Luego de circular en festivales de primera importancia (Venecia y Toronto), la esperada nueva película de Pablo Larraín llegó a estrenarse en Chile en 2019 y los derechos de distribución internacional fueron adquiridos por Mubi. La idea era que, en primer término, Ema circulara en cines. La pandemia lo impidió, así que, para la mayoría de los países, pasó a ser un “original Mubi”, accesible en la plataforma de streaming de la empresa.
Es una película muy problemática, y en varios niveles. El más básico es que es muy “Larraín”. Este director chileno es quizá el único de Sudamérica que actualmente se acerca al estatus de los mexicanos famosos ‒Guillermo del Toro, Alejandro González Iñárritu y Alfonso Cuarón‒ en el sentido de que, además de estar asumido plenamente como un “autor” en el circuito de festivales, crítica y cinéfilos del mundo, llegó a ser contratado para comandar alguna película oscarizable (Jackie, de 2016). Sus muchos e importantes admiradores se pueden regodear, aunque más no sea, con los larrainismos.
De mi parte, sólo curto Larraín cuando tiende a ser menos Larraín, como en El club (2015) y Neruda (2016). Por lo general, me embola su pose arty, y tiendo a ver como pretenciosidad kitsch sus opciones estilísticas y temáticas. Sin dudas maneja imágenes llamativas, pero no me vengan con que sus movimientos de cámara son elegantes: no hace más que deslizar la cámara lentamente de un lado hacia el otro (o hacia adelante y hacia atrás) en forma totalmente improcedente, algo que sólo puede llamar la atención de alguien que nunca haya mirado con atención películas de Kenji Mizoguchi, William Wyler, Alain Resnais, Theo Angelopoulos y unos centenares de otros. También tiendo a ver más pose que compasión en eso de “encaro de frente los dolores del mundo”, una de las vetas actuales del cine-arte. La idea parece buscar situaciones en que todo está mal y regodearse con ese clima deprimente.
El estilo Larraín
En el tramo inicial de esta película, Ema, bailarina veinteañera, y su marido Gastón, coreógrafo de 40, se intercambian reproches durísimos por la desgraciada situación que vivieron y cuyas repercusiones continúan. Adoptaron a un niño de unos ocho años que resultó ser psicópata: prendió fuego una casa, quemó el rostro de la tía ‒que quedó deformada para siempre‒ y mató al gato metiéndolo en el congelador. Frente a ello, decidieron devolver al pobre angelito, para que lo adoptara otra persona. Toda la gente les reprocha ambas cosas: atribuyen a los padres adoptivos la responsabilidad por la actitud del gurí y los consideran desalmados por haberlo devuelto. Ema y Gastón se imputan mutuamente la responsabilidad del caso en discusiones en que se dicen de todo, a veces frente a mucha gente que les está prestando, obligadamente, atención (por ejemplo, en los ensayos de danza que él dirige). Que Ema pueda tener algo que ver con las salvajadas del pibe tiene algún asidero, ya que ella misma siente atracción por el fuego. Por si fuera poco, Ema y Gastón empiezan a arrepentirse de haber devuelto al niño, pero ya es demasiado tarde: increíblemente, lo adopta otra pareja casi de inmediato.
Otros aspectos del estilo de Larraín son la cronología barajada, las escenas que se interrumpen abruptamente, cierto laconismo narrativo que deja algunas cosas sin explicación o cuya explicación se posterga mucho. No veo nada en ellos que los justifique más que como un disfraz de “artista”. Por ejemplo, las escenas interrumpidas (de por sí, faltas de sustancia y carácter) me sugieren un artificio perezoso y cobarde para contornear la difícil tarea de redondear escenas como la gente.
Los fans de esta película parecen poner también en la categoría de lo “artístico” la música incidental de Nicolas Jaar. Yo tiendo más bien a encarar como una solución baratonga esas músicas medio ambient hechas todas con teclados y asociadas en forma muy imprecisa con la narrativa. En el caso de esta cosa edulcorada y banal, transitar la película entera escuchando insistentemente esos colchones berretas me resultó más o menos como tener que hacer mis actividades cotidianas bañado en dulce de leche en un día caluroso.
En el plano narrativo pasa algo muy raro. Ema teje un plan, que sólo ella y sus amigas parecen conocer, para recuperar su ex hijo. Al final, vemos que ese plan tenía algún sentido y hay mucha cosa que cierra y tiene su interés conceptual. Sin embargo, durante toda la película vemos a Ema hacer cosas que parecen totalmente desatinadas, y además medio perversas. Las hace desde una extraña opacidad: nunca entendemos realmente qué es lo que siente, y aun lo que demuestra sentir no estamos seguros de que lo sienta de veras, ya que, según constatamos, es muy buena manipulando a los demás. Por otro lado, ¿por qué querríamos que ella recupere al niño destructivo, y por qué pensaríamos que el niño va a estar mejor con ella y, para peor, con el padre con el que ella parece llevarse tan mal? Como resultado, durante cerca de una hora vemos un personaje al que no entendemos bien hacer tonterías que no parecen conducir al objetivo que, de todos modos, no nos importa. Al final, sí, nos llevamos una sorpresa que da para pensar. Pero qué manera rara de concebir una experiencia cinematográfica.
Un uso del lenguaje juvenil
La película tiene mucho que ver con el sexo: Ema es promiscua, se acuesta con un montón de gente, hombres y mujeres. Hay muchas escenas de sexo, pero no son particularmente osadas ni eróticas ni creativas ni nada. También es una película sobre la danza, o que usa la danza como metáfora o microcosmos para otras cosas. Y los números de danza son malísimos: la danza contemporánea parece una coreografía de programa de televisión con una escenografía tipo Cirque du Soleil. Por otro lado, Ema y un grupo de amigas asumen una actitud disidente y deciden empezar a practicar reguetón callejero. Gastón y Ema discuten los pros y contras del reguetón, respectivamente desde las perspectivas que Umberto Eco llamó “apocalíptica” e “integrada”. Pero los bailes de reguetón que vemos lucen precisamente como lo que son: unas bailarinas de danza contemporánea metiéndose con un baile popular. En cualquier video de trap vemos a tipas no profesionales perreando con mucha más gracia, sensualidad y calle que esos números que, sin embargo, parecen filmados para impresionar.
Hay una correspondencia entre ese debate estético y lo que ocurre luego en la historia. Larraín y su guionista, Guillermo Calderón, decidieron atreverse, desde sus cuarenta-y-algo de años de chetos santiagueños, en el retrato de un fenómeno juvenil, callejero y feminista. Es decir, la opción de Ema y sus amigas por el reguetón viene de la mano de una serie de actitudes desafiantes, que incluyen libertad sexual, empoderamiento femenino y postura contestataria. Larraín encara esos fenómenos con una combinación de fascinación y temor. En todo caso, lo hizo con evidente ajenidad, en un fenómeno que se puede comparar con Nicholas Ray y la cultura rocanrolera en Rebelde sin causa (1955), Robert Wise y Jerome Robbins y las bandas callejeras en West Side Story (Amor sin barreras, 1961), Michelangelo Antonioni con las rebeliones estudiantiles en Zabriskie Point (1970) y Stanley Kubrick frente a las bandas infantojuveniles en La naranja mecánica (1971).
Esa ajenidad no es necesariamente un problema: esos fenómenos jóvenes no son propiedad exclusiva de quienes los integran y los hacen suyos, y el grueso de la sociedad tiene necesidad de mirarlos, procesarlos, tratar de entenderlos y, quizá, entablar una crítica informada. Lo complicado aquí es que, a veces, Larraín parece estar asumiendo como propios esos valores, y en otros parece encararlos con espantada extrañeza y una clara distancia crítica. ¿Esa indefinición es necesariamente un defecto? Creo que no: hay cosas en las que es más honesto y productivo plantear problemas antes que sentenciar con base en una apresurada simplificación. El desenlace de la película tiene algo de esa actitud dubitativa. La solución que encuentra Ema tiene que ver con la constitución de una familia no ortodoxa, bisexual y poliamorosa. Sus métodos son éticamente dudosos (por manipuladores y tramposos), pero el punto de llegada tiene su interés. No estamos seguros de si esa solución va a ser factible, pero está bueno contemplarla. La película en sí parece no estar segura, al menos si asumimos como “punto de vista de la película” las expresiones visiblemente incómodas de Gastón y Aníbal, los dos personajes varones cuarentones. Los dos personajes femeninos parecen estar más conformes, sobre todo Raquel.
Problema de representación
Pero hay aspectos más complicados, como el de la pirofilia de Ema. De alguna manera ella se hace de un lanzallamas y anda por Valparaíso de madrugada quemando cosas: un auto, un semáforo, hamacas, un jueguito de un parque de entretenimiento. Con su pelo platinado, cuerpo esbelto, traje a prueba de fuego, lanzallamas y actitud decidida y empoderada, Ema parece una androide futurista, y quizá eso le dé un aire de rebeldía positiva, revolucionaria. Las amigas de Ema parecen encararlo así, ya que posan para una selfie, sonrientes y orgullosas, frente al parque de entretenimientos en llamas. Será muy poética la imagen de hamacas balanceándose prendidas fuego, pero, con un par de dedos de frente, cualquiera se da cuenta de que los niños que iban a la placita se quedan sin su juego, o que alguien se puede morir en un accidente porque el semáforo fue destruido. ¿Qué pensar o qué sentir frente a eso? Esas operaciones incendiarias no parecen insertadas en un programa orgánico asociado a alguna reivindicación. Tampoco responden a presiones insoportables de la sociedad.
Si Ema y sus amigas se plantearan como una representación de jóvenes feministas bisexuales reguetoneras, eso configuraría un insulto para esas causas. Incluso, desde la revolución social-sexual-de género, Ema es personaje extraño. Busca derrumbar las convenciones que la estorban, pero no tiene perspectiva crítica alguna frente a sus propios impulsos retrógrados: insulta al marido con desprecio porque él es estéril, y ejerce una posesividad de mujer-de-las-cavernas cuando agarra de los pelos a la amante del marido ‒a la que ella misma había alentado para que se acostara con él‒ y la echa de casa.
Cuando Gastón se reencuentra con el hijo, algo que, por la música, parece pensado para ser un momento tierno, el gurí pide perdón por haberse portado mal (es decir, haber congelado al gato y destruido la mitad de la cara de la tía). Gastón hubiera podido decir algo así como “La culpa fue mía, que no te cuidé lo suficiente” o “Entiendo que lo hiciste para llamar la atención”. Pero lo que hace es tranquilizar la conciencia del pibe: “De verdad: te portaste bien”. Ah, bue, vamo arriba...
Ema, dirigida por Pablo Larraín. Con Mariana Di Girólamo, Gael García Bernal, Paola Giannini. Chile, 2019. En Mubi.