Si, como dicen algunos, todas las historias que se cuentan son variaciones de un puñado de temas –la venganza, el viaje, el desencanto, la pérdida, la epifanía, la gracia, etcétera–, alrededor de los que la imaginación trabaja con pretendidos giros propios, atisbando la originalidad sobre asuntos harto narrados, el arte del novelista no es otro que el personalísimo trabajo sobre la forma y la estructura. En el resquebrajamiento del molde heredado, en la fisura del odre del relato, en la dispersión de los planos conocidos brilla o se apaga la estela del genio.

Cuando en 1939 William Faulkner publicó Las palmeras salvajes, desorientó a más de un lector al enfrentarlo a dos historias presuntamente independientes (una se mueve por el carril de los capítulos impares y la otra, por la senda de los pares). El genio de Faulkner no se concretó en el modelo en sí, algo que no era una novedad ya en su tiempo, sino en la forma que introdujo en uno de los relatos dispersos ecos del otro, ahogando en el propio río que atraviesa a las historias las olas efímeras de lo obvio y adensando, en cambio, la complejidad del estilo.

En el relato “Por el canal de Panamá”, incluido en la póstuma recopilación de cuentos Escúchanos, Señor, desde el cielo tu morada (1961), Malcolm Lowry se apropia de la estructura de la novela faulkneriana y desarrolla el diario de altamar de Sigbjørn Wilderness –personaje recurrente– presentando las disquisiciones del escriba borracho con una historia que se lee en paralelo, escrita en los márgenes del mismo diario, en lo que debió significar un rompedero de cabeza para albaceas y editores.

Tanto Faulkner como Lowry dan vueltas sobre una resobada estructura del relato para alcanzar altísimas cimas propias, peñascos que escritores de menor talento apenas logran atisbar desde las cabañas climatizadas o las sillas del teleférico.

Salvar el fuego, el más reciente libro del escritor mexicano Guillermo Arriaga (1958), que luce la cucarda del Premio Alfaguara de Novela 2020, exhibe en su cuidada estructura uno de sus mayores logros. La forma en que se construye el relato está tan bien lograda que deja en segundo plano el malestar del lector por cierto exceso de páginas, uno de esos misterios editoriales que nunca entenderemos los simples mortales y que parece basarse en la cantidad (y su equivalente en el precio) como principio de legitimación.

Historia de amor

En un clarísimo, progresivo y poderoso primer plano, Salvar el fuego es la historia de amor entre Marina, una respetada coreógrafa de clase alta, casada con un marido que es un as de la bolsa y rodeada por una vasta servidumbre, y José Cuauhtémoc, un homicida múltiple que paga su condena a perpetuidad en el Reclusorio Oriente, entre narcos menores y policías corruptos. El lugar es Ciudad de México y el tiempo es el presente. Hasta ahí lo que puede decirse del argumento, que avanza sin tregua durante casi 700 páginas, a puro ritmo y tensión, en una coctelera manejada por manos eficaces, que en el batido acomoda medidas escenas telenovelescas (confesiones amorosas, arrumacos, caídas de ojos, manitos) con descontroladas escenas de violencia (emasculaciones, garroteadas, decapitaciones, empalamientos).

Podrá decirse que lo anterior no presenta nada especialmente novedoso sobre la historia de Salvar el fuego, nada al menos que no se encuentre en una novela carcelaria, un culebrón de Televisa o una serie cualunque de Netflix. El arte de Arriaga, al menos en este libro, se revela en el trabajo con la estructura propia de la novela.

Cuatro líneas narrativas conforman la argamasa del libro: un relato en tercera persona (“omnisciente”, dirá el responsable de un taller literario o un profesor de Literatura de un liceo, en el caso de que se sigan tratando estos asuntos en la educación secundaria) que sigue de cerca la conversión en homicida de José Cuauhtémoc, su reclusión, su relacionamiento con el estamento presidiario y sus eventuales vínculos con el exterior; el relato en primera persona de Marina, que avanza en las historias en paralelo de la puesta en escena de su nueva coreografía y el tórrido enamoramiento del múltiple homicida; un relato en segunda persona y escrito en bastardilla (“en cursiva”, precisa el docente de Literatura de marras) por un narrador cuya identidad se va conociendo de manera fragmentada hasta que reaparece en las líneas narrativas previas y, por último, una serie de composiciones literarias (cuentos, poemas, fábulas, aforismos) escritas por prisioneros del Reclusorio Oriente que, en el gesto más obvio de la diagramación del libro, aparecen impresos con la tipografía de una máquina de escribir.

Para volver más denso el amasijo de voces diferenciadas que “cuentan” la novela, Arriaga encamina cada registro por coordenadas cronológicas diferentes, desfasadas entre sí, lo que provoca que un episodio narrado en un momento por la tercera persona sea referido más adelante en el presente del relato en primera, o que una críptica disquisición del relato en segunda persona cuaje pleno de sentido en un pasaje referido 200 páginas más adelante en tercera.

En ese sentido, Salvar el fuego es un mecanismo narrativo perfecto, al que el autor le debe haber dedicado un buen rato de organización y cronometración para que el ojo de lince de un lector atento –que aún quedan– no encuentre ninguna melladura en la superficie ni en el artesonado. Y por sobre todos estos elementos formales y estructurales fluye la historia de la relación entre la coreógrafa y el presidiario, cuya plena concreción y continuidad en el tiempo es, además de un triunfo del amor en sí, un auténtico triunfo de la verosimilitud.

Salvar el fuego, de Guillermo Arriaga. Penguin Random House, Buenos Aires, 2020. 664 páginas.