Nunca tuve un auto y creo que lo más seguro para mí y para todo Uruguay es que nunca intente aprender a conducir. En cierta parte de mi juventud, eso de no tener auto podía verse como una señal más de sencillez, bohemia, o ‒incluso mejor‒ una posición ambientalista. Muy a pesar de eso, al aproximarse los 35 uno empieza a percibir la insoslayable profusión de niños entre sus coetáneos, y lo que en principio era casi un artículo de lujo empieza a diseminarse, como si el auto fuese un parásito metálico que creciera alrededor de la sillita de bebé. Así es que cuando uno llega a los 35 sin coche, suceden imágenes como esta: yo, a las dos de la mañana, en un automac, esperando mi turno para pedir una doble cuarto de libra que me prevenga de una mañana de resaca, mientras hago la cola a pie, de a pasitos, entre autos que avanzan lento, por tramos, alternando primera y punto muerto.

Es por eso que, cuando los organizadores del José Ignacio International Film (JIIFF) nos asignan a mi novia y a mí un auto para que veamos Lo mejor está por venir, siento una engañosa sensación de madurez y completitud consumista. Tarda en asentarse, pero ya a los 15 minutos reparo en que, al menos para el resto de los espectadores, ese auto es mío, y por más que no nos podamos ver ‒las ventanas de los autos están empañadas, negras, inescrutables‒, ese extraño engaño conserva su poder, y a uno lo invade la tentación de revisar la guantera como quien abre cajones de una casa a la que encomendaron cuidar mientras los verdaderos dueños están de viaje.

La segunda sensación es la de un tramposo déjà vu. La imagen de los autocines está tan incrustada en el ADN del séptimo arte que casi nos hace creer que forma parte de un pasado que nunca fue nuestro.

Pero más que apelar o recrear un antiguo mito, el autocine en el JIIF tiene una evidente razón de ser: a diferencia de otras ediciones, en donde cerca de mil personas se aglomeraban para ver funciones al aire libre de películas como Bacurau, Coco o Retrato de una mujer en llamas, las nuevas disposiciones sanitarias precipitaron la necesidad de mantener un garante de esta suerte de distanciamiento social.

Así, las tres películas del festival (Nomadland ‒Chloé Zhao, 2020‒, Lo mejor está por venir ‒Jing Wang, 2020‒ y Druk ‒Thomas Vinterberg, 2020‒), y los cuatro cortos en competencia serían vistos del 19 al 23 de enero a través de los parabrisas por un público fiel que, a diferencia de lo que sucede en las salas de cine, resolvía con bocinazos y cambios de luces lo que en algún momento habría corrido con aplausos o silbidos.

Frances McDormand

En lo estrictamente cinematográfico, JIIF es un evento que cuenta con una reducida cantidad de films (usualmente no más de cuatro o cinco), pero cuya grilla está hecha con un virtuoso olfato curatorial. Comparándolo con un montón de muestras y festivales que se hacen en Uruguay, el JIIF funciona como un objeto pequeño y pulido. Inevitablemente, es más pequeño en cuanto a programación que el Festival Internacional de Cine de Punta del Este, pero su coherencia interna y organización logran, por momentos, hacerlo brillar más.

Nomadland, la primera película del festival, calza como anillo al dedo con la experiencia automovilística de su visualización. En el film, Frances McDormand encarna a una mujer solitaria que se abre paso por el misterioso centro de Estados Unidos, llevando una vida nómade en la que se cruza con varios compañeros de ruta.

Casi toda la historia del centro de Estados Unidos ha sido contada alternando en la clave del arrojo de los exploradores que fueron por la aventura (el capitalismo) o el conservadurismo de los que quisieron encontrar un paraíso en la tierra donde afincarse (el cristianismo protestante). Unos buscan escaparse de lo que fueron (o reinventarse por completo) y otros buscan ser encontrados por Dios, pero en el mapa trazan dibujos en la arena que desde los cielos se complementan.

En un momento de Nomadland, una señora intenta defender el estilo de vida nómade del personaje interpretado por McDormand como “algo que forma parte de una larga tradición”. Pero la película parece hacer un guiño un poco desconfiado a esta premisa. Por un lado, todo el film está atravesado por esta cuestión casi mitológica de Estados Unidos, pero por otro hay algo concreto que dice “no, esto no es sólo fruto de una larga tradición”.

La verdad detrás de Nomadland es que mucho de lo que sucede, lejos de tener ese resplandor mítico, es producto de medidas bien específicas y actuales de precarización de la masa obrera. Esas personas que atraviesan el país no son simplemente la nueva encarnación de un antiguo espíritu, sino las víctimas de un progresivo cambio de sistema ‒completamente enfocado a la flexibilización laboral‒ que las dejó donde están (o donde justamente nunca están del todo).

Nada de esto sería posible sin la presencia fascinante de McDormand, porque, mientras una cosa es tener una actuación impresionista, de bajo perfil, y otra es lograr una especie de radical no actuación, una mucho más difícil, casi sempiterna, es llegar a un no ser en pantalla, hacer que la presencia de uno se agigante en la misma manera en que se retira.

En cada plano de Frances, en la dignidad de su retirada se percibe una cualidad zen, algo que va más allá del personaje y que tiene que ver más bien con la Frances de carne y hueso. En los mejores momentos de ella hay instantes en que esta autoinmolación del borramiento de los gestos termina generando una transparencia, y ahí, de golpe, lo vemos: el rostro de Frances no es el rostro de una mujer, sino el de Estados Unidos; sus arrugas, las rutas que surcan el país; sus ojos tristes, los lagos congelados; su piel blanca, el desierto tapado por la escarcha.

Film prohibido

Luego de Nomadland llegó el turno de Lo mejor está por venir, un film actualmente prohibido en China que lleva a la pantalla la historia verídica de un aspirante a reportero que puso sobre el tapete un sistema por el cual los infectados de hepatitis B quedan en una especie de limbo institucional, que no les permite acceder a trabajos ni avanzar en sus estudios.

Por momentos toca las típicas fibras de película de autosuperación, pero logra, además de hacer visible un tema terrible, exponer algunas dinámicas internas propias de la sociedad china, sobre todo el delicado equilibrio entre la ambición personal y el fin colectivo (un pequeño desplazamiento que se ha dado en las últimas dos décadas, con la apertura de China al capitalismo salvaje) y los resabios de un sistema autoritario en que hasta el mismo periodismo suele quedarse atrapado en el binomio de lo que es legal o no, perdiendo de vista una escala de grises éticos, políticos e institucionales mucho más compleja.

Ver Lo mejor está por venir tiene un curioso efecto extracinematográfico: por un lado, en un mundo de transparencia total, donde todo es consumible o pirateable, es extraño el efecto de presenciar un film efectivamente prohibido, casi inaccesible; por otro, todo el tratamiento de las disposiciones sanitarias represivas de China se redobla, adquiere un brillo après-coup, bajo la luz de la reciente covid-19.

Con flores vuelvo

En Druk, Mads Mikkelsen encarna a un hombre que siguió todos los pasos para ser un supuesto hombre respetable hasta que algo de sí mismo se perdió en el trayecto. Vive en una densa neblina depresiva en la que no puede ver nada ni tampoco ser visto. En algún sentido, es la versión más descarnada y triste de sus tres amigos (cada uno cumpliendo una especie de versión diferente de ese vacío existencial de la adultez y la masculinidad que se da en un sistema social danés donde todo está previsto y controlado, hasta el mismo descontrol) y en una cena de cumpleaños terminamos por verlo al borde de la implosión.

Es luego de esta última cena de sobriedad cuando los cuatro deciden ofrecerse como conejillos de indias de una tesis científica que afirma que el hombre podría funcionar en estados óptimos con 0,5 % de alcohol en la sangre. Para ello, el plan oficial es tratar de mantener una ingesta de alcohol constante pero controlada, que permita sostener esa franja en perpetuo equilibrio (sólo que, tal como lo demuestra el film, el rigor científico pierde ante los impulsos humanos).

En cierto sentido es gracioso, porque la película es sobre profesores que resultan víctimas de su espíritu epistemofílico, pero a su vez gran parte del cine de Thomas Vinterberg se ha tratado de personajes colocados en premisas y situaciones experimentales, como si fueran ratas de laboratorio metidas en un laberinto diagramado por el mismo director. Así, más allá de la autenticidad en la actuación de Mikkelsen, uno siempre siente los finos y malévolos hilos de Vinterberg, esa sonrisa socarrona versión antiguo testamento de un Dios enfrentando a sus súbditos a diversas pruebas.

Así también, la conclusión final es humana, pero a la vez antihumanista: los protagonistas sufren su calvario para adquirir un aprendizaje que queda perdido a medio camino, terminando por confirmar algo que ya aparecía al comienzo del film: Dinamarca es un país de alcohólicos funcionales, a quienes en la misma adolescencia se los adoctrina en sus usos y excesos.

En las charlas que se dieron luego de la proyección de la película, la principal discusión que se dio era sobre si Druk es un cautionary tale, una moraleja sobre los efectos del alcoholismo, o, en cambio, una extraña oda al estado de borrachera. Para varios espectadores incluso resultó un film problemático, pero al final tenemos a Mikkelsen bailando y de golpe todo eso se olvida. Puede ser que el tipo tire todo por la borda, que termine por darle la razón a un sistema soterradamente perverso, pero, ay, tan sólo basta verlo bailar.

Playa más allá

Más allá de las películas, cuando uno intenta hacer la crónica de un festival, inevitablemente se topa con las cuestiones de qué significa y cómo se relaciona el entorno con las películas. Para la mayoría de los uruguayos, José Ignacio es algo así como un más allá inaccesible, un Avalon socioeconómico que se muestra más lejano aún que la ya de por sí cara Punta del Este. Quizás la impresión más poderosa de José Ignacio y sus alrededores es la de un rincón donde el nivel adquisitivo es similar ‒o aún mayor‒ alede Punta del Este, pero donde rige un contacto más íntimo con la tierra. A diferencia del principal polo turístico de Uruguay, donde todo parece hacer metástasis, crecer, demolerse, reformularse, José Ignacio luce movido por algo más afectivo, el anhelo de crear una especie de Solaris privado al cual siempre volver, o incluso quedarse. El JIIF tiene un aire similar a esas casas de balneario donde uno intenta enterrar un montón de recuerdos.

En la última noche del festival, los organizadores nos llevaron de regreso al hotel desde Pueblo Garzón. Ellos mismos viven a las afueras de José Ignacio, dentro de un bosque, en una casa sin conexión eléctrica, a la que a veces se asoman venados. En el camino, lo único que existía era el interior del auto y los 50 metros de carretera que nos permitían ver las luces largas. En un momento, luego de tener que bajar la velocidad para tomar varios meandros de ruta, llegamos a una recta y de golpe una liebre se nos cruza en diagonal. El conductor aminora la marcha para evitar arrollar al animal. Sin embargo, la liebre no se va de la ruta y por varios metros, casi una cuadra, la vemos corriendo en zigzag por el asfalto, movida por una extraña adrenalina que sólo le permite seguir hacia adelante, sin mirar atrás, casi en esas rectas absurdas que trazan los personajes de cine cuando son perseguidos. Todos los del auto le decían a la liebre, con cierto aire condescendiente “dale, correte”, pero yo me quedé en silencio, viendo a través de la malévola luz de los faros del auto la fragilidad de aquellos tendones que funcionan como perfectos resortes. Sabía que, más allá de nuestras buenas intenciones, nosotros seguíamos siendo los depredadores. En un momento la liebre por fin encuentra un arbusto, se zambulle ahí y así como apareció se disuelve en la noche. Pienso: “Esto también es cine”.