Una tarde, cerca de Nochebuena, un vecino del Parque Rodó cortó su siesta y, resuelto, con las palabras ensayadas en pantuflas, se levantó de su cama, masticó una falsa calma mientras su orina caía por el inodoro, y tomó el teléfono.
Cuando el oficial lo atendió, estaba listo. Sin prisa, le explicó con detalles las razones de su molestia, debida a un bullicio en el cruce de las calles Juan Paullier y Guaná, que, según avisó, se pondría mucho peor a la hora de irse a dormir.
Ese viernes, antes de que llegara la noche (o la Policía), Ernesto ya sabía que no podría tocar con su banda, Eté y Los Problems, y que tampoco iba a poder festejar allí, tal como lo venía anunciando en sus redes sociales.
Entonces, como hace siempre cada vez que el tiempo se vuelve tormenta, inventó rápido un plan B para sus músicos, para la banda argentina invitada, los otros amigos, y también para él. “¡Ya sé que podemos hacer!”, anunció, luego de un silencio largo con los ojos bien abiertos. Concluyó de golpe la prueba de sonido y subió las escaleras del sótano con la promesa de un cordero asado en no sé qué monte, y abordó la camioneta ya resuelto a inyectar una ilusión en medio del desánimo colectivo, haciendo lo imposible para que la noticia tempranera no tuviera chance de convertirse en mal recuerdo.
A veces parece que Ernesto se aburre enseguida, aunque puede pasar horas pensando en las raíces de un árbol, en un condimento o en las proezas de Michael Jordan.
Se aburre, o se va, cuando lo cotidiano tiene tiempo de aparecer y lo abruma, cuando todavía no pudo construir una fábula épica que lo rescate y lo entusiasme otro día. A su favor, no precisa demasiado para lograrlo: la historia del mozo de un bar o el sorprendente avance de la humedad en una pared le alcanzan para transformar su entorno y quedarse otro rato.
Resulta entretenido y también difícil entrevistarlo. Con habilidad, antes de responder deslumbra con sus descubrimientos, y no tiene problemas en extenderse si se trata de explicar cómo funciona cualquier artefacto.
“Me da mucho entusiasmo pensar qué puede pasar con un disco con gente que toca y canta tanto. Con teclado, piano, dos voces más, todo puede pasar”, dice sobre la nueva formación de Eté y Los Problems.
En Mudar, un EP de cinco canciones en vivo y una producción audiovisual (disponible en Youtube), se lo ve en su salsa y conectado con los nuevos Problems: Martín Iglesias (en guitarra) y Bárbara Jorcin (en teclados). “Lo grabamos en medio de la pandemia y queríamos registrar ese momento en donde todavía no estaba todo perfecto, pero por primera vez nos sentimos fuertes y sonando como un grupo”, cuenta.
A esta nueva formación se suma ‒oficialmente‒ el multiinstrumentista Iván Krisman, que ya había hecho un montón de suplencias, incluida una gira por Alemania, y que ahora, y en principio, se hará responsable del bajo. Santiago Peralta, Marto Moreno y Laura Gutman permanecen como parte de la familia y seguirán participando de los shows como invitados regulares, mientras que Andrés Coutinho conserva su titularidad en la batería.
“A Bárbara y Martín ‒que son mucho más jóvenes que nosotros‒ con Iván les mostramos tres veces esa canción, y les dijimos: “Bueno, ahora se van a su casa y piensan en lo que pasó acá”, dice sobre “Fear Is A Man’s Best Friend”, de John Cale, una de sus canciones preferidas, y la elegida para inspirar a sus nuevos compañeros. “Es impresionante, la letra, la música, todo lo que pasa”.
Cerca de Navidad, Ernesto supo otra vez que no podría tocar con sus compañeros para despedir el año en la Sala del Museo.
Ese día se deprimió un poco, fumó un rato y, de madrugada, solo, decidió que pasaría el próximo enero encerrado en su laboratorio de la Ciudad Vieja, con un escritorio de la redacción de un diario desaparecido, una computadora con poca memoria, un sillón fundido pero cómodo, un muñeco de Osvaldo Pugliese con la nariz rota, y el libro Maluco, la novela de los descubridores (Napoleón Baccino Ponce de León, 1989) para hacerle compañía en esta nueva aventura: un disco sobre el mar.
A vos te gustan este tipo de libros, ¿no? De fundadores y aventureros.
No. Estoy para esa ahora, que empecé a preparar el próximo disco, pero lo que más me puse a leer son bitácoras. El género está buenísimo, pero las historias pasan inevitablemente por el hastío. O sea, un viaje de noventa días tiene cuarenta días donde no pasa nada, y diez más en que la tripulación está esperando el viento para que se mueva el barco.
De hecho, estoy pensando que el próximo disco tendría que incluir algunas canciones que sean un embole. La idea es un poco rara, pero es osada. Me gustaría poder transmitir el tedio del viaje. Maluco está basado en el diario de Antonio Pigafetta, que viajó con Magallanes. El más zarpado de todos los viajes es el de Magallanes. Colón fue hasta ahí, pero este dio la vuelta hasta Tierra del Fuego, terminó en Filipinas, y de ahí volvió a España.
¿Cómo apareció la idea del mar?
Cuando estaba haciendo Hambre [2018] ya tenía algunas cosas, y de hecho las dejé separadas porque no iban para ahí. Hambre es un disco de tierra, y los problemas de la tierra terminan donde empieza el mar. La existencia humana encuentra un límite ahí.
Me acuerdo de una vez que un amigo argentino me contaba cómo en la mayoría de Buenos Aires no se ve el agua, no ves el final. Avanzás y cada vez te das con más edificios y más pasto, y sigue habiendo civilización. En cambio, en una ciudad marítima como Montevideo, ves el final de la civilización permanentemente. Está ahí cerca, “acá se termina”, pensás.
En El éxodo (2014), en Hambre y en este disco que estás preparando parece haber algo en común que tiene que ver con los viajes.
Sí, en realidad Hambre se supone que no viaja, que vuelve.
Llega y encuentra un lugar donde quedarse.
Bueno, sí. Cuando pensábamos que acá nos quedábamos, no nos quedamos nada, y a los dos años cambiamos de integrantes. Entonces también hay una cosa de la marea, que va y viene. Vos pensás que estás volviendo y en realidad estás a merced de la marea.
El hecho fundacional para esta idea de un disco sobre el mar fue: el 31 de diciembre de 2019 estuve en Montevideo, y en mi casa en la Ciudad Vieja, a sesenta metros del puerto. Casi siempre en esas fechas estoy en otro lado. A las doce salí a hablar por teléfono, y donde estaba no se ve la ciudad, se ve el puerto, y en vez de fuegos artificiales lo que empezó a pasar es que los barcos tocaron sus bocinas, todos al mismo tiempo. Una sola suena re fuerte; cuando son cuarenta a la vez parece que sonara el cielo. Es muy impresionante, me conmovió mal y me puse a llorar. Entonces dije: “Este es mi disco, y es lo que tengo que contar y compartir”.
Este año, además, descubrí que también pasa a las doce en Navidad, y fue muy emocionante. Mi hija Nina decía “el barco toca la bocina”, e imitaba el ruido.
La mayoría de tus canciones tienen un carácter, o una personalidad, propia de lo épico, de lo que puede volverse mito o leyenda. ¿Vos en qué crees?
En la música. Esa es mi fe. Ahí están mis santos. La música y la literatura son las dos cosas que más me interesan, por lejos. Los discos y los libros.
¿Y las canciones no?
Sí. Donde conviven esas dos cosas. Ahí hay una experiencia que te supera a vos y te atraviesa, que viene de antes y va a seguir después. Es algo de lo que podés formar parte. Siempre tengo presente una imagen después de un comentario que me hizo un amigo.
Es algo así como que hay una hoguera eterna de canciones, vos vas y tirás unos palitos, los que puedas, para mantenerla andando, y cuando no podés más, convertís ese palo en una antorcha, y le decís a otro: “Mirá, te toca a vos, alimentá este fuego”.
Creo mucho en eso, trato de honrarlo, y me lo tomo en serio, más allá del resultado. Hago las canciones que puedo, pero nunca las dejo a medias. Si veo que las puedo trabajar más, las trabajo más. Con todo lo laxo que soy en el resto de mi vida, ahí sí, soy estricto.
La última vez que tocaron en La Trastienda fui al show con el objetivo de volver a fijarme qué pasa cuando tocan “Milonga de Manuel Flores”. Siempre resulta especial.
Es una canción que por lo general toco siempre, y desde hace mucho. Para mí tiene que ver con esto de la antorcha. Es algo que me dieron y yo doy. Además, me parece una canción formidable. La música que le hizo [Aníbal] Troilo no se parece en nada a la que le puso Eduardo [Darnauchans], que es una combinación de fatalismo y alegría, choca directamente con lo que dice la letra y pasa algo muy milagroso.
Sabés que ayer, escuchando toda la discografía de la banda, luego de un rato se me mezclaban algunas canciones, y de pronto, después de “Milonga...”, me resonaron otras manos sangrantes.
Sí, en “Hambre”. Siempre que menciono las manos sé que viene de ahí, de esa canción.
Las manos como la cosa que uno ve de uno. Viste que en los videojuegos, ponele, en el plano de la primera persona ves las manos. Es esa lógica, un poco. Uno se ve interactuar con el mundo a través de sus manos más que de ninguna otra cosa.
“Hombre lobo” no la tocaron para Mudar, pero sigue siendo mi preferida del disco Hambre. ¿Será la canción que más habla de vos?
Todas hablan de mí. Pero lo que tiene “Hombre lobo” es que se narra desde la primera persona. ¿Viste que los hombres lobo nunca recuerdan lo que hicieron? Entonces, la canción es sobre una persona que siente que algo va a pasar, y después es el lobo. El recurso que usé para la canción es no mostrar la transformación. Cuando hice el disco estuve viendo muchas películas, y en las de hombres lobo, salvo en las nuevas, que tienen mejores efectos especiales, siempre se usan planos cortados, y de pronto ya es el hombre lobo.
Esos son recursos que tengo claros para hacer la canción, pero no busco mostrarlos. Me interesa plasmar la escena. Por eso me lleva tanto tiempo hacer un disco. Intento construir mis propias herramientas. Antes de las canciones, preciso tener armado un andamio fuerte que me permita deambular por el disco sin estar perdido todo el tiempo.
Y ese método, ¿es producto de una mezcla de cosas que aprendiste?
A mí me pasa que no soy muy talentoso. Hay gente que desborda talento. Pau O’Bianchi o Paul Higgs, por ejemplo. O Rubén Rada, que le decís “hacé una canción” y a los cinco minutos la tiene pronta. Yo no puedo hacer eso. Si agarro una guitarra ahora, toco cuarenta minutos y me queda un fragmento bien chico que me puede llegar a gustar.
Eso lo guardo, y le caigo durante un año y medio hasta que me dé algo más. Mi método implica una cosa que es más de trabajo que de talento. De darle vueltas a las cosas, de mirarlas desde muchos lados. Una vez, en una entrevista que le hicieron al Mono [Maximiliano] Pereira, dijo algo con lo que me siento muy identificado. Le hablaban de su carrera y de los clubes en los que había jugado, y el loco respondió: “Un día me di cuenta de que no todos pueden jugar lindo como Messi, pero si vos sos de los que corren siempre, todos los cuadros necesitan a alguien así”. Y eso es una decisión. Para correrlas todas no tenés que tener talento, tenés que tener convicción. Él tuvo la fortaleza para decidirlo y por eso jugó en las mejores ligas del mundo. Entonces, yo no puedo ser Messi, pero las puedo correr todas. Tengo una canción en la cabeza y no la suelto. Esa es mi forma de trabajo, o en todo caso, mi virtud como compositor es la constancia.
En “Hambre” cantás: “Al final todo vuelve a cambiar”. ¿Por qué al final todo vuelve a cambiar?
“Hambre”, la canción misma, y el disco, tienen una cosa animal y evolutiva. Y además me gusta mucho un recurso que probé varias veces, que es hacer una frase que tenga sentido e ir quitándole palabras de atrás para adelante, y que vaya cambiando el sentido. Creo que ese recurso se llama escansión, no lo tengo claro. Dice: “Al final, al final, todo vuelve a cambiar, al final todo vuelve acá, todo vuelve, todo.”
Y por eso cerramos Mudar con esa canción. Pensábamos que en Hambre habíamos llegado a un lugar, y al final, todo otra vez.