Desde mi juventud, desde cuando leía a Idea y después oía con pasión aquel pequeño disco de 1967 en que Dahd Sfeir (quien además era mi profesora de inglés) decía con voz algo nasal los poemas de Idea, desde aquel entonces yo ya estaba convencido de que esa poeta era la imagen encarnada de Montevideo, la de los cielos infinitos y el silencio de las tardes. 50 o 60 años después, guardo en mí esa certidumbre: Idea es Montevideo y sus habitantes. Traté siempre de entender, sin éxito, de dónde, de qué lugar sacaba yo esa imagen de ícono nuestro que le atribuía. Hoy, sentado frente a la computadora, sigo interrogándome por qué sería ella esa especie de referencia identitaria de una ciudad que tiene fama de gris –pero la generación del 45 la reconocía más bien verde–, tan luego ella, la poeta que prefería los colores oscuros, es cierto, pero que hablaba de pasiones ardientes en las que se le iba la vida.
Una vez, allá por los primeros años 70, su novio Jorge Liberati me llevó al monoambiente del palacio Salvo donde Idea había vivido, creo que hasta hacía muy poco; fuimos probablemente en busca de algún material que Liberati había olvidado. Me sentí violando una intimidad, traté de quedarme discretamente en la mínima antesala que precedía al departamento. Y sí, era oscuro, pero no extravagante. El mito que corría entre los poetas jóvenes de entonces según el cual Idea pintaba sus paredes de negro estaba bastante próximo a la verdad, y como para marcar más la sensibilidad del visitante, la única ventana daba para la calle Andes, por la que no entraba, según observé, un único rayo de sol. Pero no pasaba de eso: un departamento oscuro, como hay muchos. Eso sí, el mito Idea ya había tomado cuerpo entre sus lectores montevideanos. Y como se sabe, los mitos viven para siempre y dicen verdades que no siempre comprendemos.
En esos mismos años, y aunque yo daba clases en el Zorrilla, tuve que acompañar a Idea dos o tres veces en ocasión de tribunales examinadores en el IAVA. Yo sólo sacaba las actas, y además eran exámenes breves porque Idea era severa, y en diciembre casi ningún alumno pasaba al oral. Después íbamos al bar Sportman a tomar algún cortado con medialunas. Yo no conocía o no recordaba entonces su historia de amor con Onetti. A mis ojos, y exceptuada su severidad, nada la distinguía de la imagen media de una profesora de la enseñanza secundaria. Era una mujer más bien pequeña, bonita en su cincuentena, y además me resultaba simpática, muy locuaz en aquellas charlas. Por ejemplo, me contaba entonces sus problemas con las transcripciones de letras de tango. Decía que algunas pocas eran poesía, efectivamente, y que muchas sólo lo parecían, porque una vez sobre la página, sin la melodía, se volvían mera prosa dispuesta en versos. Eran, en fin, simples conversaciones sobre poesía, en las que curiosamente ni yo hablaba de la mía, entonces en sus comienzos, ni ella de la suya, ya entonces canonizada y, en términos montevideanos, ya “mítica”. En todo caso, volvía a la casa de mis padres, donde vivía entonces, sin respuestas a la pregunta que sigo haciéndome 50 años después, a saber, de dónde sacaba yo esta certidumbre de que Idea era la “imagen trascendida” de los montevideanos. Su erudito discurso tanguero no era por cierto suficiente para explicármelo.
Admito que tampoco era para mí un tema muy recurrente. Recuerdo que sólo lo abordé algunas veces con un amigo que concordaba conmigo en esa tal “montevideanidad trascendida”, según decíamos. De hecho sólo reví a Idea en 1996, en una lectura en Casa de la Cultura Uruguay-Cuba, una actividad organizada por la poeta Teresa Amy, quien nos reunió esa noche junto a Marosa di Giogio, Orfila Bardesio, Elías Uriarte, Roberto Appratto y Roberto Echavarren. Idea llegó con su hermana Poema, y tensa tal vez a causa de la lectura, leyó su “Ya no será ya no...” y un poema sobre el Che, es decir que fue esa noche más Idea que nunca. Había mucha gente, nuestro reencuentro quedó sólo en los saludos y el abrazo, y las dos hermanas se retiraron sin participar en las charlas que, con varias cervezas, siguieron a aquella especie de fiesta poética. No hubo nada que promoviera aunque fuera una anécdota, nada que respondiera a la pregunta que siempre me instigó.
Los relatos míticos crecen en razón directa a la austeridad narrativa, al ir directo al grano. Tal vez colabore en el “mito Idea”, tan montevideano a mis ojos, la simplificación que las periodizaciones críticas hacen con las así llamadas “tres poetisas del 45”. Es una reducción, como corresponde a la intención pedagógica de esos relatos historiográficos, porque sin duda hubo otras poetas mujeres en el 45, pero cumple con la función de concentrar nuestra mirada sobre esas tres espléndidas creadoras. Efectivamente, la tríada incluye a Ida Vitale y Amanda Berenguer. Ida nos remite siempre a una imagen personal cosmopolita y crítica, también coherente con su obra, y a la absoluta perfección, casi excesiva a veces, en la construcción del poema. Pienso que Ida es estupenda y conmovedora cuando el texto abre alguna mínima herida en la pensada estructura poemática. Por su lado, Amanda es tal vez la poeta más seductora en su oficio, la que experimentó los límites del lenguaje, la que leía con su voz aguda, casi infantil, aquellos poemas que nos llevan a entrever la real unidad de su obra, paradójicamente tan variada, y tal vez la platónica unidad del mismo Universo.
Y nuestro mito urbano se concentró en Idea, lo sigo creyendo. Es el curioso destino de las obras poéticas, hechas en parte de mito, y un mito sobre el cual el poder autoral es casi nulo. El de Idea resultó para mí el más montevideano, una narrativa en que la mujer sufre y lo dice con la forma exacta. Tal vez la mesura formal, justamente, sea la pista que mejor explique su identificación con el espíritu montevideano, capaz de decir la pasión y la angustia en versos que se escanden en medidas clásicas. Es sólo una hipótesis para entender su mito, y no ignoro que la respuesta ha de estar en mi propia “imagen trascendida” de Montevideo. Sin respuestas, dejo a Idea en el momento mismo en que se nos presenta, a los 25 años, tan frágil y ya tan formalmente armada de los ritmos castizos que usará en buena parte de su obra, los dos alejandrinos, los dos heptasílabos y el endecasílabo de la primera estrofa de su primera obra, “La suplicante” (1945):
Concédeme esos cielos, esos mundos dormidos,
el peso del silencio, ese arco, ese abandono,
enciéndeme las manos,
ahóndame la vida
con la dádiva dulce que te pido.
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