2020 fue un año raro, una especie de divisoria de aguas, una frontera. Y justo, en medio de este grumo del siglo, tres autores de la frontera, dos de Artigas y uno de Rivera, publicaron sus respectivas novelas, con lo que la búsqueda de sentido lleva a pensar en las fuentes de la literatura y la eventual utilidad que esta pueda tener. ¿Cobran otra densidad u otro relieve los lugares cuando los escritores logran llevarlos al papel? ¿Es importante la voz alambicada de las letras para que se fortalezcan las comunidades y para que sean vistas desde afuera con otros ojos?
Tal vez sean preguntas ociosas o eternas dudas como aquello de si el narrador refleja o no las obsesiones del autor, como todo lo que, antes de sí, tenga la expresión “la importancia de”, que tal vez debiera ser “el disfrute de”, “el conocimiento de” o “el diálogo con”.
Cooperativa artiguense
La última frontera (Fin de Siglo), de Luis do Santos (1967), es una novela bien escrita y entretenida ambientada en Abaité, un pueblito inventado que supongo debe tener mucho de Calpica, localidad natal del autor. Tal vez con inspiración en el Macondo de Gabriel García Márquez, se asiste a los tiempos primordiales del pueblo, a la precariedad inicial del caserío en que se van instalando unos personajes bien delineados, desde el que salió a cazar un lobisón hasta su hija a quien se le adjudican cualidades milagrosas.
La gente transita con fluidez por esos territorios cercanos a la triple frontera, donde los músicos vienen del lado argentino pero el protagonista es un brasileño que decide que no se irá nunca de esa tierra. Los personajes, tallados como humanos con profundidad y posibilidad de cambiar, entre el patetismo y el heroísmo, logran ganarse el cariño de quien lee, lo cual habla de la buena pluma y el trabajo de construcción del autor, quien se ha granjeado merecidas palmas y traducciones gracias a El zambullidor, un libro que hay que leer, uno de esos como Mi planta de naranja lima y Rosinha mi canoa, de José Mauro de Vasconcelos, todos de belleza dolorosa.
En el caso que nos ocupa, el autor artiguense da vida a una familia, a toda la estructura de un pueblo, discurre por una escenografía en que florece la producción cooperativa y, como a la edad adulta la sucede el descenso, los políticos de la capital meten la cola y dan lugar a un final que podría considerarse un golazo.
Para tranquilizar a quienes le temen a la lengua romance vecina, ha de decirse que el libro está escrito en español, con inevitables y necesarios brasilerismos.
Dialecto estilizado
Sepultura (Ediciones de La Canoa), de Fabián Severo (1981), se desarrolla en la ciudad homónima, que también es inventada, como también ha cuidado el autor que el río que por allí corre –y se seca– se llame Yaguareim, fundiendo en el hidrónimo los de dos conocidos ríos fronterizos. Da vida –y muerte– a una ciudad chica de esa zona pero no completamente identificable, una de rasgos arquetípicos o ideales, si es que se puede considerar ideal la pobreza desgraciada, el olvido y la desesperanza, sensaciones estas particularmente patentes en la literatura de Severo, desde su poemario Noite nu norte hasta su exitosa novela Viralata.
Otro de los elementos de los que no abdica el autor es la lengua en que se presentan sus obras, una variedad literaturizada, estilizada, del dialecto portugués que existe en su región natal, una barbaridad de trabajo. A quien le cueste le diría que tal vez sea lo que haya que pagarle al aduanero para poder traerse las mercaderías que ni siquiera están del lado de allá, esas hablas y sentires están en nuestro territorio, aunque siempre lejos de la lupa hegemónica.
En cuanto al libro en sí mismo, se escapa un poco de lo claramente narrativo con unas vetas marcadamente poéticas, aunque sí, por supuesto, hay un relato. Es el monólogo de un solo personaje, no se sabe si muerto o vivo, de inspiración acaso mexicana, que desgrana la historia de un pueblo que ha sido separado arbitrariamente de su otro lado; se refiere a una sociedad muy pobre y, por si faltara algo, pisoteada lingüística y militarmente. Hay un poder que viene de lejos y lo seca todo en esa comunidad que tiene por hábito escuchar a los muertos, cosa que no creen las maestras y, por tanto, sancionan a los gritos.
Severo avanza en su construcción mítica de una pobreza absoluta cuyos personajes perdedores y plañideros colocan su voz para llamar la atención sobre lo que podemos estar olvidando desde el sur del país. En lo que me es particular, siempre estoy esperando qué más va a poder contar el escritor en este mundo chico –como hizo Julio C da Rosa con sus sierras treintaitresinas–, cómo va a seguir exprimiendo esa fruta lejana.
Tierra colorada
Matías da Costa (1989), riverense que reside en Europa, publica El humo de las leñas verdes (Rumbo Editorial), su primera novela, ambientada precisamente en Rivera, excepción hecha de unas páginas que transcurren en Porto Alegre, como debe ser. Los protagonistas son un carpintero acantonado en una vida escasa y una sobrina suya, que se fue a estudiar a Montevideo y está de vuelta. En torno de ellos gira el resto de la familia, descendientes todos de un viejo que consideraba que esperar era el opio de los pueblos, lo que le causó cierta requisitoria policial en unos tiempos dictatoriales que se quedan en lo anecdótico.
La ciudad en que viven los personajes, en una pobreza con oportunidades, es una recreación realista de la urbe binacional que tiene, dato para los prejuiciosos, más luces del lado uruguayo que del brasileño. Los personajes, muy logrados en su realismo, terminan siendo conocidos de uno, personas de carne y hueso, gente con quien nos tomaríamos una, o el carpintero al que le llevaríamos a arreglar el mueble porque lo va a hacer bien y nos vamos a quedar con la sensación de que hay gente buena en el mundo, aunque haya tenido que sufrir por amor, aunque no nade en la abundancia.
El destaque de este libro es el realismo, la pintura en la que hay claroscuros, marchas y fracasos, alegrías inesperadas, un cordero para Nochebuena, un viejo viendo irse a los estudiantes en el bar frente a la terminal, y la lengua que fluye en un léxico –y por momentos una sintaxis– que da cuenta de una isoglosa que está en una zona de transición entre el español y el portugués. Habrá cosas que sólo pueden decirse de esa manera en que se dicen ahí para que sean verdad, auténticas para el lector de la frontera, que se encontrará en esas páginas, y para quienes balconeen desde una lengua estándar de otro lugar estará el color de esa tierra colorada.
Diría, por último, que me quedé con ganas de saber qué sigue pasando con la vida de esa gente, y de conocerlos, además de la preocupación geológica por el terreno que se va desabarrancando.
Lejos de la capital
Queda claro que cada autor ve su frontera desde su edad y su lugar. Do Santos la sitúa en un tiempo casi mítico, Severo la coloca lindera al Más Allá, los dos primeros onettianos con sus Santamarías ideales, y Da Costa la ve de lejos, intentando recordarla.
Es muy patente, en los tres casos –y aquí podríamos anotarle un poroto a la tesis de que la literatura le da voz a la realidad–, que los tres autores muestran la lejanía respecto de una capital que ven con ojos críticos y que a su vez los ve como una rareza o un estorbo. Es muy posible que las poblaciones de esas zonas sientan esas distancias y se perciban, como dice la banda gaúcha Engenheiros do Hawaii, “longe demais das capitais”.
Tal vez esa separación con respecto a los centros hegemónicos dote a esos lugares, reales o simbólicos (o tal vez a ambos), de una dejadez económica que marca a fuego las existencias y cosmovisiones de sus vivientes, que transitan sus vidas a horcajadas de un alambrado precario, de unas leyes difuminadas y con unas palabras que, solidificadas literariamente, podrán escucharse más.
La última frontera, de Luis do Santos. Fin de Siglo, 2020.
Sepultura, de Fabián Severo. Ediciones de La Canoa, 2020.
El humo de las leñas verdes, de Matías da Costa. Rumbo Editorial, 2020.