El contexto es imprescindible. Pero también, en última instancia, imposible. No se lo puede incorporar del todo a una experiencia estética. Saber que Petrona Viera es una artista plástica central en la historia de la pintura uruguaya es una información que, en algún momento, cuando se comienza a recorrer su exposición en el primer piso del Museo Nacional de Artes Visuales, deja de importar.
Ocurrió algo parecido, pero opuesto, con la muestra Javiel Raúl Cabrera, entre el olvido y la leyenda, aquella monográfica que se vio en ese mismo museo el verano pasado. Quien había entrado sabiendo una cosa acerca de Cabrerita salía sabiéndola todavía más. Y quien no, la aprendía con sangre: que oculto tras un pliegue de los nombres más reputados de nuestros caballetes había alguien cuya obra había sido tamizada por la etiqueta de la demencia pero que era, en verdad, un artista destinado a ser, con cada generación que llega, cada vez más contemporáneo.
Con Petrona Viera, tras la suposición de un estilo que surge de las obras expuestas usualmente en la colección permanente (por ejemplo, su decidido “Autorretrato”), se espera un shock similar.
Lo que se encuentra es un trabajo expositivo completo que atraviesa las distintas etapas de la artista. Etapas que, a ojos neófitos, parecen estar demasiado atadas a la influencia de sus maestros. Si se carece de la minuciosidad del experto se puede identificar con excesiva rapidez un “período Laborde”, que es el más llamativo en trazo y paleta (“Retrato de mi hermano” hace pensar demasiado en una versión menos audaz del labordiano “Retrato de Luis E. Pombo”) y, más adelante, un “período Guillermo Fernández”.
Entretanto, el mundo de la infancia es una constante temática (destaca el ritual casi helénico de “Recreo”), y en los tramos finales la incursión en impecables pero insulsas naturalezas muertas habla de un declive de la fibra y una consolidación de la técnica. También están, como pinceladas de genialidad, los paisajes: algunos de ellos en pequeño formato en las vitrinas del ingreso y otros en las paredes del recorrido.
La muestra Petrona Viera, el hacer insondable, como indican sus curadoras María Eugenia Grau y Verónica Panella, “propone un acercamiento al variado corpus creativo, de un mundo devorado y reinterpretado por la mirada personal y penetrante de esta artista fundamental, destinada a dejarnos más interrogantes que respuestas”.
La primera interrogante que deja lo visto es si ese lugar importante pero secundario que se le suele dar a Petrona Viera en la historia del arte nacional (y que la muestra y la crítica cuestionan por considerarlo escaso) no es, en definitiva, el correcto.
Al salir queda el pantallazo de una vida (1895-1960) dedicada al arte con determinación, contra el obstáculo de las condiciones sociales de su época y de las condiciones individuales de su sordera. Queda el resultado de una obra que no fue pintada para el futuro. Y si lo fue, es un futuro que ya pasó.