Julio Cortázar nació a pocas cuadras de mi casa y, sin embargo, tan lejos que, si pudiera levantar un momento su enorme cabeza y mirar el barrio, pensaría que está en otro planeta. En 2020 los cronopios comunes, los de ciudad, hemos aprendido por las malas un par de cosas. Por un lado, que habitamos casas no preparadas para la vida diurna sino para la nocturna, para el sueño y para salir temprano de ellas a encarar nuestra cronopia vida afuera. Por otro, que ese afuera, el espacio común que compartimos con otros cronopios, con esperanzas y hasta con algún que otro fama, nos invade. También descubrimos que, como el fugitivo de la novela La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares, hay un nivel de la realidad que nos rodea al que no tenemos (perdimos) acceso.

Territorios

Podría pensarse que a mi caso, ya que trabajo en un rincón del living comedor vuelto escritorio, no aplica ese modelo del mundo con adentros y afueras del que hablaba antes. Sin embargo sí, porque ese rincón es (o solía ser) la oficina, no la casa.

Desde marzo pasado la amenaza de infección nos obligó a invadir nuestros propios hogares, a meter pedazos de la ciudad al comedor y al dormitorio. Para hacer lugar, debimos entonces sacar parte de la casa afuera, aventar sábanas y sillones por ventanas virtuales que dan a la nube. Sin embargo, esto nos quitó aún más lugar por una sencilla razón: las ventanas funcionan en ambos sentidos y, mientras nos deshacíamos de nuestros sobrantes, por el mismo umbral nos caían los de los demás. De golpe, nos encontramos viviendo nuestra vida pública en nuestra casa pero, también, en la de cada uno de los invitados a la reunión virtual. El teletrabajo, la tarea escolar, un after-hours drinking por Zoom con dos colegas, la merienda, Pocoyo, el chromecast ardiendo, el deadline ajustado de la última traducción, un memorial por Whatsapp para un amigo muerto, los Pyjamasques, todo, todo se fue uniendo en una masa informe que late entre el sofá grande y la lavadora.

Así, pasamos a ser invasores e invadidos en nuestro propio territorio. Sin aviso, debimos soportarnos como extraños y aprender a lidiar con nosotros mismos en nuestro papel de intrusos, de virus.

La otra orilla

En la novela de Bioy, un fugitivo de la Justicia llega a una isla habitada sólo por algunas personas que la recorren, pero con las que no es posible interactuar, y por la muerte. Esta perturbadora imagen de dos mundos superpuestos e independientes puede fácilmente usarse como metáfora de Bruselas y hasta de Bélgica entera. Es bastante sabido que, aquí, valones y flamencos viven juntos aunque, en muchos sentidos, desconectados. Pero también se puede decir que en Bruselas (y en otras ciudades grandes) coexisten otras dos dimensiones y que, en estos días, la vida está siendo imposible en ambas al mismo tiempo y muy difícil en sólo una de ellas.

Bruselas tiene sus particularidades. La población es como la de Montevideo, pero está más extendida, ya que no hay un Pocitos que reúna a casi la mitad en torres de apartamentos. Es la ciudad con mayor cantidad de automóviles y bares o restaurantes per cápita del mundo (sólo en mi cuadra hay tres bares, y en las cuatro manzanas de mi esquina 15. Y yo no vivo en el centro, donde estos números realmente se disparan).

Durante el confinamiento más estricto nos permitían salir a caminar o a correr por las calles y parques, pero sin reuniones ni interacción. Y fue lo que hicimos por unos días. Disfrutamos la ausencia de automóviles, las bicicletas y algo que la gente comenzó a recordar de a poco: el cielo puede llegar a ser azul. Es que las emisiones se desplomaron y el aire se volvió obscenamente respirable. Fue como vivir en un paraíso de construcciones centenarias y calles con trazado medieval por las que sólo iban tranvías, patinetas y bicicletas. Era Ámsterdam pero sin los aburridos holandeses ni las gigantes holandesas inundándolo todo.

Sin embargo, poco a poco, aquel espejismo casi bucólico se fue diluyendo. Con el paso de los días, la idílica rutina del edén fue dando paso a un sentimiento de incompletitud y de desgarro, a una picazón fantasma de brazo extirpado. Como al fugitivo de la isla, nos invadió un deseo por lo que nos estaba vedado. Descubrimos que de nada vale la belleza decadente, barroca o art nouveau de las casas blindadas. Porque la ciudad que nos hace falta no es de ladrillos, por muy hermosamente colocados que estén, sino de sonidos, olores, gustos, texturas, temperaturas y volúmenes de alcohol por milímetro cúbico. Los adultos queremos hablar con adultos sin artilugios mágicos que nos proyecten en sus casas, los niños con otros niños en el patio de una escuela. Pero, de nuevo, como le pasa al personaje de la novela, el precio a pagar por llegar a esa otra orilla es muy alto.

Alguien que anda por ahí

La mención a Cortázar del inicio es un poco tramposa (una mera excusa para justificar los subtítulos y el uso de sus cronopios, esperanzas y famas en el relato), ya que se fue de esta ciudad siendo muy niño y no volvió a vivir en ella. Sin embargo, también sirve para mostrar algo. Si las diferencias entre aquella Bruselas de 1914 ocupada por el káiser Wilhelm II y la capital de Europa de hoy son inmedibles, no menor es la distancia entre las dos ciudades en las que he vivido últimamente: la Bruselas vibrante y caótica de siempre y esta media Bruselas de 2020, fantasmal, cerrada, silente y (como escribió un poeta olimareño) “quemada por el hielo ardiente de la peste”.