Con Nasha Natasha, su película sobre la recepción de Natalia Oreiro en Rusia, el artista conceptual Martín Sastre vuelve a su pasado: la actriz no sólo fue la protagonista de Miss Tacuarembó, su exitoso debut como director de cine, sino también quien les abrió las puertas del circuito argentino a él y a artistas como Dani Umpi. El documental, que estrenó Netflix hace dos días, le llevó tres años de preparación.

Lo primero fue su imaginación, y un montón de películas en VHS. No sabe por qué, pero a los cinco años creía que el papa era parte del grupo de rock Kiss, y así lo dibujó, con la lengua afuera y orinando, y se lo mostró a su madre. Su primera vez en el cine –la que lo marcó para siempre– fue con su abuela Lala y la película Fantasía, de Walt Disney.

Casi 30 años después, Martín Sastre (director de cine, videasta, y artista performático) camina su noche en silencio y en soledad por los salones de la Casa Rosada mientras recuerda cuando su pintoresco abuelo ruso lo llevaba de la mano hasta la puerta de la escuela Argentina. El día anterior, la performer Marina Abramovic tomó la suya para subir las escaleras del lugar y llegar hasta el mítico balcón de Evita Perón.

De vuelta en Montevideo, y sin luz natural, Martín es un ladrón como el Acertijo, que baila sobre las instalaciones de la sede del Banco República y encuentra su último divertimento en una caja fuerte que guarda una fragancia escondida y muy valiosa: U from Uruguay, también conocida como "el perfume de Pepe Mujica".

Estudió cine y arquitectura hasta que estuvo seguro sobre su destino de artista. Su madre abogada le puso un año de prueba y un ultimátum. Se fue a estudiar a Madrid y comenzó a producir obra con rapidez y continuidad. Desde muy joven comenzó a viajar, y cada vez más seguido su obra se confunde con las escenas de su vida cotidiana.

Como un Andy Warhol con más humor y menos pretencioso, ficciona la realidad, cambia las cosas de lugar, crea confusión utilizando máscaras de íconos pop y ceremonias de fe religiosa. Sus obras de videoarte –como el corto de ficción que muestra a Diana de Gales viviendo en un barrio marginal de Montevideo– han sido reconocidas en todo el mundo y son su marca registrada.

Pasa mucho tiempo pensando en cómo funcionan las cosas, y no le gusta sacar ni que le saquen fotos, dice. “Pila de recuerdos de mi vida los he perdido por eso”.

A su proyecto más nuevo, el documental Nasha Natasha, lo considera un “sueño hecho realidad” que lo vuelve a ligar con su abuelo ruso, con los cuentos de su abuela de viajes en el Transiberiano y con su amiga Natalia Oreiro, con quien trabajó en una decena de proyectos audiovisuales, entre ellos su primer largometraje, Miss Tacuarembó, estrenado en 2010.

En esta ocasión Natalia comparte su intimidad con su amigo para construir una narración biográfica, y su paso de acceso libre de su gira por Rusia en 2014, para que el televidente pueda codearse con la uruguaya y sus increíbles seguidoras europeas.

Sobre su estreno, sus comienzos, y una “aplicación para que los artistas puedan capitalizar su trabajo” conversamos con Sastre, que estuvo de vuelta por Montevideo.

“Tienen una relación casi devocional y afectiva con Natalia. Rusia es otro mundo”.

Al ver el documental uno puede acercarse bastante al fenómeno de Natalia en Rusia. ¿A vos, que estuviste compartiendo toda una gira con ella, también te impresionó?

Siendo muy amigo de Natalia durante muchos años, y viendo, por ejemplo, la mamushka con su cara que le regalaron sus fans y que tiene en su casa, me hacía una idea, como todo el mundo, pero lo que vi allá sobrepasa todo que te puedas imaginar. No es una cosa de celebridad yanqui ligada al consumo, pasa por otro lado totalmente distinto. En el documental una de sus seguidoras lo explica. Tienen una relación casi devocional y afectiva con Natalia. Rusia es otro mundo. Una vez estaba en un comercio en Siberia para comprar algo para la cámara, le pregunté a la cajera si hablaba en inglés y se me mató de la risa. No les importa nada. Para ellos Rusia es más grande e importante que cualquier lugar en el mundo, incluido Inglaterra. No tienen la cultura del famoso, pasa por otro lado.

¿Cómo lograste construir y retratar la intimidad de Natalia en el documental?

Cuando hice la película, el punto de vista cercano fue buscado. De hecho, me daba más pudor que a Natalia: ella está acostumbrada. Tenía que ponerme en la mentalidad de que estaba registrando algo, y al mismo tiempo me tenía que relajar para hacerlo bien. Entonces le dije a Natalia: “Yo voy a filmar todo. Ya está. Voy a tener la cámara prendida todo el tiempo”. Eso es lo primero que en las clases de documental te dicen que no hagas. Pero no había otra forma de que me soltara. Estaba demasiado pendiente de lo que pasaba y filmé todo. Después, en la edición fueron siete meses de visualización, y para la película pude elegir los momentos en que ya la cámara era como que no existía. Lo que ves es el resultado de tres horas de charla, de las que elegís 15 segundos en que de repente Natalia se emociona, o está dormida en el aeropuerto, o visita a su abuela en el Cerro.

¿Qué fue lo que más disfrutaste de hacer este documental?

Me cuesta. A mí me encanta trabajar, editar, me encanta lo que hago, pero sufro muchísimo. Este documental fue sangre, sudor y lágrimas. Fue un proceso muy largo, el rodaje fue muy caótico, estábamos un día en cada ciudad, viajando por toda Rusia, había días que salía a filmar con 50 grados bajo cero para hacer una toma de la ciudad y se me congelaba la cámara –ni te digo el dedo: ya no lo sentía–, le apretaba el rec y no funcionaba. El proceso de edición fue muy largo. Nunca había hecho un documental, me tuve que armar toda una estructura narrativa con cartones y frases recortadas. Tenía un guion, pero después para el montaje te das cuenta de que no te alcanza. Porque, por ejemplo, una toma te sirve hasta cierto segundo y después ya no. Ocurren miles de cosas. Todo eso nos llevó como tres años. Noches, semanas sin dormir. Recién después del lanzamiento pude relajarme. Este es un momento en el que viajar parece una utopía, y como que de alguna forma el documental llega en el momento en que tenía que llegar.

La gira que se documenta es de 2014.

Sí, en ese primer momento el registro no tenía el mismo objetivo que terminó teniendo después. Tenía algunas líneas argumentales –por ejemplo, entrevistar a las fans–, pero después me di cuenta de que si no conocías al personaje, a Natalia, todo lo demás no tenía sentido. Tenías que entender que era de Uruguay, del Cerro, que no había llegado con ninguna compañía discográfica atrás, que la viene remando desde que es chica, para entender por qué genera empatía con esas chicas, porque se detiene a hablar con ellas, se saca fotos, se acuerda de cuando tenían 15, les pregunta por sus hijas, le dedica tiempo a cada una. Las entiende. Si no contaba esa parte, la historia quedaba incompleta. Así que hicimos rodajes hasta dos años después.

¿Qué fue lo primero que te atrajo de Natalia cuando empezaste a trabajar con ella?

Mirá, si tengo que pensar en la primera vez que la vi fue en la tele, en el videoclip de “Tu veneno”. Me dije: “¡Guau! ¿Quién es esta mina?”. Natalia había tomado a Betty Page y se había hecho esa imagen toda de negro como si fuese Gatúbela. Todo eso fue lo primero que me llamó la atención, y conectamos mucho en ese universo camp de llevar la cultura popular a otro lado.

Vos tuviste una época de mucho consumo televisivo.

Sí, cuando era chico. Se burlaban mucho de mí. Creo que era muy de mi generación prender la tele y mirar desde la señal de ajuste hasta que empezaran los programas, a las cinco de la tarde.

¿Quién se burlaba?

Mi familia. Me pasaba frente a la tele y miraba cualquier cosa. Pero lo que más me marcó fue el videoclub, las películas. Ahora parece una pavada, pero en esa época ver películas en tu casa era totalmente futurista. Me acuerdo de unas tías bisabuelas mías, Emma y Aurora. Eran de Aiguá y habían visto la llegada de la radio. Un día estaban en casa y me preguntaron: “¿Cómo es esto del videocasete?”. Y les dije: “Es muy fácil: ponés el casete acá, le das play, pausa, podés adelantarlo, ir para atrás”. Se miraron entre las dos y dijeron: “¡Qué increíble!”. Y sí, lo era. En el cine se terminaba la película y te tenías que ir. Acá podías controlar el tiempo.

Foto: Pablo Vignali

Foto: Pablo Vignali

Así que en tu casa tenían videocasetera enseguida que salió.

Sí, muy temprano. Mi abuelo ruso siempre estaba pendiente de todo lo que fuese tecnológico, y era cartesiano. Mi abuelo era el típico que hablaba siete idiomas, jugaba al ajedrez como los dioses. Me llevó a mi primera clase de computación cuando yo tenía siete años y me dijo: “Mirá que esto va a ser el futuro”. Era la época del sistema Logo y yo decía: “Esto nunca va a llegar a nada”. Y sí, fui de los primeros entre mis amigos en tener videocasetera. Los primeros dos videocasetes que tuvimos eran uno de Simon & Garfunkel y uno de cortos de Walt Disney. Todavía no había videoclubes.

Y cuando aparecieron, ¿a cuál ibas?

Alrededor de casa había varios. Era socio de todos porque iba más rápido que los estrenos, me llevaba cinco películas por día. Uno fundamental fue el Vic, de Ronald Melzer; ahí trabajaba Naftalina, que era amigo de mi tío. Con ellos vi todo. Me acuerdo de la primera vez que vi una película de John Waters, tenía ocho años. Mi tío trataba de explicarme lo que era un travesti, yo pensaba que Divine era una mujer. Así vi películas de [Pedro] Almodóvar, Casablanca, las de los hermanos Marx, todas las comedias de Billy Wilder.

¿Alguien te recomendaba cosas?

Miraba indiscriminadamente. De hecho, todavía tengo esa filosofía. En la adolescencia vivía a una cuadra de La Linterna Mágica [sala de Cinemateca] y a la vuelta del Cine Universitario. Tenía un carné de 100 películas y lo gastaba todo. A veces me obligaba a ver, ponele, cine polaco de los 70. La única que vez que me tuve que ir del cine, porque pensé que me daba una embolia, fue con Los puentes de Madison. No preguntes por qué, pero después la volví a ver y está buena.

Tenías cierta libertad en tu casa para mirar lo que quisieras.

Tenía prohibido, por ejemplo, El último tango en París. No me dejaban ver Twin Peaks, pero yo me escapaba y la miraba. No me dejaban ver cosas que tuvieran un contenido perverso.

Conociste a John Waters.

Sí, en Madrid. Él estaba presentando unos libros y alguien le dijo que yo había hecho un video con Isabel Sarli [Qué pretende usted de mí. Mensaje de la Argentina al FMI, 2009], entonces me preguntó: “¿Está viva? ¿Cómo está?”. Nos pusimos a conversar y me dijo: “¿Ella sabe que yo la adoro, sabe que yo le robé absolutamente todo y que Divine en mis películas es Isabel?”. Y es gracioso, porque es verdad. Yo después me fui a Buenos Aires y arreglé una cita entre ellos por teléfono el día de Navidad, y nada, después él me dijo que “conocer a Fuego [por Isabel y una de sus películas] fue mi mejor regalo de Navidad”.

¿Cómo era Isabel?

Era como una niña. Divina. Muy inocente, muy buena. Todo lo que tenía de exuberante lo tenía de niña. La primera vez que hicimos ese video que te comenté, lo filmamos en una galería en la que yo trabajo en Argentina; ella se fue a preparar con una amiga y yo me fui al depósito en el piso de abajo, donde trabajaba con [el director de fotografía] Pedro Luque. Y entonces le digo: “Pedro, poné todos los focos, porque Isabel Sarli no parece Isabel Sarli, tiene 80 años, vamos a tener que levantar, poner filtros...”. Subo, y la señora ahora estaba toda peinada, maquillada y con un vestido transparente; pone la mano contra el marco de la puerta y me dice: “¿Así estoy bien, papi?”. Con sus años, era Isabel Sarli, no una abuelita. Era decir “acción” y ella se transformaba. Tenía esa calidad de estrella.

¿Reconocés que tenés una cierta facilidad para conectar con diferentes personas y para ingresar a lugares donde otros, tal vez, no se animan?

No soy consciente de eso. La gente que me conoce siempre me dice eso, y creo que es porque trato a todo el mundo por igual. Me parece que eso lo aprendí yendo a la escuela pública uruguaya. Una vez, en Venecia, estaba en una fiesta con un amigo y me dijo: “El que está al lado tuyo es Leonardo DiCaprio”. Yo no me había dado cuenta, y al rato me puse a charlar con él. No tengo esa cosa de ceremonial, y menos con alguien que es famoso por su trabajo. No es algo que lo tenga racionalizado. Me sale natural.

¿Qué personajes uruguayos hoy te llaman la atención o te parecen interesantes?

Creo que hay un montón de artistas uruguayos alucinantes a los que nosotros no sabemos valorar. En 2002 o 2003, cuando recién fui a estudiar a Madrid, una amiga argentina me dijo: “Marosa Di Giorgio va a dar un recital en el Círculo de Bellas Artes, la quiero ver. Te acercás y le decís que sos uruguayo así yo le puedo hablar”. Y a mí salió: “A Marosa la veía todos días en el bar San Rafael, a la vuelta de mi casa”. Al final me insistió y fui. Cuando abrí la puerta del lugar estaba lleno, la gente en plena ovación: “¡Bravo, bravo!”. Todo el mundo la quería abrazar, y allá en el fondo estaba Marosa vestida con un traje de encaje largo, tipo Morticia Adams, con unas arañas de estrás que iban como un cucurucho hasta la cabeza. Llegar hasta ella era casi imposible. Cuando la fuimos a saludar estaba hablando con una fan española que le llevó un libro chiquito que era la primera edición de su libro Druida [1959]. “Yo soy Carmen, de Málaga”, se presentó. “¡Carmen, 40 años recibiendo tus cartas!”, le dijo Marosa, sorprendida. Y cuando ella volvía acá, no pasaba mucho. Como ese caso te puedo contar miles.

¿Vemos la obra de los uruguayos con otros ojos?

Una vez me hicieron una nota en Francia, en Canal Plus. El camarógrafo me dijo: “Lo que me gusta de Uruguay es el hotel Argentino de Piriápolis”. “¿Cómo lo conoces?”. “Lo vi en Whisky [la película de Pablo Stoll y Juan Pablo Rebella]”. Y el tipo le explicaba a la periodista que vino con él: “Imagina la Costa Azul pero desierta, sin nadie, y un hotel como de la Belle Époque”. Tenemos un montón de cosas alucinantes y no las cuidamos. Yo veo los cuadros de Juan Manuel Blanes, y los que están el Museo de Bellas Artes de Buenos Aires permanecen cuidados, a la temperatura perfecta, mientras que acá te los encontrás en una oficina pública. Creo que de a poco eso está cambiando.

Este es un momento muy especial y muy difícil para quien se dedica a trabajar como artista en Uruguay. Vos sos parte, pero además alguien muy creativo. ¿Cómo se sigue? ¿Qué se debería hacer?

En Uruguay el déficit cultural es histórico, no es de ahora ni va a ser de mañana. Para solucionar eso hay que trabajar de forma estructural. El verano pasado fui al Museo Histórico Nacional a ver el cuadro de la Declaratoria de la Independencia. Llevé a un sobrino mío, porque en el cuadro hay un ancestro de nuestra familia, y la verdad es que me llamó la atención que los cuadros están exhibidos como si fueran objetos antiguos, no como obras de arte. No cuentan con las condiciones necesarias, no sabés nada del autor. Los cambios que hay que generar son muy grandes. Así y todo, Uruguay sigue exportando creatividad, a pesar de que todavía no se les da la importancia que se les debería dar a las industrias creativas, audiovisuales, de literatura, de publicidad, etcétera. La mejor muestra de un cambio estructural es lo que generó Julio Bocca en el SODRE. Mujica le dio la responsabilidad, y el tipo lo sacó adelante. Habría que hacer lo mismo a todo nivel, en todas las áreas de la cultura.

“Para cualquier trabajador lo que cuenta es su tiempo de trabajo, pero para el artista es sólo el producto terminado”.

Estás trabajando en una aplicación que tiene que ver con el trabajo de los artistas.

Sí, ya hace tres años que estoy trabajando en ese proyecto. Se llama Lala. Es una aplicación para que los artistas puedan empezar a capitalizar el tiempo de trabajo y no solamente las obras terminadas. ¿Por qué los artistas siempre se murieron de hambre? Tiene que haber una solución. Ese también es un déficit histórico. Me di cuenta de que cualquier trabajador de cualquier rama de la productividad lo que cuenta es su tiempo de trabajo, y en el artista es sólo el producto terminado. Es como si al obrero de una fábrica de autos le dijeran: “Comprá los vidrios, las ruedas, las puertas y armá el auto. Si me gusta te lo vendo y me quedo con 50% (que es lo que se queda una galería de arte, por ejemplo), y si no me gusta, comételo”. La mayoría de los artistas del mundo se tienen que dedicar a otra cosa, tienen que poner todo su tiempo de trabajo gratis para después, quizás en algún momento, poder rentabilizarlo. Eso genera un precarización histórica, que no cambia desde el Renacimiento hasta ahora, y me llevó casi un año darme cuenta de eso. Ahora, si Dios quiere, como decía mi abuela, vamos a poder concretar el proyecto.

Fuiste integrante del colectivo de artistas Movimiento Sexy. No sé si la pretensión de ustedes era cambiar el mundo, pero eran bastante ambiciosos. ¿Cómo ves lo que hicieron, 20 años después?

Movimiento Sexy fue una buena conjunción de casualidades. Estábamos todos en la vuelta. Era el comienzo de internet, y sobre todo lo que nos empujó a unirnos fue ver que no nos sentíamos representados por la cultura, ni por las instituciones, ni por la sociedad. Justo el otro día un periodista del diario argentino Página 12 recordó Masturbated Virgin [2000], un video en el que yo iba con un cotonete gigante persiguiendo a Britney Spears. Con ese video fue la primera vez que salí en The New York Times, y como que me validaron. Un amigo con el que editamos este video el otro día me dijo: “¡Qué increíble la imagen tuya corriendo por 18 de Julio con un hisopo gigante cuando ‘hisopar’ ni siquiera era un verbo. Habría que recuperar ese material y ver qué pasa”. No es que lo estés buscando, pero como artista siempre estás empujando la realidad, y hay veces que la pegás y después las cosas pasan. Es un poco raro, pero es como que estás empujando los límites de lo posible para buscar un poco más allá.