbum] decía que era muy corto. Y gracias a la insistencia de Diego, apareció “Cielo”, que es una protocanción, una intención. No sé si por la sencillez, pero es un motivo melódico que se repite, que no tiene mucho desarrollo.

Foto: Federico Gutiérrez

Foto: Federico Gutiérrez

Diego Drexler ya había trabajado contigo en Mi corazón bombón. ¿Cómo tomó este cambio de paradigma musical, de destierro de instrumentos eléctricos y baterías?

Con Diego somos muy amigos y tenemos un código común. Él tiene su faceta más de banda, con un coloque más rockero, de violas y batas, de pensar la música desde ahí, pero también tiene un lado B, y cuando volví a Montevideo justo estaba pasando por esa etapa, más de cancionista, donde el tratamiento no pasa tanto por lo sonoro. Y él estaba en ese momento personal, con su proyecto, con ganas de hacer sus canciones con menos ruido, si se quiere. Fue genial. Fue súper claro que este iba a ser un disco austero, con mucha presencia de lo vocal, sin batería; algo más introspectivo.

No hay baterías, pero hay un trabajo muy interesante en las percusiones.

Ese es Leíto Rodríguez. Es un gran estudioso de ritmos y folclore de todo el mundo, un tipo que piensa en la percusión desde la canción y no tanto como género. No dice “esto es un candombe”, no le importa. Va desde el lado que le sugiere la música. Toca tabla, calabaza africana, y hace cualquier ritmo. Es un tipo muy curioso, muy investigador. Y para nosotros fue alucinante.

Me parece que, en este caso, los instrumentos de percusión están más a favor de la melodía que del ritmo.

Es así. Él siempre me dice que tengo un fraseo muy singular en la forma de ordenar las sílabas. Es que hablo así. Me río de mí misma porque tengo unas pausas que no son convencionales, tal vez por el hecho de ser bilingüe, que me cuesta más encontrar las palabras en el disco duro. Y Leo lo que hace es ver el dibujo de lo que hago con las sílabas.

¿Sos consciente de esa característica a la hora de componer?

Hay procesos creativos distintos. Hay gente que tiene un plan, pero no es mi caso. No tengo estudios formales de música, de teoría musical, de armonía, entonces fui armando mi propia gramática, compartiendo con amigos que saben. Transito intuitivamente y, obvio, con el tiempo identifiqué un lenguaje propio. Eso está bueno, porque te hace identificable rápidamente, pero tiene un lado malo, porque te repetís.

Sin embargo, tus discos no se repiten. Lógicamente tienen vasos comunicantes, pero no se parecen el uno al otro.

No me doy cuenta, a veces pienso que mis temas son todos iguales. Trato de cambiar, me parece que es sano. Al menos estas son mis circunstancias. No creo en eso de vender el alma al diablo. De repente uno, en abstracto, se plantea un montón de cosas, pero después, si la vida te pone frente a determinada situación, lo pensás de otra manera. Hoy día, siendo Mariana Lucía en este corte, digo: “Qué bueno que mis discos sean diferentes, me gusta”. Pero no sé mañana.

El disco tiene un tono “religioso”. ¿Es por eso que estás fumando en la portada? Digo por el significado litúrgico que tiene el hecho de fumar en algunas culturas.

No. Cuando hicimos la sesión de fotos discutíamos que eso no daba, porque se habla de la maternidad, y nuestro país tiene una cuestión con eso del tabaquismo, que me parece bien. No estoy alentando a ninguna madre a fumar; yo dejé de fumar en el embarazo y la lactancia, pero ni bien me pude prender un cigarro fue una felicidad. Y en las fotos fui espontánea. Ahí empecé a revisitar, salvando las distancias, discos que me gustan, y Joni Mitchel tiene varios en los que aparece fumando en la tapa. No soy Blancanieves, no quiero dar la imagen de la mamá buenita, ¡si yo fumo! Para una pequeñísima minoría de lo que podríamos llamar mis fans, que por ahí son muy ohm, muy orgánicos, puede parecer que no soy tan elevada como creían. Y bueno, loco, soy humana, y me alegro de tener esa cosa suave, dulce, pero fumo y, a veces, puteo.